El descanso del minotauro
28
—¡QUE EL RITMO NO PARE, NO PARE, NO! ¡QUE EL RITMO NO PARE, NO PARE!
Paula se desgañitaba, gin-tonic en mano, entre una marabunta de gente sudorosa y caliente. Luces rojas, azules, flashes cegadores, la oscuridad latente arañada cada poco por destellos coloridos y mucha piel al descubierto. Se ondeaba su cuerpo entre la multitud, oscilando con los brazos elevados en el aire, arrastrada sin remedio en un baile grupal y sincronizado, haciendo que su cuerpo se moviera de lado a lado como una caña de bambú a merced del viento.
Laura se bamboleaba junto a ella, con una sonrisa gigante y la sensación del trabajo bien hecho. Paula había empezado la noche más bien taciturna y distraída, pero a medida que el veneno de serpiente que le inoculaba el alcohol iba haciendo mella en su consciencia, había ido dejando salir un torbellino de frases inconexas que le llevaban taponando el aire de los pulmones desde hacía demasiados días. A base de ir despejando la neblina negra de su interior con cada sentencia que salía de su boca, este se le mostraba ahora diáfano, y no había cosa que a Laura le gustara más que ver a su amiga completamente desinhibida.
—¡El amor es hermoso, Lau! —le gritó al oído cuando fueron a pedirse otra copa.
—¡Algo de eso me habían contado, sí!
—¡Aunque también escuece en alguna parte, y yo eso no lo sabía!
—¡Pero el alcohol cura las heridas, hermana! —Tomó su vodka y brindó con ella—. ¡Por el Betadine del alma!
—¡Amén!
Transpiraba la escritora que daba gloria verla y se dejaba enredar en los bailes primitivos de la gente que la rodeaba. Era una chica atractiva, y aquel aire salvaje y apocalíptico de mujer que vive como si fuera su último día sobre la Tierra, hacía que su figura contundente e incontestable llamara la atención de su entorno. Pero ella no estaba para nadie, Paula simplemente se dejaba llevar por el ritmo, ritmo de la noche, sin pensar en nada y, por mucho que se esforzara, sin poder evitar pensar en alguien.
Echó de menos a su camarera bailonga, su culito respingón encendiendo un infierno bajo su ombligo, sus manos traviesas y la sonrisa llena de promesas que siempre se hacían realidad cuando atravesaban la puerta del piso de alguna de las dos.
—¡La voy a llamarrr! —Fue a sacar el teléfono de su bolso diminuto, pero las garras de Laura detuvieron sus intenciones.
—¡Las colegas no dejan que sus amigas cojan el móvil cuando están borrachas, Pau! ¡Es de primero de amistad! ¡Trae pa’cá!
—¡Somos de quien nos acordamos cuando estamos de fiesta, y yo soy total y absolutamente de Rrrro! —dijo a duras penas, con los ojos entornados—. ¡Me tiene en sus manos!
—¡¿Entonces por qué llevas toda la noche ahogando penas en ginebra?!
—¡Porque las penas con rumba son menos penas, morena! —Empezó a reírse como una desquiciada por su ocurrencia, y se colgó con un brazo de los hombros de Laura.
—¡No entiendo que estés de bajón estando enamorada! ¡Esto era lo último que me esperaba de ti! —Se carcajeó, adaptándose al tono divertido de la escritora, la cual se puso seria de repente.
—Me estoy enamorando —murmuró abstraída, como si acabara de ser consciente.
—¡¿Qué?! —La actriz, con el volumen elevado de la música, no se enteraba de nada.
—¡Que me estoy enamorando!
Laura la cogió de los hombros y la zarandeó para poner de relieve las palabras que acababa de decir. La sonrisa fue creciendo en el rostro de Paula hasta achinarle los ojos por completo y mostrar la hilera perfecta de sus dientes. Se giró y agarró a la primera chica que vio.
—¡Que estoy enamorada, señora!
—¡Me alegro mucho por ti y por tu novio!
—¡Novia! ¡No—via! ¡Di no a la heteronormaviti… heteronormila… tividad! ¡Hetero… norma… tividad! ¡Eso!
La muchacha solo acertó a reír y Paula se quedó mirando un punto indefinido del local mientras asimilaba la situación. Se estaba enamorando, enamorando de verdad. ¡De verdad! Había sucedido tan poco a poco que hasta ese preciso momento no había reparado en que estaba metida hasta el cuello. Ella, que siempre se jactaba de mirarlo todo con gran angular, se había ido a perder el momento exacto en el que había dejado de caminar por el sendero arenoso de la vida para meterse en la selva encantada del amor. De ese amor.
