El descanso del minotauro
29
Leía sin parar en cada ocasión que tenía, en los descansos del trabajo, en las tardes calurosas frente al ventilador, en las horas blancas que le robaba al sueño, intentando encontrar el mapa del tesoro que la llevara de vuelta hasta una Paula que pudiera reconocer. Llevaban varios días sin verse, charlando un ratito al terminar el día y enviándose algún que otro mensaje con la única intención de alimentar la hoguera en mitad del vendaval.
Sería tan fácil dejar que se consumiera, que se consumieran ambas… Terminarían las tribulaciones, las preguntas sin respuesta aparente, la sensación de vértigo por lo que no se puede coger ni voltear, la obligatoriedad de una distancia que se habían impuesto ambas y que ninguna deseaba. Atrás quedaría ese peso a cuestas de no saber qué va a ser de una, de estar esperando que algo que las controlaba a ellas decidiera si había posibilidad de un futuro, no importaba si a corto, medio o largo plazo, en común.
Rendirse parecía, a ratos, una opción apetecible. Es más asumible a veces un dolor descarnado pero fulminante que el desgaste continuo, la sensación de estar al borde del precipicio, zarandeada por el viento, aterrada sin descanso por la posible caída que nunca terminaba de suceder. Una herida abierta de un golpe que te desangra, pero que empieza a curar desde el momento en el que se produce, en lugar de una infección lenta e incansable que te deteriora de manera sostenida en el tiempo hasta que se agotan las fuerzas.
Pero Ro se negaba a darle esa satisfacción al miedo. No era ella una mujer que tirara la toalla, sino que era de las que se la anudan en la frente, con el cuchillo entre los dientes, preparada para luchar.
Desde que Elvira le contó la parte del mito en la que aparecía Ariadna, ella había aceptado el papel a representar con alegría: un personaje secundario que solo estaba ahí para acompañar y ser soporte cuando el cielo estuviera en peligro de derrumbe. Sin embargo, una vez metida en faena, empezaba a darse cuenta de la verdadera dificultad de su cometido en esa historia.
Esperar. Qué palabra. Puede evocarnos pereza, desidia, incluso vagancia, pero, si una se para a reconocer toda la magnitud de su significado, es ciertamente desalentadora. Frustra tener suficientes armas para ayudar a quien se quiere, pero obligarse a dejarlas a un lado y mirar al horizonte con los brazos cruzados sobre el pecho para no caer en la tentación de colaborar, tener la paciencia de dejar que otra se equivoque cien veces cuando tú ves la solución clara a la vista.
A veces es más llevadero ser quien se bate el cobre en primera línea de fuego que quien se queda en casa aguardando, con el corazón en un puño, a que su amor regrese con vida de nuevo a ella.
Ro tenía que apretar los dientes en cada ocasión en la que charlaba con Paula y percibía en ella la desesperación que trataba de ocultar. No era tan grande el monstruo como la escritora creía, y a menudo sentía el impulso de zarandearla y cruzarle la cara de un bofetón para que dejara de ver gigantes donde no había más que molinos y disfrutarse de una vez por todas sin más drama. Pero no era esa su tarea, tenía que dejar que Paula lo viera por sí misma, pues así era como aprendería una lección que no olvidara a la primera de cambio, sino que le durara para siempre. Como un sello grabado a fuego en la piel: escuece, pero no desaparece jamás.
Paula, por su lado, se familiarizaba todos los días con el trayecto nuevo que había encontrado para llegar al centro del laberinto por la puerta de atrás y, cada vez que se topaba con la espalda del minotauro, la certidumbre de que daba igual el recorrido cuando, igualmente, se alcanzaba la meta, se volvía más sólida. Hacía, diariamente, ese ejercicio de comprobación, como si necesitara, y lo necesitaba, cerciorarse de que nada tenía de malo haber hallado su propio camino, y no el de otros, hasta el amor.
Al contrario, era sanador. La hacía saberse dueña de su propia vida, con capacidad de decisión, para dejar de sentirse continuamente una pieza del tablero que le habían dibujado. La liberaba, de una manera amable, de la carga de sentirse incapaz de ser lo esperado, pues estaba siguiendo las reglas, pero sin verse dominada por ellas. Estaba creando su propia expansión del juego, en la que había igualmente un amor que conseguir, un laberinto que recorrer y un monstruo al que vencer. Seguía habiendo magia, imposibles hechos realidad, un fantasma bailarín y una chica. Su chica, cuyo amor tenía que merecer para regresar victoriosa a su abrazo.
