El descanso del minotauro
21
Cuando dejó a Paula en su piso, rechazando la invitación de quedarse a dormir y amanecer más cerca de su trabajo para la mañana siguiente, tardó aún unos minutos en volver a arrancar el coche. Dejó caer la frente contra el volante, accionando el claxon sin querer y llevándose un susto de muerte y los ladridos de Conan.
Su escritora ya hacía rato que había desaparecido tras el portal de diseño de su bloque, pero todavía se mantenía dentro del coche su aroma a flores y la neblina espesa que siempre la acompañaba. Se iba disipando con cada golpe del segundero de su reloj de pulsera, y ella misma iba saliendo, poco a poco, del letargo en el que su compañía habitualmente la dejaba. Agitó la cabeza, como si la tuviera llena de pájaros, y suspiró con tal potencia que se empañó el parabrisas.
Estaba temblando. No sabía si quería hacerse preguntas sobre lo que había sentido hacía un puñado de horas o si prefería dejarlo en ese lugar en el que nada es susceptible de ser juzgado porque no sigue las reglas de la física ni de la cuántica. Tenía un nudo en el pecho y unas terribles ganas de llorar.
Había sido testigo de la magnitud del miedo que invadía a Paula, lo había visto y podría haberlo tocado con los dedos si hubiera querido. Era gigante, monstruoso y no tenía una pizca de piedad. Un ente que había cogido todo lo que brillaba en la personalidad de la escritora y lo había bañado del gris más triste de la paleta de colores. Ella, que siempre había sido una valiente, sintió también ese miedo, su hedor nauseabundo, su aliento repugnante en la nuca, erizando su piel y provocándole un malestar en absoluto imaginario. Pero, también, sintió compasión por él. Y ni siquiera entendía por qué.
Quizá la hacía sentirse identificada con su energía protectora hacia Paula. Comprendía el miedo del propio minotauro, si eso tenía algún maldito sentido. El miedo que tiene el miedo. Rio en voz baja, creyendo que estaba volviéndose loca ella también, levantando la mirada del volante y dejándola escapar por la ventana. Sin embargo, por muy demencial que sonara, entendía sin dificultad el temor del animal a que hirieran un corazón de cristal como el de Paula, tan transparente, tan frágil.
Él no había elegido existir, lo habían colocado ahí otras manos, en el centro del laberinto del interior de Paula, con una misión que desgastaba todas sus fuerzas y que iba minando, poco a poco, su humanidad: protegerla de sí misma. Él no quería ser verdugo, ni Paula lo deseaba ya cerca. ¿Qué podía hacer? Nada, solo cuidar a la niña de sus ojos, a la niña de los ojos de todo el mundo, y esperar a que la muerte, natural o infligida, lo liberara también a él.
El cerebro de Ro echaba humo. Conan le dio un lametón en la oreja, sacándola de pensamientos demasiado confusos, por lo que giró la llave y salió zumbando de allí camino a su casa.
Unos metros arriba, en un solitario balcón, Paula la vio perderse por la primera esquina, temerosa de que lo visto y lo vivido en la mansión fuera suficientemente inabarcable como para alejarla definitivamente de su vida.
Una vez en casa, la camarera se dio una ducha más larga de lo normal, dejando que el agua se llevara con ella, por el desagüe, todo el sudor frío que aún mantenía pegajosa su piel. No estaba atemorizada por la imagen impactante del minotauro, pues sabía que, para entender la manera en la que Paula veía el mundo, tenía que ponerse en sus zapatos alados y apreciarlo bajo su prisma, y si su miedo tenía forma de animal mitológico, ¿quién era ella para cuestionarlo? El suyo, si se paraba a pensarlo, tenía aspecto de vacío, de pasado a corto plazo, como si estuviera en mitad del universo, flotando, y todo lo que existía lo tuviera delante, pues a su espalda no había nada, una nada negra que apestaba a soledad.
Había llegado al punto de comprensión de su carácter en el que el hecho de haber visto materializados ante sus ojos sus temores más profundos la inquietaba, era cierto, pero a la vez le daba una tremenda paz. Los enigmas, que tanta ansia de conocimiento le causaron al principio de conocerla, iban resolviéndose, desgranándose uno a uno, tumbándolos sin detenerse, como piezas de dominó con la primera ficha caída.