Agitó la cabeza, sacando esa idea de su mente, pues no era así como había ocurrido con Ro. No había un paso que dividiera la tierra yerma del césped, sino que el suelo, poco a poco, se había ido salpicando de rodales de hierba aquí y allá. Una no lo notaba si no se fijaba, y ella no lo había hecho, más centrada su atención en el hoyuelo que le salía a Ro cuando sonreía de verdad y en los giros azulados que tomaba su pelo con el sol. Se había obnubilado tanto con sus gestos, con el tacto cálido de sus dedos entre los suyos, que los brotes verdes habían cubierto todo el terreno que pisaba sin notarlo, convirtiendo en amable cada pisada y curando sin pretenderlo todas las heridas que dejaban en los pies las inclemencias del camino solitario y lleno de las trampas que pone la falsa nostalgia por lo que no se tiene.
Ahora, observándose de cerca, se daba cuenta de dónde estaba, pues la vegetación era frondosa y tenía que ir apartando helechos y ramas húmedas a su paso. El aire olía a todo lo que le gustaba, olía a Ro, sobre todo, y brillaban luces misteriosas a su alrededor. Luces de discoteca.
—¡Que te has empanado, hermana! —Laura le dio un cogotazo risueño y la sacó de sus pensamientos.
—¡¿Tú tienes un cuchillo jamonero en tu casa?!
—¡¿Qué clase de pregunta es esa, Paula?! ¡Mira, a mí no me asustes!
—¡Yo no soy el rey Arturo, ¿sabes?! ¡Yo no tengo una espada legendaria, ni siquiera sé dónde está la espada de mi comunión! —Abrió los ojos de golpe y sus labios formaron una o perfecta—. ¡A lo mejor me vale la de la comunión! ¡Voy a llamar a mi madre! —Fue a buscar de nuevo su teléfono, pero Laura se lo impidió.
—¡Que no vas a llamar a nadie a las cuatro de la mañana, loca! ¡¿Para qué coño quieres ahora la espada de la comunión?! —La pobre Laura no sabía si reír o llorar.
—¡Para matar al minotauro! —Frunció la cara en un gesto de fiereza que a su amiga le pareció más tierno que otra cosa—. ¡Lo… lo voy a coger y lo voy a matar, así!
Empezó a hacer movimientos de espadachín pasado de copas, y Laura dejó que hiciera el ridículo un rato. Hay que cuidar a las amigas cuando se emborrachan, de acuerdo, pero también hay que saber disfrutar de esos momentos.
—¡YAS! —Tras un salto ninja, volvió a ponerse a su lado—. ¡Tengo que terminar con él, por mí, que estoy harrrta ya, pero también por ella, ¿entiendes?! ¡Ro se lo merece, se merece un Teseo forzudo y aniquilador! —Mordió la lengua con los dientes y sacó bola con ambos bíceps, provocando que media copa se vertiera por el suelo.
—¡Con la espada de la comunión, ¿no?! —Se carcajeó Laura al imaginar la estampa, echando la cabeza hacia atrás.
—¡O con un cuchillo jamonero! ¡Esa camarera se merece to, se merece to, se merece to!
Se olvidó por un momento de sus ansias destructoras y se dejó contagiar por el bajo del reguetón. Laura rio por la nariz. Al menos había dejado de pensar en armas blancas para destruir una estatua de granito. Algo era algo.
***
Cuando Paula despertó, no sabía ni dónde estaba ni en qué año estelar se encontraba. Abrió los ojos lentamente para no cegarse con la escasa luz que entraba entre las cortinas, y lo primero que vio al enfocar la visión fue al minotauro. ¡¿QUÉ?! Se incorporó de un salto, poniéndose en guardia y cogiendo como arma letal la lámpara de la mesita. Cuando reconoció la estancia, soltó todo el aire de sus pulmones y comenzó a reír entre dientes por su estupidez.
Estaba en la mansión, en su habitación de siempre, coronada por el tapiz del minotauro. Dejó la lámpara en el suelo y se acomodó en la cama, tapándose la cabeza con la almohada.
—¿Qué coño hago aquí? —gruñó, molesta con cualquier sonido propio y ajeno. Le iba a estallar la cabeza.