Le gustaba imaginarse el día en el que hallara la manera de matar al malo final, cómo caminaría con las manos manchadas de su sangre, siguiendo el hilo que la devolvería al punto de partida, donde Ro la aguardaba. Cómo la miraría con una sonrisa segura, sacando de entre su ropa una caja de música en la que entregarle, ahora sí, todo el amor que llevaba años guardando para cuando apareciera. Uno que no fuera circunstancial, que no albergara ni una sola sombra de vacilación, sino que fuera para siempre, limpio y sin tacha, entero para ella.
Porque si de algo se había dado cuenta en esa semana apartada del mundo, era de que Ro se le mostraba cada vez con más rotundidad como la chica que estaba esperando. Cada noche, en la cama, como hacía desde que era adolescente, evocaba a la mujer de sus sueños. La pensaba con los ojos cerrados y el pecho abierto. La forma en la que sentiría estar en casa en cada beso, cómo se mirarían y sabrían todo lo que callaban, cómo se reirían a escondidas de las locuras del resto, con ese entendimiento mutuo que está al alcance de pocos; cómo sonreiría cuando la escuchara canturrear en la cocina, cómo sentiría como propias sus victorias, pero también sus derrotas; el orgullo de verla cumplir sus sueños y ser, también ella misma, parte de ellos.
Esa muchacha sin rostro que, por mucho que se esforzara en evitarlo para no influir en su imaginación y que esta fuera completamente libre y sincera con su subconsciente, no hacía más que vestirse con la cara de Ro. Negaba con la cabeza en cada ocasión en que esto ocurría, que eran muchas, intentando alejarla de su mente, apartarla de sus anhelos de siempre para no corromper los deseos con subjetividad. Pero no había manera, siempre aparecía. Era suya la risa estridente que resonaba en las habitaciones de un hogar futuro, era su olor el que le llenaba los pulmones cuando cambiaba las sábanas en las escenas domésticas que inventaba, era su piel clara la que yacía a su lado cada noche, sus ojos oscuros los que buscaba entre la gente para compartir una broma privada, suya era la sonrisa satisfecha de quien sabe que ha encontrado su lugar en el mundo.
Ganas le daban de salir corriendo de la mansión para ir a su encuentro cuando esa verdad innegable, la que tanto se le había resistido, le caía encima con toda su contundencia. Tenía que contener el ímpetu primitivo de ir a buscarla sin demora y decirle que sí, que era ella, que había suficientes señales como para pensar que tenía que ser ella. Pero se acobardaba enseguida. ¿Cómo plantarse delante de Ro sin el cien por cien de seguridad en su amor? No podía entregarle a lo mejores, tenía que darle una certeza redonda y perfecta. Y en esas estaba.
***
Volvía caminando del laberinto, como cada tarde, cuando su teléfono sonó. Esperó con una felicidad contenida que fuera Ro, pero encontró el nombre de su padre en la pantalla del teléfono.
—Hola, papi. ¿Qué tal?
—Bien, como siempre. Estaba saliendo del trabajo y he pensado que hace mucho que no veo a mi hija. ¿Qué te parece?
—Me parece que tienes razón, papá. ¿Me invitas mañana a tomar algo? Llevo casi una semana en la mansión y creo que voy a volverme loca. Necesito volver a la humanidad.
—Perfecto, pues mañana nos vemos.
—Hasta mañana, Jacin.
—¡No me llames así!
Paula rio, le lanzó un beso sonoro y colgó. Se dio una ducha, ya que, cada vez que hacía una excursión, regresaba a la casa con el cabello repleto de ramas y las rodillas manchadas de arena rojiza, pues, en su empeño por aprenderse ese nuevo trayecto de memoria, como el otro, intentaba recorrerlo con los ojos cerrados para familiarizarse con él, a pesar de tropiezos y caídas al suelo.
El hecho de estar habituándose a base de práctica a ese nuevo modo de amar, menos artificioso, asentaba la idea en su cerebro de que estaba bien querer así, ensuciarse, meterse al fango, como su madre le dijo tiempo atrás. Día a día, se iba cerciorando de que la magia la rodeaba allí también, que no fue un espejismo de la primera vez, y el tarareo de la canción de su nana, más cercano en cada ocasión, le hacía sentir que le daba el visto bueno a una manera, diferente en la forma, pero idéntica en el fondo, de enamorarse.
