El descanso del minotauro
30
Paula la miraba como si estuviera esperando que le salieran branquias. Su falta de expresión facial la tenía en tierra de nadie desde hacía diez interminables segundos. Una gota de sudor, como si fuera un dibujo de anime, bajó por su sien mientras se preparaba para su gran entrada. Carraspeó para limpiarse la voz y se cuadró en el sitio como un soldado frente a su superior.
—He venido a buscarte.
—Ya.
Ro no parecía muy impresionada. Paula se rascó la nuca.
—Ehm… Hey, hola, Conansito.
Huyó de la mirada impenetrable de Ro y se agachó para recuperar fuerzas y acariciar al animal, que estaba ya de los nervios por no recibir las atenciones que evidentemente merecía. Se entretuvo más de lo necesario en cuclillas, calmando su respiración y la batucada que le latía en el pecho. Si no fuera porque estaba transpirando a chorros tras la carrera y la tela se le pegaba a la piel, diría que no le llegaba la camisa al cuerpo. Tenía que tomar el control y empezar con lo que iba decidida a hacer.
Se irguió de nuevo y miró sin vacilación a Ro.
—Me falta la lluvia.
—¿Qué? —Ro se hubiera esperado cualquier cosa menos esa.
—Que en las películas, cuando la protagonista se da cuenta de lo idiota que ha sido y vuelve corriendo para recuperar a su amada, le dice todo lo que siente a gritos mientras las dos se empapan bajo la lluvia. Pero nada, no cae ni una gota. —Hizo una mueca de fastidio y puso ambas manos boca arriba, como esperando una precipitación que no estaba por la labor de llegar.
—¿Y cómo se supone que tiene que actuar la amada en esos casos?
—Se hace la dura al principio y también le grita, muy enfadada, pero luego se le vuelan las bragas al presenciar semejante demostración romántica.
—Ojalá yo llevara bragas.
—¡¿Qué?! —Abrió los ojos, atónita, y echó un vistazo rápido a su escueto pantalón corto.
—Eres una facilona, ya has perdido el hilo de lo que estabas diciendo.
—Es culpa tuya, que te empeñas en cargarte mis intervenciones estelares.
—Tus frases de guion, ya. —Puso los ojos en blanco—. Bueno, ¿y mi demostración romántica?
—¿Quieres que te grite en plena calle que no estoy segura de nada en la vida, pero sí de que estoy enamorada de ti?
—Sería un buen comienzo. —Intentó evitarlo, pero le salió un tono más coqueto del que pretendía y se ruborizó—. ¿Paseamos?
—Vale.
Paula se colocó a su lado y procuró no rozarle el brazo al caminar para no añadir la electricidad que generaban la una en la otra a todo el movimiento sísmico que ya rugía en su interior. Un silencio pesado las envolvió y Paula pensó que no podía más con tanta tensión.
—Podrías sonreír un poco, ya sabes, para relajar el ambiente.
—Eres tú la que necesita una escena de película, y ya has dicho que la chica tiene que hacerse la dura.
—Yo no necesito una escena de película —comentó con la mirada perdida en un punto inconcreto—. Contigo las tengo a todas horas, solo que no eran las que yo esperaba.
—¿Y cuáles esperabas?
—Pues mira, el primer beso. Es una de las partes más importantes en cualquier historia de amor, pero el nuestro fue torpe, le faltó ritmo narrativo.
—La verdad es que sí. No parabas de hablar.
—¡Es que estaba muy nerviosa! —Elevó las manos hacia el cielo para hacerse entender, y Ro la miró de soslayo. Qué tonta era.
—Con lo bien que se te da provocar tus clichés… Esperaba más de ti, francamente.
—Me pilló de sopetón, no creí que nos fuésemos a besar y tuve que improvisar sobre la marcha.
—Fue tierno, muy… muy tú.
Ro quiso acariciarle el brazo, pero prefirió quedarse quieta y dejar que Paula diera vueltas y vueltas con su verborrea imparable hasta encontrar un hueco por el que colarse y decir lo que en realidad quería decir.