El ruido de la vibración del teléfono evitó que volviera a dormirse, y menos mal. Tenía un montón de mensajes de Ro y una llamada entrante. Al coger el móvil, vio que era la una del mediodía. Volvió a incorporarse, asustada, y necesitó de toda su concentración para no dejar caer el aparato, que volaba de mano a mano por los nervios. Finalmente lo atrapó al vuelo y descolgó lo más rápidamente que pudo.
—¡Ro!
—Vale, estás viva, ya me quedo más tranquila. Adiós.
—¡NO! ¡No cuelgues, por favor!Chsss. —Bajó ella misma el volumen de su voz.
—¿Tienes resaca?
—Un montón. —Lloriqueó y volvió a dejarse caer contra el colchón.
—¡HA LLEGADO EL AFILADOR A SU DOMICILIOOOOOOO! —Ro gritaba y a Paula casi se le sale el cerebro del cráneo, espantado por ese ruido demoníaco que seguía sonando demasiado fuerte a pesar de haberse alejado el teléfono de la oreja todo lo que le daba de sí el brazo.
—No seas mala, por favor te lo pido, me quiero morir…
—Podrías haberme escrito, Pau… Ni siquiera has venido a dormir…
Cuando apreció la tristeza en sus palabras, se dio cuenta de lo mucho que la había cagado, pero, teniendo en cuenta que no sabía a ciencia cierta cómo había ido a parar a la casa familiar, mucho menos creía que hubiera sido capaz siquiera de desbloquear el móvil para avisarla.
—Perdóname, Ro, lo siento, no me acuerdo de nada… Lo último que recuerdo fue que quise llamarte, pero Laura no me dejó porque ya iba muy pasada de rosca.
—¿Para qué querías llamarme?
—Para decirte que te quiero y que te echaba de menos…
Un suspiro al otro lado y un alivio que le llegó atravesando la ventana. No hacía más que preocupar a Ro con sus acciones, con sus silencios, con su manera extraña de desaparecer en sus pensamientos cuando estaba con ella. Tenía que dejar de hacer eso, debía parar de darle disgustos y empezar a darle certezas.
—¿Dónde… dónde estás? —La pregunta fue hecha en voz tan baja que a Paula le costó oírla.
—En la mansión.
—Espero que no hayas cogido el coche, porque si no, vamos a tener un problema muy gordo tú y yo. A mi lado, el minotauro te va a parecer un cachorro.
—No, creo que Laura me metió en un taxi y yo debí darle esta dirección en lugar de la de casa.
—Así me gusta. Oye, Pau…
Se sentó en el borde de la cama. No le gustó en absoluto cómo habían sonado esas palabras.
—Dime.
—Que… que creo que ya puedo volver a mi piso, he pasado esta mañana y apenas huele a pintura.
—Vale, eh… —Se frotó la frente con los dedos, intentando pensar más rápido—. Dame una hora y estoy en casa para ayudarte a…
—No, tranquila, si solo es una maleta. Quédate allí.
—De eso nada, Ro. Me doy una ducha y le pido a Manoli que me acerque en un momento.
—No te estoy pidiendo opinión, Paula, te estoy diciendo que no hace falta. Ya lo tengo todo listo y que creo que te vendrá bien quedarte allí unos días. Por algo has ido a dormir allí en vez de aquí conmigo, digo yo.
—Yo solo…
—Lo sé. No estoy enfadada, ni molesta, cariño. Tienes mucho en lo que pensar, mucho que valorar y yo lo único que hago es entorpecer.
—Ro…
—Paula —la cortó—, yo también necesito que aclares tus ideas, porque este sinvivir me va a provocar una úlcera al final. —Intentó reír y le salió regular.
—Yo te quiero, Ro…
—Lo sé… Y yo también te quiero, Pau, pero tienes que averiguar si… si este amor es suficiente para ti, y eso solo puedes descubrirlo tú, allí, en tu laberinto.
—¿Por qué parece que estamos rompiendo? —susurró en un hilo de voz.
—No estamos rompiendo, pero… Entiéndeme, yo no soy la que tiene miedo, pero me lo estás contagiando y no he pegado ojo en toda la noche pensando que… —Tuvo que dejar de hablar, pues la angustia contenida le estaba atenazando la garganta.
—Ro, no me he acostado con nadie.