—Hola, escritorita —saludó Ro en cuanto descolgó esa noche. Paula escuchó cómo se acomodaba en el sofá, y cerró los ojos para imaginarla y sentirla más cerca.
—Hola, camarerita. ¿Qué tal el día?
—Pues bien, he estado escalando con las chicas. Sara y Clara se van la semana que viene de vacaciones, así que me quedo sola. Sola, triste y sola.
—No me digas —sonrió como una estúpida. Dios, cómo la echaba de menos.
—Sí, porque Elvira se ha echado un ligue de verano y hay que pedir cita para verla. Ojalá tuviera yo también una novia que me hiciera compañía…
—¿No tienes novia?
—Nah, tengo una especie de relación a distancia, pero no sé cómo terminará eso.
—Pues bien, el amor siempre triunfa.
—¿Tú crees? —Intentó que no se notara, pero Paula pudo apreciar la ansiedad en su voz.
—Estoy convencida al noventa y cinco por ciento.
—¿¡NOVENTA Y CINCO POR CIENTO!? ¡PERO PAULA, QUE ESO ES UN MONTÓN! ¿Qué haces que no estás aquí comiéndome la boca y alzándome en volandas como en una de tus comedias románticas?
—JAJAJAJAJAJAJA. —Incluso Manoli, en el piso de abajo, escuchó sus carcajadas—. Nena, yo no me conformo con menos de un cien por cien.
—¿Por qué? Noventa y cinco es una barbaridad.
—No me sirve, yo tengo que darte un para siempre, Ro. —La escritora pudo verla, sin ninguna dificultad, poniendo los ojos en blanco ante sus palabras.
—Paula, me cago en la puta, yo no necesito un para siempre —gimió en un lloriqueo, a caballo entre la emoción y las ganas de darle un guantazo a su chica.
—Pero yo sí.
—La llevas clara si crees que lo vas a conseguir. Y te advierto, yo no te estaré esperando eternamente, guapa, que aún soy joven y se me van las vitaminas.
—Pues vaya Ariadna de mierda me he buscado.
—El que espera, desespera, y yo soy una pobre camarera muy desesperada. —Cambió el tono de voz a uno mucho más sugerente.
—¿No me digas? —Imitó su tono, se estiró en la cama y deslizó la mano que tenía libre hasta la cinturilla del pantalón del pijama.
—Sí, así es. Pero bueno, me tendré que aguantar. —Contuvo la risa como pudo, sabedora de que Paula era más bien de mecha corta, y carraspeó, muy metida en su papel—. En fin, me voy a dormir, que esto de cargar con todo el peso de una relación a distancia me deja agotada.
—Pero… —Paula parpadeó muy deprisa, incrédula, con una mano en las bragas y cara de tonta.
—Buenas noches, Pau.
—Bu… buenas noches, Ro.
Colgó y se quedó tendida boca arriba. Sí, definitivamente, tenía que empezar a afilar el cuchillo jamonero, la espada de la comunión o lo que le diera la gana, porque tener una novia a la que no veía por un estúpido minotauro hecho de granito también se consideraba tirar comida.
***
—Qué guapa te veo, Paula —la saludó su padre con dos besos nada más encontrarse en la puerta de su casa.
—Oye, tú también. ¿Desde cuándo te peinas? —bromeó, dejando que la puerta se cerrara a su espalda y caminando sin rumbo hacia la primera terraza que encontraran.
—Bueno, es que ya me estaban empezando a anidar golondrinas, era más bien una cuestión de salud pública.
Bromearon durante un rato sobre su habitual aspecto desaliñado hasta que dieron con un bar en el que tomar algo fresquito para paliar el calor asfixiante. Se sentaron uno frente a la otra y pidieron las primeras bebidas mientras Paula contestaba una llamada de Manoli, que preguntaba si iba a ir a cenar. Jacinto, mientras tanto, observaba a su hija a hurtadillas.