No se hizo preguntas en el laberinto ni iba a hacérselas ahora, pues solo podía aceptar esas sensaciones experimentadas, que le servían para despejar dudas y aclarar el camino que aún tenían por delante.
***
RO
¿Y mi mensaje de buenos días?
¿Y mi escritora rarita mirándome a escondidas en mi puesto de trabajo?
¿Y mi sobre de azúcar de sobra?
PAULA
BUENOS DÍAS, RO
RO
A buenas horas…
Estoy indignada, adiós
PAULA
Nooo
Es que… quería darte un respiro después del día intenso de ayer
RO
¿Te lo he pedido yo?
Pregunto
PAULA
Pues… no
RO
¿Entonces?
PAULA
Eh…
RO
Eh… uhm… pues…
Espabila, coño, que te dedicas a las palabras
PAULA
OYE
Encima de que lo hago pensando en ti…
RO
No quiero que pienses por mí
¿Que me quedé a cuadros con el laberinto?
Sí
¿Que ya hace tiempo que sé que estás de la olla?
También
¿Que te acepto como eres, aunque necesites medicación?
Deberías saberlo
PAULA
JAJAJAJAJAJA
Igual tú también necesitas medicación, camarera
RO
Eso es evidente
Sigo queriendo verte después de entrar contigo en la madriguera de Alicia en el país de las maravillas
Bien de lo mío tampoco estoy
PAULA
¿Sigues queriendo verme… esta tarde, por ejemplo?
RO
Esta tarde he quedado con Elvira para ir de compras
La han invitado a una boda y tiene muy poco gusto, mi pobre
PAULA
Vale, pues pásalo bien
RO
Mañana libro, si quieres podemos quedar para comer
PAULA
¿Cuando dices comer te refieres a nutrirnos o comernos la una a la otra?
RO
Sí
PAULA
JAJAJAJAJAJAJAJAJA
Lo capto
Mañana te recojo
Ro se despidió de ella y terminó su café de descanso de un trago. Había cogido, por supuesto, uno de los sobres de la caja de Paula, que estaba empezando a vaciarse tras sus últimas ausencias. Sabía que intentaba moderarse a sí misma y a su vehemencia, pero empezaba a echar de menos el ímpetu del inicio. Aceptaba el hecho de que la escritora no la considerara una candidata válida para el puesto de reina de su corazón, pero tenía que admitirse que añoraba sentirse tan estúpidamente especial para alguien.
La falta de costumbre, supuso.
Después de sacar a Conan y dar un largo paseo por el parque que había al lado de su casa, se dio una ducha y fue al encuentro de Elvira, que fumaba apoyada en la pared, junto al portal.
—Me encanta tener a pibones esperando en la puerta —fue su saludo.
—Tienes novia, deja de coquetear conmigo. Este barco hace ya mucho que zarpó para ti. —Le dio dos besos y comenzaron a caminar hacia la parada de autobús.
—No tengo novia.
—Ya, ya, lo que tú digas.
—Te lo digo en serio. Ella no me ve así, no a la larga, quiero decir.
—Ella te ve como la madre de sus hijos, no digas tonterías.
—Eres muy exagerada, Elvis. —Pasaron sus abonos y se sentaron en la parte central del autobús.
—Ojalá una unidad de mujer que me gustase me mirara como ella te mira a ti. Te juro por lo más sagrado que le salen corazones por los ojos. Da escalofríos.
—Es que ella es así, lo saca todo hacia afuera. Pero ya me ha dicho más de una vez que no tenemos nada que ver la una con la otra. —El resoplido amargo que soltó hizo que Elvira se girara hacia ella con gesto suspicaz.
—Y eso no te gusta una mierda. —Ro también se volteó para encontrarse con sus ojos escrutadores.
—¿El qué?
—Que tenga tan claro que no eres para ella. Estás odiándola mucho por eso, te molesta, te hierve la sangre.
—¡Por supuesto que no! Te recuerdo que fui yo quien le paró los pies cuando la conocí. Estaba a un par de caídas de ojos mías de hincar la rodilla en el suelo y pedirme matrimonio.