—Ya lo sé, imbécil. Eso es lo que menos me preocupa. —Sorbió mocos y se esforzó en respirar—. Tómate unos días y piensa bien lo que quieres y lo que esperas de la vida, del amor. Yo te estaré esperando con la madeja en las manos, te lo prometo.
—Ro… —Se le aguaron los ojos y se deshizo en llanto.
—Eh, Pau, escúchame. Pase lo que pase y tomes la decisión que tomes, yo voy a estar aquí, ¿vale?
—Vale…
—Te quiero mucho, Paula. Cuando entres, quiero que lo tengas presente. Quizá esa sea una de las armas que necesitas para destruirlo.
—¿Tú crees?
—He aprendido mucho de tu manera de ver el mundo en estos meses, así que, pensando como tú lo haces, he llegado a la conclusión de que el miedo al amor se mata con amor, ¿no te parece?
Paula se quedó en silencio, mareada por el golpe seco con que aquella sentencia había hecho tambalear su cuerpo entero.
—Sí, tiene sentido. Necesito abrazarte, y que me beses…
—Pronto, ya lo verás. Yo confío en ti, empieza a hacerlo tú también. Y ya sabes, nena, para lo que necesites, tira del hilo, que yo estaré ahí para traerte de vuelta.
—Eres la mejor…
—Ojalá. —Ro tragó saliva, no quería despedirse, pero tenía que hacerlo—. ¿Vamos hablando?
—Vamos hablando. Te quiero, Ro.
—Te quiero, Pau.
El tono del final de la llamada le sonó como el pitido último y prolongado de un corazón monitorizado que ha dejado de latir. Se dejó llorar durante un tiempo indefinido, asqueada consigo misma por provocar esa inseguridad en su chica.
Se levantó por fin y fue directa a la ducha. Desnuda, delante del espejo del baño, comprobó que parecía un panda, con todo el rímel corrido por la jarana nocturna y las lágrimas de hacía un momento. Tenía la lengua negra del Jägger maldito y reparador con el que había conseguido lo que pretendía: apagar el interruptor de la conciencia. Esta, mucho más iluminada cuando no era ella quien la controlaba, la había llevado hasta el lugar donde habitaba el problema y también la solución. Se dejó limpiar por el agua tibia, rezando por que al final valiera la pena tanta pena como estaba causando.
Cuando bajó al piso inferior, se encontró a Manoli en la cocina, danzando entre los fogones.
—Buenos días, Manolita. —Se acercó a ella y dejó un beso en su mejilla.
—Buenos días, excursionista. ¿Cómo te has levantado? —Sonrió con cariño y acarició su mejilla con una mano. Paula se recostó sobre su palma, necesitada de calor humano.
—Fatal, gracias. Creo que quiero ibuprofeno para comer y para merendar, no hace falta que cocines nada.
—La sopa te va a sentar bien al estómago, que vaya nochecita que me has dado… —La miró con los ojos entornados de rencor. Paula se quedó estática a su lado, sin saber si preguntar.
—No me acuerdo de nada…
—Armaste tal jaleo en la cocina que me despertaste. Pensaba que habían entrado a robar hasta que te vi por la ventana, haciendo eses de camino al laberinto con una sartén en cada mano.
—¡Qué dices! —Se tapó la cara, muerta de vergüenza.
—Balbuceabas algo sobre matar a alguien y no dejabas de repetir que la querías. «La quiero, la quiero, te voy a matar, la quiero, te mato…». Y así hasta que fui capaz de traerte a la casa y meterte en la cama.
—No te rías, Manoli, por favor, qué bochorno…
—Fue muy surrealista, pero viviendo aquí ya no me sorprende nada.
—Estoy pasando por un… momento complicado, digamos.
—Ya lo veo. ¿Va a venir Conan esta tarde? —preguntó con los ojos brillantes. Amaba al perro de Ro.
—No, este fin de semana no van a venir. Es una escapada en solitario.
—Paula… —Se asustó la mujer ante el tono apesadumbrado de la joven.
—No, tranquila, todo está bien, más o menos. Necesito unos días para aclarar mi cabeza.
—Bueno, no te angusties, a veces hay que dar un paso atrás para coger carrerilla. —Le sonrió con cierta compasión y continuó preparando la comida.