—Bueno, ¿y cuando decidiste que querías ser mi novia? Otro fracaso cinematográfico. No hubo petición empalagosa, ni violines, ni velas aromáticas, solo una presentación con mi madre y tres palabras: «Soy su novia».
—Quedó bonito, capulla, porque, a pesar de no estar solas, fue algo que únicamente entendimos nosotras.
—¿Qué entendimos?
—Que nunca antes te había llamado así, y que era importante.
—Muy importante. —Suspiró la escritora, cada vez más cómoda en su piel al ver que Ro le seguía el juego—. ¿Y cuando nos acostamos la primera vez? Todo mal.
—Perdona, pero fue el mejor primer polvo de la historia de los primeros polvos. Me follaste con el corazón, y nunca me lo habían hecho así.
—Pero te dije que te quería a la mañana siguiente y lo jodí todo, porque era mentira y tú no lo dejaste correr.
—Me alegro de que reconozcas que fue una cagada monumental.
—¿Ves? Todos los que se supone que son grandes momentos fueron un cuadro, nadie pagaría un duro por verlos.
—Entonces, ¿por qué has dicho que no necesitas ahora una escena de película porque conmigo las tienes todas? ¿Ya estás mintiendo otra vez?
—No, es que resulta que contigo tengo justo las que no salen en la gran pantalla.
—Ponme un ejemplo.
Paula se quedó pensativa y tuvo que esforzarse en elegir solo una de las cientos de imágenes que se proyectaron en su cerebro.
—Me quitas el mando de la tele cuando te desquicia que abra y cierre la tapa de las pilas, encajas tus dedos con los míos para que pare de molestar y yo sonrío, porque ya nos quedamos así, de la manita, lo que queda de noche.
Ro apretó la sonrisa para que no se hiciera demasiado evidente. No lo quería admitir, cínica como era, pero lo cierto era que estaba flotando.
—Dime otro.
—Me llenas la encimera de cajas de infusiones, pero te gusta colocarlas cromáticamente. A mí me desespera tu desorden organizado, pero me hace feliz verte en cualquier rincón de mi casa.
—Otro —susurró la camarera.
—Me hace gracia cuando toses para ocultar un pedo. Me estoy riendo un buen rato mientras tú piensas que eres una pedorra ninja imposible de detectar.
—¡Yo no hago eso!
—Sí lo haces, y yo me parto de la risa. Mierda, ya he desvelado mi secreto.
—Pues no sé a quién crees que engañas tú cuando vas al baño y pones la música. Sé perfectamente que estás cagando, Paula.
—¿Y no es eso, acaso, hermoso?
—Es un horror, la confianza da asco.
—Es el lado feo del amor, ¿no?
Ro la miró con las pupilas dilatadas y el corazón detenido, con verdadera atención. Ya se iba acercando al núcleo del asunto y lo sintió en la pesadez del aire y en el sonido de aves ruidosas que alborotaba sus tripas.
—Me has enseñado a amar también esas cosas, porque son solo tuyas, y he llegado a la conclusión de que me gustan mucho más que los clichés que deseaba con tantas ganas. Esos se pueden tener con cualquiera.
—No te gustan más, Paula… —Negó con la cabeza, sin querer dejarse embaucar por su palabrería.
—Sí, Ro, porque en ellas sí que hay verdad.
—¿Ahora amas la verdad? —Rio con ironía, se detuvo en mitad de la acera y se encaró con ella, dispuesta a encontrar la falsedad en sus ojos. Sin embargo, no la halló, y eso la dejó descolocada.
—He tenido un montón de escenas memorables en mi vida, créeme, porque me esforzaba mucho en crearlas. Y el resultado siempre era impresionante y muy vistoso, sí, pero estaba vacío. Como una peli. —Dejó salir todo el aire de sus pulmones y ladeó la cabeza, como hacía siempre para mirarla—. Me he dado cuenta de que en realidad empiezo a ser la protagonista de mi vida cuando se cierra el telón, se apagan los focos y volvemos a casa mientras pides una pizza con anchoas, aunque las detestes, solo porque a mí me gustan. Nunca me he sentido tan trascendente como en esos instantes, aunque no haya confeti ni banda sonora.