—Eso fue al principio, querida, pero ahora que tú has avanzado y ella se ha quedado estancada en tu rechazo a medias, piensas que se ha pasado de frenada. ¡La detestas porque no te ama con la fuerza de los mares! —le dijo con tono acusador y cara de haber descubierto la piedra filosofal.
—¿Puedes dejar de hacer el ridículo?
—Va, vamos a ponernos serias. Te jode un poco, ¿a que sí?
Ro volvió la vista al cristal y dejó que su mirada se perdiera entre el tráfico. Suspiró y asintió.
—Un poco.
—Cuéntaselo a mamá. —Se dio unas palmaditas en la rodilla y le golpeó el hombro con el suyo.
—¡Es que parece que solo soy para ella la profesora sustituta de comportamiento romántico o algo así! —Su tono airado sacó la risa de Elvira, que se recostó en su asiento, dispuesta a disfrutar de uno de los increíbles brotes de Ro.
—¡¿Qué eres, su parche de nicotina para quitarse las ganas de enamorarse o qué?! —la animó, lo cual no era muy necesario.
—¡Pero qué se ha creído la imbécil esta! ¡Un día me quiere desposar y ahora parece que, como está en su zona de confort, hay que tirarse a la Bartola!
—Yo me la tiraría —bromeó la pelirroja entre dientes, pero Ro, que había entrado en barrena, no la escuchó.
—¡Ni siquiera viene al bar todos los días, como antes! Como ya me tiene, ¿para qué esforzarse?
—¡Pero será cerda! —se indignó Elvira, apoyando a su amiga.
—¡Dice que es para darme espacio, espacio mi coño, que está de puta madre, echando un polvo de vez en cuando y dejándose cuidar!
—¡Señora, no nos mire así, que el sexo es salud! —se dirigió Elvira a una mujer que las había mirado con reproche.
—¡Estoy harta!
De un salto se puso en pie, pasó por encima de Elvira y salió dando pisotones del autobús. Habían montado un espectáculo, y la pelirroja se lamentó de no haber podido darlo un poco más. Le encantaba cuando Ro dejaba la racionalidad a un lado y permitía que fluyera su mala leche. Normalmente era una chica estable y calmada, pero cuando el vaso de su autocontrol rebosaba, era mejor echar el cuerpo a tierra y taparse la cabeza con los brazos.
—De qué estás harta, a ver. —La alcanzó, unos metros más allá.
—¡De estar en medio de ninguna parte! —Ro puso los brazos en jarras e hinchó las aletas de la nariz—. Entiendo que ella tuviera que parar, ¿vale? Lo entiendo perfectamente.
—¿Parar de qué?
—De ser una jodida loca del amor. De buscarlo como si le fuera la vida en ello. Nos echamos a un lado del camino para descansar, estupendo, y yo me quedo con ella, magnífico. Pero coño, podemos dar un paseíto hacia adelante, digo yo. —La miró esperando que le diera la razón, pero Elvira solo parpadeó muy deprisa. No era mujer de metáforas.
Ro estuvo un buen rato explicándole a qué se refería mientras recorrían tiendas, dándole datos que, en una reunión de amigas, eran difíciles de ofrecer, siempre más dispuestas a la mofa que a profundizar.
Elvira se estaba probando un traje chaqueta verde botella que le sentaba genial con el tono de su pelo. Se miraba en el espejo y daba vueltas sobre sí misma para apreciar el culo que le hacía.
—Yo me daba.
—Yo también te daba —concordó Ro, acariciando la tela de su espalda.
—A quien le darías tú es a tu escritora, pero en la cabeza con un palo.
—Si ella no tiene culpa, en realidad —ya se había desinflado su pequeño estallido de cólera—. Fui yo la que estableció los parámetros de la relación, porque si por ella hubiera sido, estaríamos, yo qué sé, mirando cole para los niños.
—Bueno, igual que le dijiste que echara el freno, Magdaleno, puedes decirle que no estaría mal avanzar un poco.
—Es que tampoco sé si quiero, Elvis. Ya te he dicho que no me fío de sus sentimientos. No sé qué parte es verdad y qué parte es exageración.
—Te voy a decir una cosa, y con esto no quiero que pienses que soy team Paula, porque yo voy contigo a muerte siempre, pero no sé… Te ha enseñado el laberinto y las cosas que más la acojonan, y tú misma has dicho que no es algo que le hubiera mostrado a nadie antes.