La notaba distinta, con un aire más maduro, como si su figura hubiera ganado cierta gravedad. No le parecía que flotara, como solía suceder, a pesar de que su mirada siempre andaba en las nubes. No, Paula se había aposentado en la tierra, con el resto de los mortales, y fue la primera vez desde su divorcio en la que se vio reflejado en la imagen cruda de su hija.
—¿Te has hecho mayor de repente o es cosa mía? —preguntó curioso cuando Paula terminó la conversación telefónica.
—Es una manera muy elegante de decir que me hago vieja, muchas gracias. —Levantó su copa de cerveza y simuló un brindis, con sorna.
—No, no es una cuestión de edad, es… otra cosa.
—Explícate.
—Me has dejado de parecer una niña, solo es eso. Te acabas de convertir en una mujer delante de mis ojos.
—¿Ahora mismo? —Alzó una ceja. Su padre y sus intensidades. Marca de la casa.
—Sí. No eres igual que la última Paula a la que vi.
—La muerte nos hace madurar, papá. La muerte y… bueno, y el amor. —Soltó la bomba, pues no había persona más perceptiva que su padre y detestaba cuando era capaz de ver más allá que ella misma. Se ponía de un soberbio insoportable.
—Así que era eso. Te has enamorado. —Le brillaron los ojos, aguados de emoción. Tragó saliva, aceptando a duras penas la idea de que su pequeña había dejado de pertenecerle.
—Como una tonta. —Paula se mordió la sonrisa con timidez.
—Así es como debe ser, cariño. Me alegro mucho por ti. Joder, me alegro muchísimo, Paula.
Jacinto se estiró en la mesa y cogió su mano, felicitándola por tremendo hallazgo. No dejaba de impresionarle que su padre, vapuleado precisamente por ese sentimiento, siguiera viéndolo con tanto cariño y tanta pasión. Algo estaba claro: en su familia, los corazones no aprendían, siempre eran ingenuos y un poco inocentes. Eso le dio cierta paz, pues, si lo suyo con Ro salía mal, podía albergar la esperanza de que el suyo volviera a estar inmaculado, después de recuperarse, para el amor. Para otro amor.
Quizá su padre no había sido capaz de darse otra oportunidad, pero de tanto sumergirse en el laberinto, Paula había aprendido que podría encontrar tantas sendas hasta el centro como amores se le aparecieran. Sus miedos primeros, como ya era costumbre últimamente, saliendo volando por la ventana.
—Gracias. Estoy muy feliz, pero…
—Pero ¿qué?
—Que también estoy acojonada —reconoció en un susurro.
—No me extraña. El amor, el de verdad, asusta. —Bebió de su copa distraídamente y Paula le echó una mirada de incredulidad.
—¿Cómo? En el amor no debe haber miedo, papá.
—¿Cómo que no? No hablo de uno que lo contamine todo, pero siempre está por ahí escondido, al acecho.
—Pero…
—¿Qué clase de amor sería si no asustara? ¡Ni que fuéramos dioses! —Soltó una risa grave y se recostó en la silla mientras el camarero dejaba las tapas sobre la mesa—. Somos simples mortales, Paula. Frágiles. Un día eres feliz y al siguiente te has quedado sin nada… El miedo es el que nos hace valorar y ser conscientes de que todo lo que tenemos se puede perder en un chasqueo de dedos.
—Visto así…
—¿Sabes? Después de tantos años, he llegado a la conclusión de que yo mismo cometí ese error de creerme por encima del bien y del mal. Me sentí un dios cuando me casé con tu madre, como si ya estuviera todo hecho. Era amor, ¿no? Ese amor que nos enseñó la abuela. —Le dedicó una sonrisa cómplice que Paula correspondió—. Te viene y ya está, como si fuera un regalo divino. Pero no lo es. Es una suerte, y la suerte hay que cuidarla. Con Rosana, yo… creo que me dormí en los laureles.
—¿A qué te refieres? —Ni siquiera había tocado el plato mientras él masticaba y reflexionaba. Estaba atónita ante lo que estaba escuchando.
Paula había caído tarde en la cuenta de que tanto ella como su padre estaban cortados por el mismo patrón. De tanto añorar las conversaciones metafísicas con su nana, se había olvidado de que existía un hombre que sabía mejor que nadie cómo podía estar sintiéndose, porque era alguien que ya lo había sentido, mucho antes que ella. Se reprochó internamente no haber acudido antes a él.