—Paula…
—Ya sé que no soy la tía más cuerda del planeta, y que a veces se me irá la pinza e intentaré llenar la calle de bailarines de claqué para que hagamos un número musical, pero también querré tus infusiones de colores en mi encimera y tus bragas sucias en mi cesta de lavar.
—Estás demasiado lúcida, me estás asustando. —Rio nerviosamente.
—Hasta los marcianos se acostumbran a vivir en la Tierra, ¿no? —Se encogió de hombros con simpleza y sonrió con los labios apretados—. Lo único que intento decirte con esto es que me da igual el minotauro, mi abuela y el Cristo redentor, yo solo quiero escribir sobre ti mientras tú lees y me miras a escondidas creyendo que no me doy cuenta.
Ro se agarró con la mano libre a su camiseta y la apretó en un puño, como si necesitara sostenerse en algo para mantener el equilibrio. Apoyó la frente en su barbilla y cerró los ojos un segundo antes de volver a alzar la vista y dar el salto que la salvaría o la condenaría para siempre.
—¿Estás segura? No puedo soportar más idas y venidas, Paula, no quiero que te alejes cada vez que a tus expectativas no les alcance lo que sientes por mí.
—Ro, pero si tú y yo hacemos magia hasta en las tomas falsas… —Le colocó los mechones sueltos de su coleta desprolija tras las orejas y contuvo el impulso de acariciarla—. Eso supera cualquier expectativa que me hubiera formado. Yo no pensaba que fuera a ser especial hasta ir a hacer la compra.
—Eso es por ti, que estás continuamente inventándote historias sobre la increíble invención del alioli.
—Pero tú te dejas enredar por mis tonterías y te ríes, y me quieres un poco más cuando se me va la olla, y eso no lo hace cualquiera, solo la elegida. La elegida que me ha elegido a mí.
—Joder, para no querer montar un show te está quedando una escenita de puta madre. —Se quitó las lágrimas con las manos y sorbió por la nariz, emocionada.
—Estoy sudando como una cerda, tú vienes prácticamente en pijama de sacar al perro y he estado hablando de tus pedos. Esto está siendo un absoluto despropósito, Ro.
—Sí, pero, aun así, te está quedando precioso, maldita.
—Eso es precisamente lo que llevo intentando explicarte todo este rato, mi amor: que lo sencillo también da para peli.
—¿Mi amor?
—Sí, eres mi amor, porque yo te estaba buscando y aquí estás. —Guardó silencio para coger aire y desanudar el lío de su garganta—. Aquí has estado todo este tiempo, con la madeja en las manos, y yo he vuelto hasta ti, siguiendo el hilo, convencida de que este no es el amor que soñé, sino que es todavía mejor, porque tiene mucho de lo que imaginaba, pero también de lo que no.
—Joder, Paula, la madre que te parió. —Se pasó el antebrazo por las mejillas, que chorreaban del llanto más feliz de su vida.
—¿Te puedo dar un abrazo ya?
—Sí, ya se me han volado las bragas con tu demostración romántica, enhorabuena.
—Creía que no llevabas…
—¿Ves? Nunca paras de hablar cuando…
Paula impactó contra su cuerpo y la alzó en el aire, dando vueltas sobre sí misma y enredándose sus piernas con la correa de Conan. Estrechó su cuerpo menudo, cuarteado por la espera, y se afanó en borrar con los dedos cada línea que se había abierto en su piel. Le dedicó a esa tarea un tiempo infinito, olvidado ya lo políticamente correcto y el espectáculo callejero que estaban dando. En definitiva, dejó para la galería un plano secuencia que no estaba hecho para impresionar, pero que estaba quedando de anuncio.
Cuando creyó que ya estaba restablecida la tregua entre ellas, volvió a depositarla en el suelo y cogió su rostro con las manos, como si no se lo terminara de creer. Estaba hermosa con su cara lavada, las ojeras de la preocupación y el hoyuelo que solo le salía cuando le sonreía a ella. Porque sí, Ro ya estaba permitiendo que la felicidad le inundara el sistema inmunitario y que llegara hasta el extremo de todas sus terminaciones nerviosas, en un viaje de ida y vuelta que estaba provocando un huracán en sus entrañas.
