El descanso del minotauro
23
—¿Ya estás robando, niña? —llamó su atención Lola, saliendo de la cocina con un trapo en las manos. La había pillado con las manos en la masa.
—Joder, qué susto. —Ro se llevó una mano al pecho y la otra mantuvo el libro que sostenía en el aire, a medio camino de la estantería donde iba a dejarlo—. No es robo, es préstamo. ¿Puedo coger el siguiente?
Lola se acercó a ella, le quitó el libro y miró la portada. Su sonrisa se ensanchó al reconocer la primera novela de Paula.
—¿Tú no decías que no te gustaba leer?
—Y no me gusta, pero hay libros, y libros.
—La niña tiene un don, ¿a que sí?
—Cuando la conoces, mejora. Al principio, solo me echaba las manos a la cabeza con tanta exaltación.
—Tiene la personalidad sin descafeinar, creo que es lo que hace que consiga expresarse como lo hace.
—Es una ingenua. —Negó con la cabeza, rascándose la nuca.
—Qué suerte tiene.
—Ojalá hubiera podido serlo yo alguna vez.
—Las circunstancias de cada una nos hacen ser de tal o cual manera. Tú has vivido demasiado, y ella demasiado poco. Siente como sienten los niños.
—Está aún sin terminar de cocer.
—Un hervor sí que le falta. —Ambas soltaron una risotada y se miraron cómplices—. Pero te hace plantearte si las cosas son tan complicadas como parecen.
—¡Pero si ella es la complicación hecha persona!
—¿Tú crees?
Ro suspiró, llena de un sentimiento que no sabía etiquetar: orgullo, cariño, añoranza. Desde que había terminado el libro, necesitaba verla. Y Paula, como llamada por pura obra de brujería, traspasó la puerta en ese momento. En cuanto la tuvo enfrente, se le hizo el cuerpo gaseoso, dejó atrás la carne y el espíritu se le hizo ligero.
Miró a Lola por el rabillo del ojo, que saludó a la escritora y volvió a la cocina, y la maldijo internamente con una sonrisa. Maldita vieja, siempre tenía razón. Porque sí, aunque Paula fuera la persona más compleja que nunca hubiera conocido, aunque tuviera el mundo interior más rico en matices que creyera posible, a ella la simplificaba. A ella y a sus circunstancias. Le despejaba la equis de la ecuación y todo quedaba en una suma sencilla: una más una. ¿El resto? Confeti.
Paula, desconcertada por la intensa mirada de Ro, se giró, pensando que otra persona era la verdadera receptora de ese escaneo demoledor, pero no había nadie a su espalda.
—¿Tengo un moco? —le preguntó, inquieta, pasando la mano por su nariz y mirándosela para comprobar que no había nada.
—Tienes cara de moco. —Le chorreó la sonrisa por la cara y sintió su peso desaparecer.
—Y tú tienes cara de haber visto un fantasma. ¿Estás bien? —Se acercó a ella y se subió al taburete para dejar un beso en su mejilla. Ro no lo permitió, la cogió de la pechera y estrelló los labios en los suyos.
—Ahora mucho mejor. —Le guiñó un ojo y la soltó.
—¿Aquí, delante de todo el mundo, en tu puesto de trabajo?
—Anoche me terminé tu libro y te odio por el final, pero te adoro por escribir tan bonito.
—Te has dado cuenta de que soy una escritora increíble y ahora me quieres cazar, entiendo… —La miró con suspicacia y negó con la cabeza.
—¿No te vas a dejar cazar?
—No.
—La Paula romántica estaría buscando salón para el convite de la boda.
—La Paula romántica 2.0 no tiene prisa y ha descubierto un amor increíble: el propio. No, gracias.
—Dios, qué cara de Teseo se te está poniendo. —Se mordió el labio, excitada por lo poderosa que le parecía Paula de repente.
—Es un poco turbio esto que me dices, pero es poético. Te lo compro.
—¿Quieres un café?
—Con tostadas, por favor.
Ro, dando saltitos, se asomó a la cocina para pedir la comida y se dirigió a la cafetera. La leche estaba a la temperatura óptima, el clima era el idóneo y los astros se habían alineado. No sabría deciros. El caso es que el corazón que dibujó en el café de Paula con la espuma tenía ciertamente forma de corazón. Se llevó las manos a la boca y se volteó hacia Paula, que la miraba con una sonrisa y el ceño fruncido, intentando comprender de dónde venía tanta emoción.