—Ya… Pero me lo enseña porque sabe que yo no soy la elegida —hizo un gesto de comillas—, ¿entiendes? No le da miedo que me asuste y me vaya, porque asume que tenemos fecha de caducidad.
—¿Lo asume o tú se lo has hecho creer?
Ro se mordió los labios. Elvira le echó una mirada de obviedad, con las cejas bien arriba, y se metió en el probador para cambiarse de ropa. A través de la tela que separaba a su amiga del exterior, le resultó más fácil hablar.
—Yo se lo he hecho creer. Pero, ¿cómo voy a estar tanto tiempo con alguien? Yo… yo no sé hacer eso, Elvis. Yo siempre he estado sola.
—Y ella no sabía nada del amor moderno 2.0 y ahí la tienes, conteniendo la intensidad y conociéndote. —Separó una a una las sílabas de esa última palabra. Ro sonrió porque su amiga tenía razón.
—Eso es verdad. —Elvira percibió su sonrisa a través de la cortina—. Me está conociendo y creo que, aunque no sea el alma gemela que busca, aun así le gusto.
—No es que le gustes, es que creo que le molas más que cuando empezasteis a quedar. Sin tanta floritura, que eso me parece muy bonito, pero creo que la base es más… sólida, no sé si me explico.
—Sí. A lo mejor me trata con un poco de distancia porque la acojoné al principio.
—Pues dile que eso ha cambiado, que se suelte un poco la melena, que esto de conocerse poco a poco está muy bien, pero que una mujer necesita un poco de, ya tú sabes, mambo.
—¿Mambo? —Soltó una carcajada y Elvira salió del probador con el traje colgado del brazo, directa a pagar.
—Sí, nena, un poquito de locura, de pasión, de amorcito sabrosón. Si crees que tú le cortaste las alas en eso de dejarse fluir románticamente, tendrás que ser tú la que se las haga crecer otra vez. Como en el mito ese de Ícaro. Aunque no te aconsejo que se las hagas de cera, también te digo. ¿Me cobras? —le preguntó a la dependienta, tendiéndole las prendas.
—¿Qué mito es ese, tía, qué dices?
—Coño, ¿la experta en el laberinto no está al día?
—Me explicó de qué iba el otro día, pero no me contó todas las historias de la mitología griega.
—Buah, es que es superbonita esa historia, con el hilo de Ariadna y todo eso.
—¿Hablas de la historia de Ícaro? —Se extrañó Ro. No estaba entendiendo nada.
—No, joder, la del minotauro. ¿No dices que hablasteis de ella?
—Pero no había ningún hilo, tía. Te juro que no —añadió al ver la cara de sorpresa de Elvira.
—Pues la muy capulla se dejó la mitad de la historia. ¿Qué te contó?
—Un rey, zoofilia, una ciudad masacrada, un laberinto del que es imposible salir, un minotauro y el héroe que lo mata.
—Pero a ver, alma de cántaro, si no se puede salir del laberinto, ¿cómo se supone que salió el héroe de allí después de cargarse al bicho?
Ro se quedó parada en mitad de la calle. Iban hacia un bar conocido para picar algo, pero sus pasos se quedaron detenidos al no haber caído, hasta ese momento, en ese pequeño detalle.
—¿Cómo demonios salió de allí? —preguntó ella a su vez, emprendiendo la marcha y empujando la puerta del establecimiento que habían elegido para cenar.
—Lo ayudó una mujer, ¿cómo si no? —Elvira le guiñó un ojo y sonrió con suficiencia.
***
Paula se apretaba los dedos de una mano con los de la otra, en un gesto de nerviosismo. Iba a ver a Ro, por el amor de Dios, ya debería estar familiarizada con la sensación. Pero nunca lo estaba. La presión que tensaba el ambiente los segundos antes de estar en su presencia siempre se le antojaba insoportable, desquiciada. Cuando, por fin, la tenía delante, ese globo aerostático que parecía a punto de explotar se relajaba de golpe, sacando el aire de sus pulmones y dibujando una sonrisa tonta en su cara.