Podía permitirse sentir sin precaución, pues notaba, ya no en las palabras de Paula, sino en su manera apasionada de decirlas, que la escritora empezaba, por fin, a confiar en sí misma, en sus sentimientos apoteósicos. Acababa de voltear delante de ella, una a una, todas sus cartas, mostrando una mano que, aunque no era perfecta, era lo suficientemente buena como para ganarse su corazón.
Paula había hablado con tanto fervor sobre su amor de carne y hueso, con un convencimiento y una vehemencia tan similares a los que utilizó cuando le dibujó el amor en el que creía, que no le quedaba más remedio que creérsela. Se alzó en sus puntillas para aproximarse a esa boca que había echado de menos durante los días que había estado dentro de su laberinto interior, y dejó un roce mínimo de labios, respirando de su aliento, mojándose de su saliva, buscando volver a conectar con su escritora perdida.
Se separó de ella cuando sintió la noche caer a su alrededor, desubicada en tiempo y en espacio, como si hubieran regresado de un viaje muy largo. Su Teseo valiente, de nuevo en casa.
Ese pensamiento tiró del que venía a continuación y se separó de ella, frunciendo el ceño.
—¿Y el minotauro?
—¿Qué pasa con él?
—Lo… ¿lo has matado?
—No. —Paula se mordió los labios e hizo un gesto de contrariedad. A Ro se le reflejó el pánico en el rostro—. Resulta que ese miedo no se puede matar.
—¿Cómo que no? Paula…
—Ven, vamos a casa.
Tomó su mano, dieron la vuelta y se dirigieron de nuevo hacia el piso de la camarera, que estaba a apenas dos manzanas de distancia. Hicieron el trayecto en silencio, asentando el insólito escenario en el que se movían, nunca antes habitado por ninguna de las dos: el de las relaciones estables, el del amor que no se agota, el de la compañía que no cansa. Ro estaba deseando decorar con Paula esa habitación desconocida, y la miró de soslayo mientras entraban al portal, rezando por que su chica estuviera pensando lo mismo.
Nada más entrar al apartamento, Conan se fue corriendo a beber agua y tumbarse, dejándolas solas y un poco intimidadas por todo lo expuesto y las preguntas que aún quedaban por responder. Se abrazó a la cintura de Paula, aún en el recibidor, y apoyó la cabeza en su pecho para volver a acostumbrarse a su calor, a su presencia entre las cuatro paredes recién pintadas de su casa, en la llanura solitaria que conformaba su mundo de puertas adentro.
La fue empujando hacia el comedor, sacando su risa juguetona y caricias en la espalda. La obligó a sentarse en el sofá y Ro se encaramó a ella a horcajadas, tomando asiento sobre sus rodillas para quedar a la misma altura.
—Entonces, ¿has vuelto para quedarte?
—Sí, todo el tiempo que me lo permitas.
—¿Y si ese tiempo es un montón enorme?
—Hasta que tú quieras, Ro. —No fue una promesa, pero lo pareció.
—¿Tan convencida estás de lo que sientes? —El tono necesitado de su voz hizo consciente a Paula de la inseguridad que había inoculado en ella. Suya era la tarea de hacerla desaparecer. ¿Con palabras vacías? No, con su presencia constante alrededor bastaría.
—De eso estaba convencida desde hace mucho, mis dudas eran otras.
—Ya.
—Y las he resuelto. Te lo he dicho antes, en mi increíble performance romántica, ¿me has visto? Tremendo despliegue. —Resopló y se echó hacia atrás en el sofá, satisfecha con su trabajo.
—Lo has hecho genial, y eso que no era lo que pretendías. —Ro le acarició los hombros con cariño, aguantando las ganas de comérsela a besos.
—Así funcionamos tú y yo. Hacemos cosas como si nada, y resulta que esas son las que valen de verdad. Ahora lo veo.