Agitó la cabeza para serenarse, colocó la taza en su plato y, con manos temblorosas, la llevó hasta la barra, donde la escritora miró el contenido y abrió la boca y los ojos a todo lo que daban.
—¡Ro, es un corazón! —Estiró la mano y Ro se la chocó.
—¡Toma! —Apretó el puño en señal de victoria e hizo un baile ridículo.
—¿Eso significa que ya tengo tu corazón?
—No, eso significa que he descubierto que tengo uno y que a veces palpita por ti, bebé —dijo en tono rimbombante, bromeando. O no—. Joder, qué ilusión, llevo intentándolo un montón de tiempo.
—Tienes un corazón precioso, Ro —le dijo con toda la intención. La camarera dejó los pequeños aplausos que estaba dando y bajó los brazos.
—Es un poco pequeño y tiene una forma extraña aquí. —Señaló una zona del dibujo con un encogimiento de hombros y las mejillas coloradas.
—Me encanta, es muy tú.
Ro no supo qué decir y la observó llevarse la taza a la boca sin desbaratar la espuma con la cucharilla, como hacía siempre.
—Odias la espuma.
—No voy a deshacer tu corazón después de que hayas conseguido enseñármelo. —Levantó las cejas como si estuviera diciendo algo que no estaba diciendo.
—Cursi —sonrió sin querer.
—Te ha gustado —la picó la escritora.
—Me das diabetes, Pau.
—Pero luego te quejas si te faltan mis cursilerías.
—No me quejo.
—No hace falta, guapa, se te nota hasta en los andares. —Ro la observó con un latido detenido—. No me mires así. Ya te voy conociendo, no es tan profundo.
—Pensaba que disimulaba mejor.
—Te sale una arruga entre las cejas cuando te enfurruñas, y aprietas los dientes mientras sonríes para no arrancarme la cabeza de un mordisco.
La morena tragó saliva, se echó el pelo hacia atrás y recuperó la compostura. Afortunadamente, una chica la llamó desde una mesa y salió de allí para atenderla mientras Paula sacaba el móvil y se ponía a leer las noticias del día. La escrutaba mientras iba y venía, más atenta a sus pensamientos que a los pedidos que le hacían.
Paula a veces parecía distraída, medio en las nubes, pero el hecho de que se hubiera fijado en ella, que fuera capaz de describir a la perfección sus tics y manías, sus muecas de disgusto, el aire triste que solo una mirada experta sería capaz de apreciar, le llenó el alma. Nunca nadie le había prestado esa atención, ningún ser humano había sido capaz de descuartizar sus maneras y sus actitudes hasta simplificarlas en un par de gestos evidentes para cualquiera. Pero no, no lo eran para cualquiera.
Ro no sabía lo que era que la conocieran como te conoce una madre, que sabe que algo te pasa con solo mirarte. Ro no tenía ni idea de lo que era sentirse fundamental, en el top para alguien. Pero Paula había adivinado que le molestaba cuando dejaba de parecerse a la Paula absurda y ridícula que conoció, la que se cambió de mesa para poder mirarla, la que se ponía de pie junto a la barandilla de la balconada del piso alto, con su sonrisa estúpida, para no perderse sus bailes entre las mesas.
A través de esa observación de sus pequeños intercambios con los clientes, de sus frustraciones en los malos días, de sus risas estentóreas en los buenos, había llegado a conocerla mejor de lo que creía. Dejó de sentirse, gracias a la escritora, con esos pequeños detalles de nada, invisible.
Se paró un momento a coger aire, poco acostumbrada a que la vieran. Había pasado toda su vida en el anonimato, a veces cruel, y no sabía cómo tenía que comportarse cuando había quien la estaba mirando todo el tiempo. Se observó la ropa, las manos; se arregló el pelo tras las orejas e intentó domesticar su flequillo; se examinó en el espejo que había tras la barra, tapado a medias por las botellas de licor, y comprobó que todo estuviera en su sitio. ¿Cómo se vivía siendo valiosa para alguien, siendo una persona susceptible de ser contemplada para algo más que, simplemente, colocarla en el campo visual?
Se miró dentro, pues era donde Paula realmente siempre dejaba posados los ojos. Había una llanura inmensa, con montañas a lo lejos, muy lejos, y algún que otro árbol aquí y allá. Era un terreno árido, cuarteado por la sequía, miserable y solitario. De vez en cuando pasaba un águila lejana, se escuchaba el siseo de las cigarras inofensivas. Le gustaba. Era calmo, silencioso, lleno de paz. Le encantaba tenderse en la tierra y dejar que los rayos del sol crepitaran en su piel, calentándola antes de que llegara la noche, pues tenía que admitir que eran más bien frías, y la luna, que no abriga, no le daba ningún consuelo, excepto el del increíble espectáculo que era verla tan gigante que parecía que, si se ponía a caminar, podría alcanzarla.