Ro decía que no era posible, pero ella estaba segura de que estaba empezando a amarla. No de un modo loco y enfermizo, como siempre había deseado y temido, sino con una calma equilibrada a la que no terminaba de acostumbrarse.
No podía determinar qué tipo de amor era el más cierto, pues si se basaba en la experiencia, podría decir que, en su caso, la cantidad nunca había ido de la mano de la calidad. Quizá a ella no la estaba queriendo con esa ansia desenfrenada que siempre había imaginado, pero ese amor pulsante la hacía sentir irremediablemente bien, en paz, igual que un metrónomo que suena acompasado al ritmo lento del corazón.
Un amor que siempre había relacionado con lo mediocre, pero que le aportaba una genuina e inesperada felicidad.
—Buenos días, Ro.
—Buenos días, Pau.
—No me escribiste anoche. —Se le plantó delante con los brazos cruzados y el ceño fruncido. Parecía una niña enfurruñada.
—Estuve haciendo trabajo de investigación. —Ro imitó su pose, como si estuviera a punto de echarle la bronca.
—No tengo ningún cuerpo enterrado junto al cobertizo, así que deja de mirarme así.
—No, pero tienes un cadáver llamado Ariadna que apesta, guapa. ¿No tienes nada que contarme?
—¿Cómo? —Bajó los brazos y su rostro tomó una expresión de incomprensión—. Ro, te prometo que no conozco a ninguna Ariadna, ya sé que tú y yo… bueno, no tenemos ninguna etiqueta, pero jamás se me ocurriría jugar a dos bandas, porque…
—Eres imbécil. —Estalló en una carcajada y se colgó de su cuello, llenándole la cara de besos—. Lo que me faltaba, que la escritora romántica no solo haya dejado de ser romántica, sino que también se haya convertido en una golfa.
—Yo no he dejado de ser romántica —se defendió, intentando ponerse seria, pero incapaz de esconder la sonrisa.
Para demostrarlo, la levantó en volandas, dio unas cuantas vueltas sobre sí misma hasta que la risa de Ro llenó sus tímpanos y le dio un beso de esos en los que el tráfico se silencia y el tiempo se detiene. Incluso la camarera levantó un pie hacia atrás ante tanta efusividad.
—Vaya, ahora sí que me salen contigo los besos de película —chuleó la escritora, cogiéndole la mano y tirando de ella, pues la morena se había quedado estupefacta sin saber dónde tenía la cabeza y dónde los pies.
—Ya te dije que… —carraspeó—, que con la práctica, todo mejora.
—¿Por qué dices que ya no soy una romántica?
—No sé, has perdido un poco la chispa conmigo, ¿no te parece?
—No te gusta mi chispa, solo la tengo encerrada en el sótano bajo siete llaves.
—Pau, a mí me gusta cómo eres.
—Eso no es verdad.
—Sí que lo es. De hecho, lo que me llamó la atención de ti fue que no eres como nadie que haya conocido. ¿Una chica que liga conmigo en un bar? Me he visto esa peli mil veces. Si hubiera sido así de simple, no me hubiera alcanzado la curiosidad para más de dos o tres citas.
—Pues tú y yo hemos tenido un montón. —Hinchó el pecho, orgullosa.
—Y me has enseñado tu minotauro —le recordó, conduciendo la conversación por donde ella quería.
—¡Y escuchaste a mi nana cantando en el laberinto! —Asintió con una sonrisa satisfecha—. Aún sigo alucinando con que recordaras la canción de la caja de música.
—¿Lo que me pareció escuchar era tu nana? —Se puso más seria que una paliza, mirándola a través de las pestañas.
—Sí, bueno, no sé, o su recuerdo. Parece que siempre anda pululando por allí. —La miró de reojo, esperando el espanto y encontrándose, sin embargo, una mueca de incredulidad.
—Pues menos mal que no me lo dijiste en aquel momento, porque hubiera salido corriendo atravesando setos sin mirar atrás.
—JAJAJAJAJAJA, me habría encantado verlo.
—Hay una cantidad limitada de sucesos inexplicables que puedo tolerar, Paula, tampoco hace falta tensar la cuerda.
—No te pareces mucho a la Ro que conocí —observó con admiración—. Ella ni siquiera hubiera entrado en mi laberinto.