—¿No quieres tu comedia romántica?
—Las pelis solo duran dos horas, yo quiero que lo nuestro dure mucho más. Es imposible mantener la intensidad siempre en la cresta de la ola. Hace un rato, alguien me ha dicho que no se puede vivir instalada en la poesía, que es insoportable.
—¿Quién es esa persona?
—¿Para qué lo quieres saber?
—Para mandarle una cesta de frutas y darle un abrazo.
—Joder con la camarerita, me declaro y ya está deseando conocer al suegro.
—¿Has estado con tu padre?
—Sí, y no sé por qué no lo había hecho antes. Es lo más parecido a mi nana que queda en el mundo. —Hizo círculos con los pulgares en los muslos de Ro, meditabunda—. Creía que necesitaba hablar con ella, pero en realidad eran sus consejos de hombre con el corazón roto los que me hacían falta para despertar.
—Pues buenos días, escritorita. —Enredó los dedos en el pelo de su nuca y le besó la nariz—. ¿Qué más te ha dicho?
—Que eres una chica lista, que no te deje escapar.
—Ese señor es un grande, ¡Jacinto, te quiero! —gritó, con la cabeza echada hacia atrás.
—Eres imbécil.
—Y tú muy guapa. Pero vamos a ponernos serias, que a mí hay algo que aún me tiene con la mosca detrás de la oreja. ¿Qué hacemos con el minotauro?
—Aprender a convivir con él.
—Pero vamos a ver, según el mito, Teseo se enamora de Ariadna, entra al laberinto, lo destruye y vuelve con su amor. Tú qué pasa, ¿que trabajas menos que los Reyes Magos, o qué?
Paula soltó una carcajada y se abrazó a ella. Su ligereza era el antídoto que necesitaba su personalidad, tan sin decantar, que, en grandes cantidades, era nociva para su propia salud.
—No te rías, Pau, que yo he estado ahí como una pringada esperando en la puerta y tú no has cumplido con tu parte.
—¿No se suponía que yo era la de los cuentos mitológicos?
—Bueno, me lo has pegado, apechuga con ello. La cuestión es que hay un bicharraco de dos metros que te pone en mi contra cuando me acerco demasiado, y no sé tú, pero yo a eso no me puedo acostumbrar.
—Te estoy entregando mi amor, Ro, es imposible estar más cerca de ti. ¿Lo ves por alguna parte?
La camarera se separó de su cuerpo y echó un vistazo a la estancia. Las mismas paredes de gotelé, los muebles escasos, pero ninguna bestia en las inmediaciones. Negó con la cabeza.
—Eso es porque ya no le tengo miedo al amor, porque estoy enamorada —dijo con simpleza y una sonrisa gigante.
—¿Aunque no sea como esperabas?
—Y dale. Ro, eres muy pesada.
—Es que yo… yo también tengo miedo —murmuró, avergonzada, y Paula le besó el mentón.
—Entonces te lo repetiré todas las veces que te haga falta para que te metas en la cabeza que lo que tengo contigo es mejor que lo que estaba buscando, a pesar de seguir temiendo que no sea para siempre. Creo que ese es el miedo que, aunque no está continuamente presente, no desaparece nunca.
—Ya, yo también lo creo —suspiró, con un retazo de tristeza.
—¿Tienes miedo a perderme? —Agitó las cejas con socarronería.
—No he estado una semana acojonada por que no me importes, guapa.
—Te escucho. —Puso las manos tras su cabeza, preparada para disfrutar de un poquito de vanidad bien alimentada.
—Yo no necesito a nadie, quiero que eso lo tengas muy claro.
—Lo tengo.
—Así me gusta. —Se inclinó sobre ella y le dio un pico rápido—. Me basto y me sobro para obtener por mí misma mi felicidad, no necesito una pareja para sentirme completa, pero es verdad que hay algunos huecos que no sabía lo bien que sentaba llenar.
—¿Cuáles son esos huecos?