Pero ella siempre se quedaba allí sentada. A veces se escondía a la sombra del árbol más próximo, cogía piedras y jugaba a lanzarlas lo más lejos posible, y si tenía la suerte de que pasara un matojo rodante, corría tras él durante un rato, jugaba a su alrededor y luego lo dejaba ir. No quería alejarse demasiado del sitio donde solía estar, a pesar de que, mirara donde mirara, todo el paisaje era idéntico. Pero ese lugar, que no se diferenciaba de ningún otro a cien kilómetros a la redonda, era el suyo, porque lo había elegido a base de costumbre, de rutina, de resignación.
Era un páramo yermo donde no crecía la hierba, pero a Paula le gustaba, solo Dios sabía por qué. Si comparaba su interior con el de ella, el resultado era horriblemente odioso, pues dentro de la escritora había unicornios alados, nubes de colores, bosques encantados y un río donde nadaban peces voladores. Le hubiera gustado, al ser consciente de la mirada siempre insistente de Paula sobre ella, tener algo más hermoso que mostrarle.
***
Paseaba por los pasillos del gigantesco bazar, intentando huir de Ro, que la buscaba entre risitas y llamados en voz baja para que dejara de hacer el payaso. Llevaban un par de semanas haciendo de siamesas: se veían todos los días, dormían juntas casi siempre y no paraban de fornicar en cada superficie horizontal y vertical que encontraban. Era un momento dulce en su relación, en la que estaban asentando todos los cambios y el nuevo escenario en el que se encontraban, que no era otro que el de la cotidianidad.
A Paula le gustaba ir todas las mañanas a recibir su café y el corazón, cada vez más definido, que Ro le dibujaba en la espuma, y había empezado a acostumbrarse a que, después del trabajo, la camarera pasara por su piso para darle todos los besos que no podía en el bar antes de salir pitando a su casa para sacar a Conan y darse una ducha.
A pesar de que todos los días eran similares entre sí, no se parecían en absoluto. Charlaban durante horas sobre tonterías, sobre el libro que Paula estaba escribiendo y que se negaba a enseñarle, acerca del pasado triste pero siempre optimista de Ro y cualquier suceso relevante de sus vidas que se les ocurriera.
Estaban, como resumen, encajándose sus piezas dispares, que andaban revoloteando en el aire como pompas de jabón, y asentándose en el suelo, estableciendo entre ellas la complicidad de quien se va conociendo hasta en las nimiedades tales como quién se deja todos los cajones de la cocina abiertos y quién va detrás de la otra cerrándolos entre refunfuños.
—No me estás ayudando a elegir las cortinas del baño —dijo una voz susurrada en su espalda.
—¡Mierda, Rocío, qué puto susto! —Del respingo por poco no se sube a la estantería que tenía enfrente.
—A mamá no le vas a enseñar a hacer hijos, Pau. ¿Y qué es eso de Rocío? Qué feo suena viniendo de ti.
—Pues es tu nombre. —Se cruzó de brazos, girando la cara en dirección contraria a la morena, y empezó a caminar pasillo adelante.
—Parece que me estás regañando, no me gusta.
—Hombre, con el infarto que me ha dado por tu culpa, como para no.
—Eres una dramática. ¿Te creías que ibas a poder esconderte de mí, en serio?
—¿Sabes? Últimamente te noto tan metafórica que no tengo claro si me lo estás diciendo literalmente o…
—¡Paula! —la llamó para que se girara y le lanzó una madeja de lana de un cesto que había por allí.
—Pero… —Observó lo que había cogido al vuelo, miró a Ro, que sonreía y agitaba las cejas arriba y abajo, y volvió la vista a la lana.
—Ahora sí que soy tu Ariadna, baby. —Y le guiñó un ojo. Se acercó a ella, se puso de puntillas y le susurró al oído, insegura—. ¿Se hace así?
—¿El qué? —imitó su murmullo, con la madeja contra el pecho y contra el pecho el corazón a toda potencia.
—Ya sabes, lo de querer como tú.
De haber estado frente a ellas, no las hubiéramos podido escuchar de tan bajito como hablaban. No estaba sucediendo ese momento, solo era una acotación de la enorme obra teatral en la que se convierte a veces la vida.