—Cuando crees que tu amor es invencible, puedes caer en la trampa de darlo por hecho. Y lo único invencible que hay en la vida es la muerte, cariño. No presté atención a los cambios de tu madre, a su evolución como persona, como mujer. Me quedé en el amor infantil que todo lo puede y no lo hice crecer, madurar. El amor que te cae encima como un meteorito está bien como punto de partida, pero luego hay que seguir, avanzar. Después de la palabra fin, la historia continua, ¿entiendes?
—Eso mismo me dice Ro, mi… mi chica.
—¿Ro de Rosa? —Se enderezó en la silla, emocionado.
—No, papá, Ro de Rocío. —Soltó una risa nasal y negó con la cabeza—. Cuando le hablo del amor en el que siempre he creído, o creía, ella me pregunta que qué pasa cuando salen los créditos. Me has recordado mucho a ella y nunca pensé que te escucharía a ti diciendo algo así.
—Tu chica es una mujer sabia, no la pierdas —le sonrió con cariño.
—Eso intento, y no sé si lo estoy haciendo bien.
—¿Por qué?
—No sé, estoy preocupada por esta manera de querer, como si algo me dijera que no me he enamorado como se suponía que me tenía que enamorar.
—¿Y cómo te tenías que enamorar?
—Como una loca —dijo con firmeza, provocando un silencio espeso que su padre se encargó de disolver unos segundos después.
—La definición de locura es repetir las mismas acciones una y otra vez esperando distinto resultado, y los resultados que han sido referencia para ti, siendo sincero, no deberían serlo.
—¿Cómo que no? —se escandalizó.
—Tu abuela perdió la cabeza y yo las ganas de vivir. —La miró como si fuera poseedor de toda la sabiduría que nunca le había presupuesto—. Paula, hay que enamorarse como una loca, vale, te lo compro, pero hay que nutrir ese amor con cosas del día a día. Darle alimentos, porque si no, se te come por dentro.
—El lado feo del amor… —murmuró, ensimismada, recordando las palabras que Ro le había dicho mil veces.
—Yo no diría que es un lado feo, lo veo más como el lado cotidiano.
—Pero papá… —Lo miró a los ojos, y Jacinto vio en ellos que había algo que la inquietaba a niveles insoportables—. ¿Quién va a escribir poemas sobre un amor así?
—La poesía está para leerla, no para vivir en ella, Paula, no me jodas. Dios, te hemos metido tantos pájaros en la cabeza que has perdido de vista lo importante. —Se frotó la frente con los dedos, agobiado por su parte de culpa, y suspiró, volviendo a encarar a la mujer que habían desorientado entre todos—. Es muy simple, hija. ¿Crees que esa chica, Ro, es la tuya?
Paula se quedó estática, pasando la mirada de un ojo al otro de su padre, como si buscara en ellos una respuesta digna para semejante pregunta. Abrió la boca, hizo el amago de hablar, volvió a cerrarla, tragó en seco y terminó por echarse hacia atrás en su silla. Un temblor de tierra, una luz en el firmamento, un estruendo que hacía vibrar los cristales de los escaparates colindantes y algo que llevaba un tiempo rondando su cabeza cayendo a plomo sobre la mesa. Miró a su padre con el asombro de quien ve por primera vez el mar.
—Lo creo —dijo al fin—. La mayor parte del tiempo lo creo.
—Pues ya está, ¿dónde está el problema?
—En que no lo creo todo el rato, papá. A veces dudo de si es el amor que esperaba, si estaré a la altura, si lo estará ella, si…
—¿Es amor? —la cortó, impacientado.
—La verdad es que…
—No me cuentes películas, Paula. Es una pregunta fácil de sí o no. ¿Es amor?
—Sí. Es amor, un buen amor. —Esta vez, no tuvo que pensar la respuesta.
—Pues enhorabuena, cariño —le sonrió con tanta rotundidad que a Paula, de repente, le parecieron estúpidas todas sus inquietudes—. Y las dudas… Bueno, es normal, lo raro sería que no las tuvieras.
—No, papá, eso sí que no. Vale que el amor no sea tan idílico como me lo había imaginado. Lo acepto y, si te soy sincera, le estoy cogiendo el gusto, pero ¿que haya dudas? No hay un amor en el que deba haberlas, del tipo que sea.