—El de la soledad es uno muy grande, y yo siempre lo he llenado —se apresuró a decir—, pero nunca he sabido lo que era que me miraran como si fuera lo más preciado para alguien. Suena egoísta, y es horrible, pero tu miedo a perderme me hace sentir importante. Me… me gusta. Soy una persona de mierda… —Dejó caer la frente contra la de Paula, abochornada.
—No, claro que no, Ro. Eres humana, y eso no es malo. Todos queremos que nos quieran.
Paula la abrazó con fuerza, y se dijo que nunca iba a permitir que Ro volviera a sentirse sola en el mundo. No lo pronunció en voz alta, pero fue un juramento que se hizo a sí misma. Daba igual que se extraviaran en los complejos caminos del amor, no importaba que se les diluyera la pasión, ni que dejaran de quererse como tontas enamoradas, pues ella sentía que la estaba amando de una manera que no podía erosionarse con el tiempo, ni con las inclemencias de la vida, ni con el olvido.
Empezó a besarle la mandíbula tensa de dientes apretados. La fue relajando a cada pisada de sus labios en la piel, y Ro buscó su boca igual que un náufrago gasta sus últimas fuerzas para alcanzar la orilla. Le cedió el control a Paula para que se la llevara lejos de su propio monstruo, que le despistara los pensamientos para no ahogarse con sus inquietudes, y ahí fue cuando comprendió que tenía razón. El miedo no se evapora en el aire por muy instaladas que estemos en la felicidad. Tendría que confiar en que Paula lo alejara a patadas cada vez que asomara la patita, y aprender a hacer lo mismo con el de ella.
Ro le quitó la camiseta y se pegó a su torso con desesperación. Su miedo se hacía más grande cuanto más la quería, pero era una buena forma de temer.
—Estoy aquí, cariño, estoy aquí —le susurró la escritora contra la oreja.
—Y yo…
Sus dos miedos enfrentados, cada uno en un lado del ring, nacían del mismo lugar: el temor a quererse tanto que doliera. Pero, si eran capaces de aceptar el reto de dejarse, a veces, en manos de la otra, se harían más grandes que cualquier bestia mitológica, que cualquier vacío hecho de abandono, de silencio.
Mirar a los ojos a la oscuridad que albergamos y bañarla de luz la mayor parte del tiempo. Esa era la verdadera aventura.
Ro se levantó del sofá, se puso delante de Paula y la escritora la vio, por primera vez, diminuta. Se deshizo lentamente del resto de su ropa sin apartar los ojos de ella, y Paula hizo lo propio, mostrándose ambas desnudas no solo de cuerpo, aceptando de una vez por todas que solo eran dos chicas asustadas que estaban dispuestas a ser valientes, aunque a veces dudaran de su propia fuerza. La piel imperfecta a la vista, sin pretender ser otra cosa más de lo que se era, sin escudos ni pedrería, deseando una aceptación a salvo de juicios.
Se adoraban con la mirada, y a ambas les recorrió un escalofrío de alivio, pues si eran capaces de amarse así, muertas de miedo, podrían amarse de cualquier forma que la vida les pusiera por delante.
Volvió a subirse a su cuerpo, y temblaba, y Paula apenas lo notó porque ella también estaba tiritando. Les castañeaban los dientes del frío de no haberse tenido en los últimos días, por el hielo incrustado entre los músculos por la falta que se habían hecho, no por necesidad, sino por el calor que le da a una saberse, al fin, comprendida.
Paula intentó serenar sus manos para tocarla. La había encontrado en mitad del lodazal y, cuanto más limpiaba su piel, más le gustaba lo que se escondía debajo. Estaba sucia, y era hermosa, y la estaba amando más de lo que pensó que podría amarse a una mujer que, a priori, no era para ella. El amor disfrazado de otras cosas, como el miedo, disfrutando juntos del carnaval.
La recorrió entera entre besos atolondrados y Ro pegó la pelvis contra ella, meciéndose con suavidad, como la marea. Paula se aferró a su culo para sentir en las palmas el movimiento de contracción, el balanceo ondulatorio de sus caderas, la necesidad creciente que empezaba a empaparle la tripa desnuda. Deslizó la mano entre sus muslos y la miró a los ojos para ser espectadora de todas y cada una de sus reacciones al sentir sus dedos buceando entre sus pliegues. No tuvo tiempo de deleitarse en las mordidas de labio, en los gemidos ahogados, en los ojos entornados de placer, pues pronto fue el suyo propio el que capturó su atención.