—Oye, pues no se te da nada mal. —Le devolvió la lana, dejó un besito en su mejilla y tiró del cabo que empezaba la madeja, alejándose, dando pasos hacia atrás, sin dejar de mirarla.
—Sabes que, después de deshacerla, nos va a tocar comprarla, ¿no?
—La magia suele tener un precio que hay que pagar para dejar que ocurra. Como Cenicienta, que tiene un carruaje y un vestido espectacular, pero con una condición: el hechizo se rompe a las doce. Este hechizo vale… —miró el plástico que la rodeaba, buscando la pegatina con el importe— un euro con veinte.
—De acuerdo —carraspeó y sonrió en grande, aceptando las premisas—. Entonces te espero aquí, no tardes. —Cogió la madeja con las dos manos y asintió, dándole permiso para que siguiera haciendo aquella pantomima, recreando lo que llevaban ya un tiempo haciendo sin darse cuenta.
Ro tuvo que pagar la cortina del baño, la madeja azul que habían desbaratado entre pasillos y una vela que se le había antojado a su escritora. Desataron a Conan de donde lo habían dejado sujeto y comenzaron a caminar de vuelta a casa de Ro.
—¿Por qué tienes tantas ganas de ser mi Ariadna? —preguntó Paula, de sopetón.
—No sé, quiero formar parte de la historia, del camino hacia las profundidades de tu laberinto, chan, chan, chaaan —moduló la voz como si estuviera leyendo una novela de misterio y Paula rio—. Además, Teseo y Ariadna se enamoran —su voz bajó tres tonos y sus mejillas los subieron, apostando al rojo.
—Tú no te has enamorado nunca.
—Ni tú.
Guardaron silencio, asimilando las amables puñaladas, las verdades sin importancia que, sin entender por qué, les habían escocido a ambas. Ni que fuera malo no haber conocido el amor, pensaron las dos.
Paula observó la bolsa que cargaba, el lío azul en el que habían recogido la lana de la que ella había estirazado para palpar, aunque fuera entre bromas, el viaje interno que aún le quedaba por hacer. El miedo pataleó el suelo con sus pezuñas, preparado para tomar impulso.
Pensó en lo bien que se encontraba, en lo feliz que vivía en ese impasse en el que solo había que dejar que los días pasaran y las cosas sucedieran de manera natural, olvidándose una de obligaciones y problemas, instalada como estaba en una tonta felicidad pasajera.
El peso de las responsabilidades llamaba a la puerta, haciéndole ver que la dicha que disfrutaba era endeble y frágil, pues estaba asentada sobre unos cimientos inestables. Había que cavar hondo en la tierra, deshacerse de las arenas movedizas y llenar el hueco de piedras robustas, de monolitos regios que solo dejaran pasar, de vez en cuando, el agua de la lluvia.
Tenía que ponerse el cuchillo entre los dientes, llenarse de armas, de amor, de escudos, soltar los perros de la guerra, atarse a la muñeca el cabo de lana de la madeja que Ro no hacía más que ofrecerle por activa y por pasiva y recorrer el laberinto, el cual, sabiendo su intención destructora, se le mostraba más amenazador y oscuro que nunca.
Llegar, a través de sus setos altos y su neblina a la altura de las rodillas, hasta el centro del mismo y, allí, enfrentarse a la bestia infame, matarla, dejar posado bajo el pedestal, en el suelo, desnudo su cuerpo humano, ya libre y lleno de barro, y permitir que fuera, de ese modo, feliz.
***
Ro se cambiaba en el vestuario con la cabeza dispersa. Paula llevaba un par de días más seria de lo normal, meditabunda, alejada del estrato de la realidad que ambas compartían cuando estaban juntas. Escribía como una loca, miraba por la ventana, suspiraba y, de haber sido ella una persona más perceptiva, habría visto incluso temor en el fondo de sus ojos. Le sonreía con su frescura de siempre y le repetía que no pasaba nada, que todo estaba bien, que tenía demasiadas pelotas en el aire en ese momento preciso de su vida y que solo estaba intentando que no se cayeran al suelo.
Paula quería tranquilizarla, pero no lo conseguía. Se acurrucaba en su costado en la cama y se rodeaba a sí misma con los brazos de Ro, pidiéndole en silencio un abrazo necesitado, una calma que, de alguna manera, sentía que le faltaba.
—Mírala, en Babia está —escuchó el rumor lejano de la voz de Clara.
—Tierra llamando a Ro, Tierra llamando a Ro —aumentó el volumen de esa llamada en sus oídos. Sara chasqueaba los dedos frente a su rostro.