—Yo no tuve dudas con el amor que compartía con tu madre y la perdí. Veinte años casados, con la seguridad absoluta de que había encontrado a mi mitad, y la perdí. Si, incluso estando así de convencido, nunca sabes lo que puede pasar, ¿cómo no vas a dudar? Por favor, Paula, no seas ingenua.
—Entonces, ¿es normal tener dudas?
—¿Eres la misma Paula de hace diez años?
—No.
—Entonces, ¿qué coño sabes sobre cómo será la Paula de dentro de otros diez? Quizá a esa Paula ya no le guste Ro, o…
—Eso es imposible… —lo interrumpió, convencida.
—Pues chica, yo no sé qué más necesitas para dejar de estar aquí comiéndote la cabeza y comiéndomela a mí.
—Es que yo pensaba que, cuando la encontrara, dejaría de tener miedo, que me quitaría este peso de encima, esta incomodidad del cuerpo de no tener seguridad sobre nada, ni siquiera sobre el amor…
—Paula, quien no tiene miedo es un inconsciente. Tu padre lo fue. No seas como tu padre. —La solemnidad de su tono y el gesto grave de su cara hizo que Paula soltara una carcajada—. Los temores que tienes no van a desparecer, siento ser yo quien te dé esta noticia. Solo van a ir transformándose con el tiempo.
—Ya me he dado cuenta. Qué bien —sonrió Paula con ironía.
—Es hermoso en el fondo, porque significa que importa. Mira, ahora te asusta no tener todo tan claro como esperabas y, cuando lo tengas cristalino, te asustarás por una amiga del gimnasio de la que tu novia no deja de hablar, y después será la decisión de vender tu casa para comprar una en común, y un día no podrás ni dormir a la espera de unos resultados médicos de tu mujer. Tener miedo es humano, cariño. Y muy valiente, aunque no te lo parezca.
Le colocó el pelo detrás de la oreja con ternura, dándole el consuelo que a su niña Paula tanta falta le hacía. No es fácil, a veces, crecer.
—¿Y qué tengo que hacer para convivir con el miedo, papá? Siento que me asfixia… —Apoyó la cara en la palma de su mano, con los ojos tristes.
—Hacer las paces con él.
—¿Y ya está? —Rio por la nariz, alucinada por aquella salida tan aparentemente sencilla.
—Si no puedes con el enemigo, únete a él. —Se encogió de hombros, terminó su cerveza de un trago y volvió a llamar al camarero para pedir otra ronda.
Paula se había quedado desarmada, agotada por tanto dicho y tanto escuchado, con demasiados conceptos nuevos en la cabeza por asentar. Sentía que había vivido engañada, en una pompa de cristal que la mantenía alejada de la realidad, que a veces es cruel y, casi siempre, incierta. Se vio ridícula en sus pretensiones, como si hubiera aspirado a algo incompatible con el hecho de vivir.
Pensó en su abuela, esa artista de las maniobras de distracción que le había contado solo una parte de la historia, la hermosa, la que era agradable de oír, en un intento por que su pequeña acogiera en su interior, tan enorme como era, la palabra esperanza, la misma que ella no tuvo en su juventud. Hizo el esfuerzo de imaginarlos, a sus abuelos, cuando ella no miraba. Las disputas idiotas por cosas insignificantes, los días en los que no se soportaban, los puntos de inflexión en los que daban ganas de mandarlo todo al carajo y continuar la vida cada uno por su lado, las decepciones que se habían provocado el uno al otro. ¿Habrían tenido dudas ellos también? Ahora que lo pensaba, seguramente.
Ya no era la niña que se dejaba deslumbrar por cuentos de piratas, era hora de dejar de idealizar la vida, que es sucia también, que no es de postal y que duele. Había llegado el momento de mirar, ya no con sus ojos, sino con los de Ro, tan atada a lo terrenal, del mismo modo en que lo hacía ella cuando era Paula quien se la llevaba a volar por las estrellas. Tenía que despertar de una vez, dejar de habitar en el plano de los sueños y pisar con firmeza el mundo real, donde también hay belleza en la miseria, en los pliegues oscuros que todos ocultamos y que quien tenemos enfrente abraza con serenidad, porque te acepta y te quiere hasta cuando no lo mereces.
Sus pensamientos la llevaron inmediatamente a Ro, a sus sombras de lodo, a su lado más penoso, a los aspectos tenebrosos de su personalidad, y sonrió, porque hasta eso había aprendido a amar de ella.