—Si esto llega a pasar por aquel entonces, ya estarías bloqueada en mi teléfono y yo estaría cogiendo un vuelo a Tombuctú. Ahora que te conozco mejor, lo entiendo. Te entiendo.
—Me fascina que te estés tomando todo esto con tanta… naturalidad.
—No sé, me parece natural si viene de ti. —Se encogió de hombros.
—Pero mi miedo nunca lo había visto nadie —le repitió por enésima vez lo que no era capaz de sacar de su cabeza, intentando asimilarlo a través de la insistencia.
—Porque nunca te ha dado tiempo de enseñárselo a alguien.
—Es que contigo es distinto, Ro.
—¿Y eso no te dice nada?
—¿De qué?
—De que quizá esta sea la manera correcta de conocer a alguien. Mostrarle poco a poco lo bueno y lo menos bueno que hay en ti. Si lo haces a tu manera y se lo encuentra un día de sopetón, es normal que la gente huya como alma que lleva el diablo. Es un jodido minotauro, ¿sabes? Un puto minotauro de dos metros.
Paula rompió a reír por la cara de estupor de su camarera, que le explicaba su punto de vista haciendo grandes aspavientos con las manos. Joder, claro que estaba queriendo a esa chica.
—Es verdad, primero hay que conocerse y luego quererse, no al revés.
La manera en la que se lo dijo y la mirada que le echó, hizo que el cuerpo de Ro se estremeciera y sintiera en la planta de los pies el giro rotatorio del planeta.
—¿En serio ahora lo ves así? —preguntó en un hilo de voz.
—¿Quién iba a quererme de verdad sin ver todas mis caras? Solo querrían a la parte humana de mi minotauro, y yo soy las dos cosas.
—A mí… a mí me gusta tu parte animal —murmuró, avergonzada por su confesión.
—¿De verdad?
—Sí, no sé, forma parte de ti y… y a mí me gusta que estés loca de remate. Me haces ver cosas que sé que no están ahí, pero las veo, joder si las veo.
Paula sintió crepitar algo desconocido en sus tripas tras esas palabras. Una emoción imposible de contener con las manos, que no sabía de dónde nacía ni dónde podía ir a parar. Se detuvieron en el semáforo de la esquina y aprovechó para mirarla como si fuera la primera vez que la veía.
—El otro día me dijiste que a veces me querías, y creo que sabes que yo también te estoy queriendo a ti.
—No, no lo sé.
—Sí lo sabes.
—Pero… solo, dímelo. —Un ligero tono de súplica en sus palabras, los ojos de una niña solitaria y la duda que no cesa.
—Te estoy queriendo, Ro. —La aludida enroscó lentamente los brazos en su cintura y la aplastó en un abrazo necesitado. Soltó un suspiro de alivio y Paula, por primera vez, se sintió gigante a su lado. Le habló al oído—. Te estoy aprendiendo a querer a tu manera, déjame enseñarte a querer a la mía.
—He visto a tu monstruo, Pau. Creo que ya estoy aprendiendo a quererte de esa loca manera tuya.
—Tengo algo que enseñarte, déjame hacerlo.
—Yo…
—Sé que no confías en mi manera de querer, y a mí no termina de convencerme la tuya.
—¡Oye! —Se revolvió en su pecho y le dio un mordisco en el hombro.
—¡Au! Eso ha dolido y me ha puesto un poco cachonda, ¿qué hacemos con esto? —bromeó para rebajar el tono grave que había tomado la conversación.
—Volver a mi casa y pedir comida china. Los restaurantes están sobrevalorados —sugirió Ro con el labio entre los dientes.
Anduvieron de vuelta al piso de la camarera, guardando un silencio compartido en el que lo dicho parecía rebotar en las paredes de sus cráneos, del mismo modo que rebotó la espalda de Ro contra la puerta al entrar en la vivienda, empujada por una Paula que se guardaba el teléfono en el bolsillo después de hacer el pedido. Lamía su cuello y tenía una mano alrededor de su garganta, apretando lo justo como para que Ro sintiera que estaba a punto de morir de excitación. Nunca había visto a su escritora tan ardiente, tan salvaje, tan… poderosa.