—Un momento, voy a hacer una llamada y empezamos.
Se disculpó, cogió su teléfono y salió al pasillo para tener algo de intimidad. Sus amigas eran insufribles cuando se mofaban de la cara de tonta que se le ponía al hablar con la escritora.
Un tono, dos tonos, tres tonos.
—Hola, Ro —saludó Paula, con la respiración agitada. Iba caminando—. ¿No estabas en el gimnasio con estas?
—Y lo estoy, pero, como mañana libro, estaba pensando si te apetecería salir a cenar por ahí esta noche con nosotras y dormir conmigo.
—Pues va a ser imposible, escaladora ninja. Estoy en la mansión.
Un silencio a ambos lados. Un nudo en el estómago de Ro. Una madeja de hilo entre las manos de Paula.
—¿Y eso? —preguntó con la voz estrangulada.
—Tengo que… tengo que comprobar una cosa. —Intentó sonar ligera, pero no funcionó. Masticaba el miedo, la inquietud, y Ro lo pudo apreciar sin dificultad.
—Pau, ¿está todo bien?
—Sí, no te preocupes. Te tengo que dejar, luego hablamos.
—Hasta luego…
Escuchó el pitido del final de la llamada y se quedó parada en mitad del pasillo, con el teléfono aún en la oreja, como si intentara recuperar el calor de la voz de su escritora. El miedo cambió de bando y lo pudo sentir en las tripas, galopando a su antojo.
—Tía, espabila, que se nos pasa la hora. —Sara la sacó de un lugar peligroso de su mente.
—Voy, voy.
Como una autómata, entró al vestuario, dejó el teléfono en la taquilla y salió con sus amigas. Pasó de nuevo junto a Elvira sin verla y, cuando quiso darse cuenta, estaba a dos metros del suelo, parada en mitad de una pared, sin avanzar.
—¿Se puede saber qué coño te pasa? —le preguntó Sara, que, por primera vez en la historia, iba por encima de ella.
—Paula.
—¿Qué te ha hecho? —Se detuvo a su vez y la miró con preocupación.
—Nada, es solo que… No sé… No sé qué le pasa, está muy rara, está en la mansión y yo no sé…
—No sabes, eso está claro. ¡Mateo, bajamos! —avisó a su monitor.
—No, no bajamos, no pasa nada. —Agitó la cabeza para salir de su cerebro y se impulsó para seguir.
—Te vas a partir los dientes porque no estás donde tienes que estar. Bajamos.
Ro, que lo último que tenía eran ganas de discutir, se dejó caer, sujeta desde abajo por la cuerda, y volvió hacia el vestuario. Una vez cambiadas, en silencio, la condujeron hacia la terraza del bar al que solían ir después de entrenar, le pidieron un tercio y la miraron, esperando que volviera al mundo de los vivos.
—Me he informado y sé dónde está la jodida mansión de tu escritora, así que nos dices qué coño os pasa o voy y la arrastro de los pelos hasta que me lo diga ella.
—¡No! —Miró a su amiga, buscando la burla en su rostro, pero no la encontró. Estaba realmente decidida a ir y pegarle una paliza. Le dio por reír—. ¿Estás mal de la cabeza? ¿En serio la has investigado?
—Me cae genial esa chavala, y creo que te hace mucho bien. Joder, llevas saliendo con ella un tiempo y no hay nada más que verte, pero es rara, Ro.
—Es rara, Ro. Repítelo muchas veces. —De nuevo la risa y un suspiro de alivio de sus amigas.
—Es rara, Ro, es rara, Ro, es rarrarró. —Clara sacó la lengua y estiró la boca para dejar de trabarse. Una carcajada de las otras dos y un trago a la cerveza.
—Pues eso —retomó el hilo Sara—, que esta chica es encantadora y fantástica, y nos gusta muchísimo de cuñada, pero es más rara que un perro verde. Muy guapa, muy misteriosa e incluso te diría que bastante sexi, enhorabuena, Ro, pero yo sabía que alguna tenía que liar. Por eso hice trabajo de investigación para darle el guantazo que me imaginaba que algún día tendría que darle.
—Me meo, Sara. —Cabeceó de lado a lado, con algo calentito vertido en su interior al comprobar cómo su mejor amiga se preocupaba por ella. Ro no era una mujer a la que hubiera que cuidar, pero Sara llevaba casi veinte años esperando el día en el que lo necesitara. Y ahí estaba.