Se le encharcaron los ojos y se vio a sí misma allí sentada, con su padre observador que se mantenía en silencio, obsequiándola con un momento a solas para que se diera cuenta de que nada era para tanto. Se miró y se vio sola, sin ella, tonta de remate por estar pensando en un futuro imposible de planear en lugar de estar gozando con ella de un presente que se las prometía dulcísimas.
Miró a ese hombre sin hogar, devastado en su interior, y fue consciente, por primera vez de verdad, de lo malditamente afortunada que era. Ella todavía tenía la oportunidad de correr hacia su amor, de pegarse a su costado y dejar que la presencia de su camarera hiciera trascendente su pobre existencia. Aún tenía el poder de quererla y dejarse querer por ella, pues seguía sosteniendo en sus manos su corazón de cemento, ya resquebrajado, a la espera del golpe final que deshiciera, de una vez, los últimos terrones para volverlo ligero.
Se levantó de un salto de su silla, rodeó la mesa y abrazó a su padre, que, sin palabras, ya sabía lo que su hija se disponía a hacer. Se le atascó la emoción en el pecho cuando reconoció en Paula esa determinación en su mirada, esa ferocidad indómita de quien va a encontrarse con su destino, conocedor como era de que el destino tiene a veces nombre de mujer.
—Pago yo, ¿no?
—Son cosas que hace un padre por una hija. —Le dio un beso que duró seis veranos y se incorporó en toda su altura, asustada pero radiante.
—No te dejes nada, Pau. —La aludida se palmeó los bolsillos y escaneó la mesa, comprobando que lo llevara todo antes de abandonar el bar.
—Ya te contaré, papi. ¡Nos vemos!
—¡A ver cuándo me la presentas!
—¡Si no he llegado tarde, te la presentaré la semana que viene!
—¡Casi nunca se llega tarde al amor! —Sonrió con dulzura y se percató de que una mujer le estaba echando una mala mirada—. Déjese llevar un poco por el romanticismo, señora —le espetó, más feliz que en mucho tiempo.
Paula se perdió por la primera esquina y apuró el paso. Pensó en buscar un taxi, pero estaba convencida de que tardaría menos si iba corriendo. Y eso hizo: cardio como para una semana.
Quince minutos después, cruzó la avenida que llevaba hasta el portal de Ro y por poco no se la lleva un coche por delante al saltarse el semáforo. El amor no podía esperar más. Alcanzó la acera, sudorosa y resuelta, pero, justo cuando estaba a punto de llegar a su bloque de pisos, vio a su camarera, que volvía del parque con Conan. El perro, nada más verla, empezó a tirar de la correa y a menear el rabo como un loco, desesperado por ir a saludarla. Paula sonrió. Lo tenía en el bote. Al echar un vistazo a su chica, se preguntó si también la tendría a ella, pero su mirada neutra no le dio ninguna pista.
Cogió aire y lo soltó lentamente mientras caminaba los últimos metros hasta ella. Se le plantó delante con los ojos abiertos y la garganta seca, sin saber por dónde empezar. Tenía tanto que decirle… Agachó un segundo la mirada con un asentimiento risueño, pues acababa de comprender las palabras de su padre. «No te dejes nada». Volvió a levantar los ojos hacia Ro, que esperaba sin cambiar el gesto impasible de su rostro. No, no pensaba dejarse nada.
—¿Qué haces aquí, Pau?
Ay me desespera pensar que tengo que esperar una semana para la charla de ellas, ay!
Esto no se hace. Y que hago yo ahora hasta el viernes que viene ehh!! Que hago!!!
El viernes que viene esta muy lejos 😥, Cris #pidotregua 🏳
🤣
Pero cómo lo vas a dejar así? qué hago yo ahora con la intriga durante toda una semana?
Necesito que sea viernes otra vez
Noooo menudo cliffhanger, ha ha. Can’t wait a leer este encuentro. Y q bonita esta charla padre e hija. Q crack, Cris, cuánto talento!!!
Muy muy muy fan de Jacinto y de la charla padre – hija que han tenido.
Con muchas de leer la conversación entre Paula y Ro me encuentro que hace ya varios días que tienen una conversación cara cara y está tiene pinta que será interesante.