Paula bajó las manos a su culo y la obligó a sentarse en su cintura, volviendo a empujarla, esta vez, contra la pared del recibidor. Ro vio su propio rostro extasiado en el espejo que tenía enfrente, la espalda ancha de Paula, su culo apretado cada vez que embestía su cadera contra la suya, buscando el más mínimo roce, demandando los jadeos de una chica que no sabía de dónde le venían tantos y tan sensuales estímulos.
Le sacó la camiseta por la cabeza, deseosa de ver los músculos contraerse con cada movimiento. Tenía la parte baja de la espalda muy curvada, lo que hacía que su culo pareciera más de lo que era en realidad. Un juego de ilusionismo, un efecto óptico, un espectáculo creíble para el que ella era espectadora VIP.
—¿Estás aquí? —le preguntó Paula entre respiraciones agitadas, sacando la boca de su hombro para mirarla, preocupada por su abstracción.
—No, estoy ahí.
Con un golpe de barbilla, Ro señaló al frente, donde sus cuerpos se reflejaban entre luces y sombras, ligeramente sudados, ruborizados y muertos de hambre. Paula miró por encima de su hombro, extendió sobre su cara una sonrisa lobuna y ladeó la cabeza, un gesto que podía ser tierno o devastador, dependiendo del efecto que buscara. En ese momento, Ro se sintió perfectamente intoxicada de todo lo que conformaba la personalidad de la escritora, su dualidad, la manera en la que siempre estiraba los límites de su capacidad de asombro.
—¿Quieres vernos? —le preguntó Paula al oído con voz ronca, tironeando con los dientes del lóbulo de su oreja.
—Yo estaba teniendo unas vistas espectaculares. —La agarró del pelo de la nuca, haciendo que elevara el rostro hacia ella y la mirara, con la boca abierta por la postura. Lamió sus labios uno por uno y terminó mordiendo su barbilla—. Sigue.
—Podemos tener unas vistas mejores.
La bajó de su cintura, se colocó tras ella y la empujó suavemente hacia el espejo sin dejar de besarle el cuello desde atrás. Ro levantó una mano hacia su nuca para acercarla todo lo posible a su piel. Cuando sintió el filo de sus dientes creyó que podría correrse solo de verse en el reflejo con las mejillas encendidas y la mandíbula potente de Paula engulléndola sin compasión.
La escritora levantó la mirada y se las encontró a ambas, la morena apoyada en el mueble de la entradita, sujeta para no caerse por el temblor de sus piernas, y ella justo detrás, sobresaliendo su envergadura por encima, por los lados de la de Ro. Tenía las manos en su abdomen, enroscando los dedos en la tela de su camiseta para deshacerse de ella en un movimiento rápido y quedar ambas en las mismas condiciones. Amarró su cuerpo y se pegó a ella con un golpe seco de carne contra carne. Deslizó las manos hacia arriba desde su tripa, acunando sus pechos y observando con atención cómo se entornaban de placer los ojos de la camarera a través del espejo, cómo se erizaba su vello, cómo se movía su pecho arriba y abajo, cómo entreabría la boca y cómo pegaba el culo contra ella, buscando igualar la desesperación por más contacto.
—Eres preciosa —susurró sin dejar de mirarla.
—Y me estoy volviendo loca por ti —gimió Ro al sentir cómo Paula metía la mano en sus bragas.
—¿Te vuelvo loca? —Naufragaron sus dedos en más humedad de la que esperaba.
—Majareta perdida —aulló de placer y Paula, con la mano que tenía libre, le sostuvo el mentón para que no quitara sus ojos de lo que tenían delante.
—Te dije que tenía cosas que mostrarte.
—¿Así… ahhh… así quieres tú?
—Con todo mi corazón, pero también con mis manos —aceleró el ritmo de los dedos que tenía entre sus piernas—, con mi boca —lamió la parte de atrás de su oreja—, y con mi alma entera.
—¡Dios, sí!
No supo si fueron sus palabras, la verdad incandescente del fondo de su mirada o la ligereza de sus dedos, pero apreció ese amor loco del que le hablaba en todo lo que estaba sucediendo al otro lado de ese reflejo, justo antes de correrse. Lo vio allí, cristalino, cómo la estaba follando y adorándola a la vez, como si no existiera otra mujer sobre la tierra, como si el mundo se estuviera desdibujando a su alrededor, prescindiendo de lo accesorio y quedándose con unos ojos que veneraban otros ojos, que acariciaban la imagen que proyectaba el espejo, que la engullían entera y se alimentaban de ella, de toda ella, de su cuerpo, de su pasado, de su presente más que palpable y su futuro aún por decidir.