—Tú te ríes, pero la que no se va a reír es ella —amenazó con fiereza—. Así que, venga, suelta por esa boquita.
—Si no es nada, de verdad —bufó, intentando organizar sus pensamientos para exponerlos con claridad—. Ella tiene cosas que solucionar, ¿cierto?
—Y no pocas. —De nuevo Ro tuvo que soltar una risotada.
—Y no pocas. Pues yo le he dicho que eso es algo que tiene que hacer ella, pero que la puedo acompañar.
—Muy bonito. Te estás convirtiendo en una empalagosa y me encanta.
—¿Esto qué es, la película con los comentarios del director o qué?
—Esta persona es que si no se calla, revienta —le dio la razón Clara.
—Es que si tengo que esperar a que arranque, nos pueden dar las uvas, mi vida. —Juntó las manos frente a su cara y apretó los labios, mirando a la rubia.
—¿Me dejas terminar? —Ro hizo su mayor esfuerzo por ponerse seria y, ante el asentimiento de Sara, que volvía a ser la mujer serena de siempre, continuó—. El caso es que le he hecho alguna broma con ese tema de ayudarla, y ella se ríe, pero no dice nada. Ni sí, ni no. Se ríe, jaja, me echa un polvazo y luego acuérdate tú de lo que estábamos hablando antes.
—El detalle del polvazo era necesario para comprender en su totalidad este nuestro problema. —Ro le echó una mirada mordaz y Sara se cerró la boca con cremallera.
—Es importante porque es evidente que está evitando el tema. Y yo no sé si es que le incomoda, si sigue pensando que lo nuestro es temporal y no tan profundo como para hacer este tipo de cosas la una por la otra, o es que piensa que yo no soy la adecuada para ayudarla.
—Yo, que os he visto juntas, no creo que piense en lo vuestro como algo temporal sin importancia. Esa chica pierde el culo por ti, Ro.
—Ya lo sé, pero como es así de… excéntrica, no puedo estar segura de cuáles son sus procesos mentales: si un día piensa una cosa, si al siguiente le da un aire de esos de escritora maldita y cambia de opinión…
—Se me ocurre, así como idea loca, que lo hables con ella. La comunicación es la base de todo. —Sara abrió los brazos y se recostó en la silla, como si acabara de dar una master class.
—Por hablar no es, imbécil, si hablamos un montón, pero este tema… Este tema es otra cosa, más suya, más personal, más interna… Y yo tampoco quiero meterme donde no me llaman.
—Pues espera a que te llamen —concluyó Clara con un encogimiento de hombros—. La ayuda se ofrece y luego se espera a que te la pidan.
—¿Ves, Sara? Eso es un buen consejo, por si no lo habías visto nunca.
—Vale, sí, Clarita, muy bien hablado, pero, ¿por eso estás así?
Ro la miró sin una sola mueca en su rostro, con los labios apretados en una línea, rodeada de un silencio que le puso el vello de punta. Se venía algo gordo, muy gordo.
—Se ha ido a la mansión.
O no.
—¿Me estás diciendo, Rocío, que estás como si te hubieran trepanado el cerebro porque tu escritora se ha ido a su mansión?
—Mi escritora, que está más rara de lo habitual, se ha ido a la mansión, que la vuelve más rara todavía.
—¿Crees que te va a dejar? —Sara creyó haber llegado al meollo del asunto.
—¡Pues no lo sé! Quizá todo esto es demasiado para ella…
—Esa chica no te va a dejar —dijo Clara, muy convencida.
—Tías, en serio, que Paula lleva unos días que no está bien, que está intensa de más y se va allí, que es como un chute de intensidad. Siento como que… como que estoy a prueba, tías.
—¿A prueba?
—Sí, me ha dicho que tenía que comprobar una cosa. ¿Os digo qué cosa es? Si estoy cualificada o no para ayudarla. No, no me miréis así, va allí a ponerse en situación, sobre el terreno, para pedirle opinión al minotauro, a su abuela muerta y a la madre que la parió.
—JAJAJAJAJAJAJAJAJAJA —rieron ambas amigas.
—Muchas risas, pero a mí ahora mismo me están mirando con lupa en una casa encantada.
—Es que me tengo que reír, Ro, que esa chica no está ok, pero es que tú tampoco.
—Hazme caso, el puto minotauro ese que tiene de niñero me tiene enfilada. Es que parece que la estoy viendo allí, sentada en el poyete donde está subido el bicho, preguntándole si tengo yo cara de Ariadna.