***
Deslizaba los dedos por los lomos de los libros de la biblioteca familiar, paseando sin prisa y sin rumbo por los altos pasillos de estanterías llenos de aventuras leídas y por leer, de historias que no sucedían hasta el momento en el que una persona, quien fuera, las elegía de entre todas dándoles, así, vida. Le gustaba imaginar a los personajes encerrados entre las páginas, ensayando sus frases, dejando pasar las horas muertas, los días, los años, fumando y tomado café en una sala de espera, aguardando el momento en el que tuvieran que ponerse en marcha para una nueva función.
¡Qué dura debía de ser la vida de un personaje de ficción! A pesar de eso, le reconfortaba pensar que, una vez terminado un libro, quedaba siempre una parte de él guardada en un rincón de la memoria, viviendo así tanto como quien lo lee, hasta que alguien toma ese relevo, como una cadena que no termina nunca y que consigue que las historias eviten la muerte que solo pertenece al olvido.
¿Le pasaría eso a sus libros cuando transcurrieran suficientes años? ¿Morirían por falta de ojos puestos sobre sus palabras impresas, desapareciendo, de alguna forma, ella misma? ¿Y sus personajes, qué sería de ellos?
Dejaba su mente vagar por esos pensamientos inofensivos mientras la tarde avanzaba lenta al otro lado de los muros. Resopló, pegada a la ventana que daba al jardín trasero, observando cómo su respiración pintaba el cristal de vaho, distorsionando la visión del laberinto, a lo lejos. No se había atrevido a salir de la casa en todo el día, buscando reunir el coraje necesario para ponerse a sí misma bajo la lupa.
Una notificación en el teléfono y una foto del piso de Ro, donde había vuelto a instalarse. Cerró los ojos. No era así como su camarera tenía que haber abandonado su apartamento, a hurtadillas y sin ella. Debía haberla acompañado, haberle confesado que le apenaba que se marchara, que dejara de estar diariamente en su órbita gravitacional. Pero también era consciente de que tenía mucho en lo que pensar, mucho que debatir consigo misma, mucha conversación interna y mucha pelea por delante. Con Ro pululando a su alrededor no se concentraba, no ponía en perspectiva la situación, pues la felicidad que le provocaba su presencia no hacía sino desbaratar todas sus sombras.
Hasta en eso había tenido razón su camarera.
Pero Paula no quería seguir escondiendo la basura debajo de la alfombra, no quería acostumbrarse a que el problema desapareciese cuando la tenía cerca. Ya era hora de volver a mirar de frente al miedo y analizarlo a conciencia para demostrarse cuánto habían cambiado ambos; para convencerse de que ya no existían en sus pezuñas los temores primitivos, pues se había desprendido de ellos a base de amor, de un buen amor; para ver con sus propios ojos de qué estaban hechos los nuevos, pues solo conociendo al enemigo sería capaz de derrotarlo.
Hasta ahí había llegado el estúpido juego de espiarlo a escondidas, se acabó. No le importaba llevarse algún zarpazo si con eso conseguía encontrarle un punto débil.
—Te pasas la vida buscando el amor y, cuando lo encuentras, te cagas. Eres una jodida vergüenza. ¿Qué pensaría la nana de ti? Farsante…
Iba mascullando la rabia entre dientes mientras salía de la mansión, añorando el abrazo, el consuelo de alguien que ya no estaba. Se quitó las lágrimas a manotazos, llorando como una niña todo lo que no había llorado desde la muerte de su abuela, pues jamás la había echado tanto de menos como entonces. Necesitaba sus palabras tranquilizadoras, su tono de voz grave y lleno de sabiduría, un truco de ilusionismo de los suyos, el as debajo de la manga que siempre guardaba para ella.
Pisó el césped del jardín sabiendo que no lo hallaría, que estaba sola ante el desplome a cámara lenta de su corazón sin encofrar.
Dirigió sus pasos hacia el laberinto, decidida a buscar respuestas desde el centro mismo del problema, mirándose dentro, que era donde residían en realidad todas sus inquietudes. En él pensaba mejor, se conocía mejor, se veía mejor, por eso Ro la había animado a quedarse allí. Escuchó a lo lejos la voz de Manoli, que la llamaba, y respondió con un «ahora vengo» que el ama de llaves se tomó como un «volveré, pero no sé cuándo, ni cómo».
Se envalentonó cuando traspasó los setos de la entrada: tenía que quitarse, al menos, una de las cien dudas que la consumían. En lugar de iniciar el camino de siempre, se lanzó sin reservas hacia lo incierto, tomando la dirección que no era la marcada en su memoria. Anduvo por pasillos de maleza que no conocía, se encontró en más de una ocasión con un callejón sin salida, y se negó a caminar por donde sabía que llegaría al centro. Si en su vida ya no había senderos correctos e incorrectos, en el laberinto de su alma tampoco.