Ro se elevó en sus rodillas para que Paula abriera bien las piernas y la tocó lento, sin prisa, provocando un ascenso paulatino en su deseo, demoledor, pero también dulce. La escritora miró hacia abajo para observar sus manos perdidas entre sus cuerpos, y Ro la imitó. Contrastaban sus pieles dispares, los brazos enredados con el mismo objetivo: el de amarse con el cuerpo como se estaban amando con el corazón.
—Te quiero —dijo Ro, con la boca entreabierta y la respiración desastrosa, rozándose cada vez más deprisa contra sus dedos, buscando la liberación.
—¿Un ratito? —jadeó Paula, con los ojos incendiados y su labio entre los dientes.
—No, a jornada… ahhh… a jornada completa. No… no pares…
—No paro… uhm… no paro nunca de quererte.
—¡Joder!
Aceleraron el ritmo de los dedos sin dejar de mirarse. Entendieron a la vez que estaban a punto de estallar y se detuvieron un segundo para besarse con ternura, con una entrega tal que ambas sintieron las mismas ganas de llorar. No somos de nadie, pero hay instantes, como el que estaba teniendo lugar, en el que una solo le pertenece a la chica que observa cómo tocas el cielo gracias a sus manos.
Reventó la bola incandescente que habían estado alimentando a base de roces, de palabras sucias al oído, de bocados en el hombro, y un haz de luz las partió a ambas por la mitad. Se corrieron a la vez y se sostuvieron como pudieron, anclando las manos en la otra y soportando entre espasmos la electricidad que se las había llevado hasta la otra punta de la galaxia. Sonrieron temblorosas, satisfechas y felices.
Se reconocieron los rostros con las manos, como si fuera la primera vez que se veían así, a quemarropa, con la cara oculta de la Luna como espectáculo principal. Las yemas llenándose de sus frentes sudorosas, de sus párpados y sus mejillas, apartando el pelo pegado a la piel para observarse bien, para memorizar al detalle lo que tenían delante y lo que bullía dentro de cada una.
La escritora bajó las manos a sus hombros, embobada con su tacto suave. Se estaba empapando, centímetro a centímetro, de Ro, y la camarera hinchó las aletas de la nariz para no dejar que las lágrimas le negaran la visión de esos ojos que ardían cuando la quería de esa forma loca suya.
Paula llegó con las palmas extendidas a su pecho, y allí acunó, sin los impedimentos de la carne y de los huesos protectores, su corazón de cemento. Regresó la mirada a la de Ro, pidiendo un permiso mudo, y esta asintió. Con los pulgares, empezó a retirar los restos arenosos del hormigón quebrado, que caían silenciosos en el hueco ínfimo que había entre ellas. Acarició las fibras, los tendones, y no era bello, pero latía por ella, y tuvo que morderse los labios para no romper en llanto.
Ro confió en sus manos de escritora, segura de que, su inesperadamente tierno corazón, estaría a salvo con ella.
A muchos kilómetros de ese piso lleno de sueños por cumplir, un minotauro cansado dejó caer sus hombros y suspiró. Ya poco podía hacer.
leyendo esto, me dan ganas de tener un amor tan imperfecto y desastroso como el de ellas, el más real y puro
Vaya capítulazo,se me ha escapado hasta un suspiro en alto,jajajjaja
Joder qué bonito escribes
Estoy llorando? Evidentemente 😭😭❤️ Gracias Cris por esta maravilla de historia.
Estoy en la mierda. En una más grande que una catedral
Buah! Que barbaridad Cris! Esta historia te atrapa, esto si que ha sifo una pequeña semilla que ha ido creciendo…cada día te superas!
Joder, cómo me gusta esta historia.
Que capitulazo! me lo he leído del tirón casi sin pestañear.
Me encanta esta historia y no me gusta sentir que se acerca el final.