Las carcajadas de sus amigas espantaron a los pájaros de las copas de los árboles y Ro sonrió, a pesar de que sentía el aliento húmedo de un animal al acecho en la nuca.
***
Acariciaba las ramas con los ojos cerrados, dejándose guiar por sus instintos, por su memoria, por el recorrido que tenía tatuado bajo la piel. Sintió el vacío en las yemas de los dedos y miró. Ya estaba en el centro.
Cogió todo el aire que le cabía en los pulmones, ese aire extraño que contenía el laberinto y que siempre olía a verano, a tierra mojada, a mar, y lo soltó lentamente, ladeando la cabeza para observar con detenimiento aquella figura que coronaba el centro de todo lo que la conformaba. No tenía idea de por qué, pero le pareció más inofensivo, menos fiero, menos imponente. Caminó hacia él, rodeándolo, mirándole las piernas musculosas, el pecho inmenso, la cabeza alzada orgullosa y los puños que eran sus manos. Le acarició el brazo y casi sintió en los dedos su pelaje áspero. Le dio un par de golpes amistosos y, efectivamente, se sentó a sus pies, sobre el pedestal donde estaba erguido.
—Qué pasa, tío, cuánto tiempo. —Dos nuevos manotazos, ahora en sus muslos, y una risita socarrona.
Levantó la vista y se encontró con sus ojos oscuros, iracundos, terribles. Apretó el animal la mandíbula, ultrajado, y le devolvió la mirada.
—Solo eres una estatua rodeada de setos… ¿no es así?
El sol estaba ya cayendo, tiñendo el cielo de naranjas, rosas y violetas. Volvió a coger aire y apoyó la espalda y la cabeza en la tibia de la bestia. Se recogió las piernas con las manos y se quedó mirando el espectáculo de luces que le estaba regalando el cielo. Sintió la mano del minotauro en la coronilla, acariciándole el pelo. En realidad, él la amaba, y ella lo sabía, o lo estaba empezando a saber.
Jugueteó con la madeja entre las manos, pensando en Ro, en su Ro preocupada por ella. Sonrió. Le hubiera gustado llevarla, pero creyó que aquello era algo que tenía que hacer sola.
El minotauro observó con desconfianza la manera en la que Paula mimaba la lana, cómo la olía, buscando el aroma escondido de una mujer, la única mujer que había ido a verlo con ella. Resopló y la chica levantó de nuevo los ojos para mirar su gesto de disgusto.
—Si la odias es porque es peligrosa para ti.
El animal miró hacia el horizonte, por encima de los setos, dejándose bañar, desde su enorme altura, por los rayos del sol. No sabía cuántos atardeceres más le quedarían por ver, pues su niña Paula parecía dispuesta a aniquilarlo.
No la odio a ella, es que te quiero demasiado a ti. Solo deseo cuidarte.
Lo escuchó, nítidamente, en su cabeza, y volvió a apoyarse en su piedra.
—Ella, y no me preguntes por qué, también quiere cuidarme.
La bestia cerró los ojos y asintió con pesadumbre y un nudo en la garganta.
¿Crees que ella es buena para cuidar tu corazón?
Paula lanzó la madeja y la volvió a coger. Sonrió recordando esa tarde de hacía unos días, cuando Ro hizo aquella estupidez de llenar un bazar de lana azul solo para que comprendiera que hay caminos que es mejor recorrer sabiendo que alguien te espera al volver a casa.
—Creo que podría serlo, sí.
***
El sonido del timbre la despertó. En su día libre. Iba a matar al bastardo o bastarda que hubiera osado romper su descanso.
—¿Sí? —gruñó al telefonillo, frotándose un ojo.
—El desayuno.
—Te voy a matar —lloriqueó.
—¿A besos? ¡Vale!
Ro sonrió y le abrió la puerta. De vuelta al comedor, encendió la cafetera y se tiró en el sofá boca abajo, esperando que llegara, muerta de sueño.
Paula cerró a su espalda y fue directa a hacer café. Cuando encontró a Ro, dejó todo en la mesita de centro y se tumbó sobre ella.
—Eres muy grande para ponerte encima de mí, maldita —refunfuñó, asfixiada.
Paula hizo oídos sordos y le llenó el lateral de la cara que quedaba a su alcance de besos lentos. Era imposible estar enfadada con ella si después llegaba y te besaba tan dulcemente.
—Te he traído una cosa —susurró en su oído.
—Espero que sean churros ―murmuró con voz de niña, dejándose mimar. Necesitaba que Paula le calmara los demonios, aunque fuera un ratito.