Tras media hora de paseo infructuoso, se detuvo en seco y se sentó en mitad de un pasillo inhóspito, con la respiración farragosa y unas terribles ganas de llorar. Escuchó a lo lejos el canturreo de su abuela y agitó la cabeza, desconcertada, pues estaba convencida de que en esa parte del laberinto no existía la magia. Sin embargo, sí que podía oír a su nana invisible. Levantó la mirada triste de su regazo y observó el entorno con sus ojos soñadores de siempre.
Que no fuera el recorrido acostumbrado no quitaba que siguiera siendo su laberinto, y allí olía siempre a tierra mojada, a verano. Olfateó y ahí estaba, ese aroma tan característico. Afinó la vista y pudo apreciar que sí, que el tiempo estaba detenido en ese pedazo del mundo, que el aire no se movía y que el sol marcaba puntitos luminosos por doquier. Notó el movimiento de las ramas en su espalda, que la urgían a levantarse de ahí y continuar caminando.
Daba igual la vía que se tomara: en el amor siempre siempre había magia, solo era necesario saber mirar para verla. Y Paula sabía mejor que nadie.
No siguió la melodía de la caja de música como otras veces, sino que caminó por cada zona inexplorada que, en otra tesitura, no habría recorrido jamás. Crujían sus zapatillas sobre la tierra y deambuló sin rumbo por los pasillos enrevesados de su interior.
Dobló una esquina, tiempo después, y allí la vio, inesperada, la espalda musculosa del minotauro, que observaba impasible la caída del sol. A Paula se le aceleró la respiración, con el pecho arriba y abajo, sorprendida por su hazaña, estupefacta por haber logrado llegar allí por el lado que, a priori, no era.
Intentó controlar la respiración para no alertar de su presencia al minotauro y así poder asimilar la realidad innegable que había borrado de un plumazo todas las tribulaciones que la habían acompañado desde que, siendo una niña, había descubierto que existía una cosa que se llamaba amor. Lo había encontrado, claro que sí, ya no podía embargarle el temor de morir sin vivirlo, podía irse de este mundo de locos en paz, pues había albergado en su cuerpo mortal ese sentimiento que tantas noches en vela le había causado.
No había llegado a él por el sendero marcado, era cierto, pero ahí estaba, no importaba cómo, viéndole a su miedo las costuras que escondía donde nunca se había parado a mirar. Sonrió.
—A veces los laberintos tienen dos caminos correctos, ¿no es así?
El minotauro bufó, pero no se movió mientras Paula lo rodeaba hasta ponerse delante de él.
Pensaba que ya te habías dado cuenta.
Paula sonrió y asintió lentamente.
—Tenía que comprobarlo.
Se sentó en el suelo con las piernas estiradas y las manos apoyadas en la arena sin quitar los ojos del animal que se erguía en su pedestal. Acababa de demostrarse que no hay una sola forma de obtener lo que una anhela, y eso le dio la esperanza que andaba necesitando.
El minotauro aceptó su pequeña derrota, pero enseguida volvió a sonreír socarronamente, retirando del tablero los miedos vencidos y adelantando las tropas que tenía escondidas en la retaguardia, hechas de temores que Paula nunca creyó que fuera a sentir. La inquietud que no cesa, la incertidumbre eterna, la seguridad inalcanzable que ella pensaba que la envolvería cuando la encontrara, a ella, a su amor.
La escritora levantó la barbilla y lo miró directamente a los ojos con fiereza. Se marchaba del laberinto herida de dudas nuevas, pero satisfecha con una batalla que ella consideraba haber ganado.
😲 cómo lo hace? Cada capítulo me impresiona y me sorprende, los personajes han crecido más rápido de lo que esperaba… Chapó Señora Escritora!
Confío en Pau, al amor siempre gana
Esto es una obra de arte y cada capítulo nuevo lo demuestra.
Que fantasía de capítulo Cris cada día más te beso el cerebro hija.
no me asusten 🙁 que Pau busque a Ro porfiii
La referencia a Benito siempre presente 😉😉😉
Miedos y dudas siempre habrán lo importante es hacer les frente y que no te detengan
Me ha gustado mucho el capítulo.
Muchas gracias Cris 😘😘