Ro sintió en la manera dulce en que besaba su mejilla, su sien, tras el orgasmo, que su forma de querer no distaba tanto de la suya propia y que solo contenía un matiz diferente: que no tenía miedo de ser, por contradictorio que pareciera viniendo de Paula. No, ella le entregaba todo lo que era en fogonazos esporádicos que apenas duraban un instante, pero que Ro podía retener en su memoria para siempre, a pesar de que en el segundo siguiente el minotauro llegara implacable para deshacerlo todo con sus sucias patas.
Echó la cabeza hacia atrás, rendida, y suspiró, con una decisión palpitando en su sangre. Tenían que deshacerse de él.
—¿Qué ves, Paula? —Señaló el cristal de nuevo.
—A ti y a mí.
—¿Ves a tu Teseo?
—No. La verdad es que nunca lo vi en ti. Solo eras alguien con quien esperar que la tormenta pasara.
—¿Por qué hablas en pasado?
—Porque ya no te veo así tampoco.
—¿Y cómo me ves?
—No lo sé, nunca he pensado en otra opción que no fuera la de heroína salvadora.
—Y… ¿y qué te parece Ariadna?
—¿Qué Ariadna?
—La de tu mito.
Paula la miró con los ojos muy abiertos, alejando la cara de la suya, perpleja, desconcertada.
—Si tú tienes que ser tu propio Teseo, yo podría ser tu Ariadna —continuó Ro, dándose la vuelta en sus brazos y cogiéndole las mejillas—. Yo no tengo que matar a tu minotauro, Pau, pero puedo sostener una madeja de hilo en la entrada del laberinto para que, si consigues destruirlo tú, sepas cómo volver a salir de él.
—¿Tú querrías ser mi Ariadna?
—Teseo se enamoraba de ella, ¿no? —dijo en un murmullo inseguro.
—Sí. Y ella de él.
Ro ladeó la cabeza, copiando su gesto, valorando las palabras que acababa de decir la escritora. ¿Podría enamorarse de ella? Si había alguien que pudiera conseguir llenar su vacío de nubes con formas imposibles y fuegos de artificio, no podía ser otra que Paula.
La besó despacio, sin atreverse a continuar la conversación por aquellos derroteros. Le faltaba confianza, información y práctica. Mucha práctica. Puede que Paula estuviera en lo cierto: tenía muchas cosas que enseñarle todavía.
⇒ Más capítulos
Madre mía la montaña rusa de sentimientos 😯😯😯
Hablar de su futura relación a base de metáforas, hermoso
Dos cosas que maravilla de capítulo y lo segundo a ganar Paulita 👏🏻
Pero Cris 😍😍😍 por favor que excelencia, nos tienes acostumbradas a lo bueno. Porfi cuéntanos mas de la vida de Ro, que pasó con sus padres? Como terminó en hogares de acogida? Que curiosidad.
Capitulazo. He tenido ganas de abrazar a Ro unas cuántas veces
Me ha recordado a una canción de Doctor Deseo (y por fin entiendo la referencia a Ariadna en un fragmento).
«Perdido,
Ahora que sé, el límite soy yo,
Quien más me jode está dentro de mí,
En este laberinto sin Ariadna
Cuando las luces
Sólo sirven para deslumbrar»
Al amanecer seguir soñando
Cuando pienso: este es mi capítulo favorito, llega el siguiente y lo destrona, que maravilla leer esta historia🥰
Madre mía que intensidad de capítulo! Una vez más la escritora se ha superado y nos ha volado las pelucas. Cómo te mete dentro de la historia, como te envuelve, te zarandea y después nos deja ahí con un beso dulce y tierno. Vaya maravilla! Enhorabuen. Lo quiero en papel!
Waooo! Que maravilla escritora! Estoy literalmente enamorada de esta historia, de tus abues, de tu forma de escribir.. Aquí tienes una fan deseando pagar por tu arte.
Cuantas emociones 😍😍 gracias Cris por otro capitulazo 💗💗💗💗