—Aparte. —Se quitó de encima y se sentó en la mesita, esperando que Ro se incorporara.
—¿Qué es? —Se sentó, con el pelo hecho un nido de gorriones y los ojos hinchados de sueño.
—Toma. —Le lanzó la madeja y Ro, que la cogió al tercer intento, la miró desconcertada.
—¿Por qué me la devuelves?
—Es Ariadna la que tiene que sostenerla en la entrada del laberinto, ¿no? Si me la llevo dentro, no sirve de nada. ―En sus ojos llameaba el amanecer y algo que, si no lo era, se le parecía mucho al amor.
—Pero… —Le temblaban los labios a la camarera, golpeada de repente por la tensión de los últimos días. Paula se acercó a ella y se sentó a su lado.
—Si tú quieres, claro. —Abrió los ojos con ingenuidad, con miedo, pero no el miedo de siempre, sino el temor de que la chica que tenía enfrente no quisiera formar parte de su viaje.
—Eras tú la que no estaba segura. —Puso un puchero y volvió a mirar la madeja que tenía en el regazo.
—Tú lo dijiste: nunca le he prestado atención al personaje secundario.
—¿Y ahora sí?
—Sí. He estado dándole vueltas estos días y me he dado cuenta de que no tenía nada que pensar. Qué tonta —sonrió, negando con la cabeza, pensando en su propia estupidez.
—Es importante, claro que es algo en lo que tienes que pensar, Paula…
—Llevas siendo mi Ariadna desde que te conozco, Ro. Has estado sosteniendo la madeja mientras yo me perdía en los callejones sin salida del laberinto, esperándome pacientemente en la entrada mientras yo descubría, gracias a ti, otros caminos para llegar a un amor que no dé miedo, que no asuste perder, pero, sobre todo, que no asuste ganar.
—Paula… —le suplicó un abrazo con los ojos y la escritora se lo dio.
—El laberinto no empieza ahora, nena —aligeró el tono de su voz para salir ambas del terreno enfangado de las declaraciones de amor precoces—. Ya llevamos allí un tiempo.
—Entonces… ahora solo falta la peor parte, ¿no? —musitó, apretando su cuerpo todavía más.
—¿Cuál?
—Descubrir cómo matarlo.
—Algo se nos ocurrirá. Mientras tanto, ¡churros!
Ro agradeció aquella salida y rio, feliz de volver a verla, a la Paula que no había sido los últimos días, la distante, la que parecía estar escapándosele de entre los dedos sin remedio, absorbida por su estúpida oscuridad.
Mientras la escritora sacaba el desayuno y lo preparaba sobre la mesa, se quedó perdida en su perfil aniñado, orgullosa del estirón que acababa de dar justo delante de sus ojos.
Se esforzó en comprender lo que acababa de decirle, la inseguridad de los últimos días, la responsabilidad que no quería poner sobre sus hombros, la inquietud de emprender algo para lo que no sabía si estaba preparada. Matar a su monstruo.
Intentó pensar, sentir como ella para asimilar la manera en la que había llegado a la conclusión de que ya llevaba tiempo peleando, desde antes, incluso, de conocerla, pues plantearse que el camino elegido quizá no era el correcto también es una forma de avanzar.
Se apartaron a un lado de la senda cuando se conocieron, para tomar aire y descansar, pero no fue hasta que Paula lo dijo en voz alta que no se dio cuenta de que ya llevaban días, semanas, meses, embarrándose las zapatillas en las carreteras secundarias del amor que no duele.
Ufff que alivio leer que todo se arregló, porque desde ayer estaba nerviosa ❤️ Gracias por otra preciosidad de capítulo Cris.
Qué bonitas esas dos valientes!
El amor.con churros es el mejor, el verdadero 😋
Voy a tener subir a mi instagram el link del capitulo pq es que casi todo quiero compartir
Ay, qué bonito escribes
poder ser parte de la evolución de los personajes es una caricia al alma, hermoso
Estoy enamorada de esta historia🥰
Ayyyy qué bonito. Gracias Cris 🖤
Waoooo!!❤️
Despertar en tu cumple, en Madrid , mirando la nieve caer desde bajo las mantas y leyendo esto! Mejor regalo, si es..! Gracias!
He sentido la incertidumbre, los nervios y hasta el alivio final de Ro. Una cosa maravillosa esta historia.
Capítulazo. Me ha gustado mucho muchísimo 😁😁😁.
Miles de gracias Cris por compartir esta maravillosa historia con nosotrxs 😊😊😊