El descanso del minotauro
20
Se había cambiado de ropa seis veces. Seis. Podría parecer que iban a ir al campo, a pasar un día en la finca, a pasear y tomar algo de sol, pero para Paula era más que eso: una presentación formal de su lado más feo a la chica que le gustaba. Ese era un asunto que pondría nerviosa a cualquiera.
No era solo entrar en el laberinto con Ro, era todo lo que eso simbolizaba para su alma. Allí dentro únicamente había entrado con su abuela, la mujer que le enseñó el camino correcto hacia el miedo, la que había ido doblando esquinas en el paraje misterioso del amor, de manera implacable, hasta ponerla frente a la bestia infausta que habitaba dentro de ella. Un animal desconocido para su corazón que había ido tomando forma con el paso de los años, con el peso de lo no vivido, con el poso terroso que deja lo que más se desea.
A la camarera ya le había mostrado retazos de sus inquietudes, sombras indefinidas de lo que la atormentaba, pero se disponía a darle una silueta corpórea a todo lo que le había dejado entrever a través de una rendija. Iba decidida a abrirle de par en par las puertas de su interior, con la esperanza famélica de que no se asustara cuando tuviera delante al monstruo.
Un rezo entre dientes y un deseo a media voz. Que no huya.
Aunque tenía que reconocer que Ro era, de todas las personas que había conocido en su vida, la única a la que veía con los arrestos suficientes como para no salir corriendo. Era valiente su camarera, una chica que prefería la verdad desnuda a las mentiras piadosas, alguien que había pretendido siempre quitarle los adornos y dejarla en la cruda realidad que componía su personalidad. Una mujer que se reía de sus excentricidades en lugar de dejarse arrastrar por la corriente impetuosa de su imaginación.
No, Ro no se había dejado nunca impresionar por sus luces, por lo que esperaba que tampoco le amedrentaran sus sombras.
Un mensaje en el teléfono y una escapada hacia delante. Ya no podía detener el ritmo frenético del tiempo que la empujaba sin remedio hacia un cruce de caminos.
Se miró en el espejo del ascensor, comprobando que su atuendo estuviera a la altura de las circunstancias. Un pantalón claro de tela fina, unas zapatillas cómodas y una camisa de manga corta, abierta y estampada de flores, que dejaba ver una camiseta blanca de tirantes. Se había decidido por algo atrevido para lo que era su manera sobria de vestir, porque, puestas a ir con la manta liada a la cabeza, directa hacia el más que posible desastre, ¿por qué no hacerlo llena de colores? Poco tenía ya que perder.
Ro la esperaba con la ventanilla de su coche cochambroso bajada, el codo apoyado y las gafas de sol en la punta de la nariz, sostenidas por dos dedos. Le sonrió con un gesto conquistador y un movimiento de cabeza que le indicaba el asiento a su lado, y Paula, parada con la puerta del portal cerrada en la espalda, sin atreverse a bajar los dos escalones que la llevaban a la calle, cogió todo el aire que cabía en sus pulmones y se lo quedó guardado para ella, sabedora de que, en algún momento, lo iba a necesitar. Correspondió la sonrisa, se inclinó para dejar un beso minúsculo en los labios de la camarera y dio la vuelta al automóvil para tomar asiento.
Saludó a Conan el Bárbaro, que sonreía como si supiera que se iban de aventura. Pobre iluso, quizá aquella era la última excursión que haría a la mansión.
—Ya me había acostumbrado a que no tuvieras el palo metido en el culo, escritorita.
—Estoy un poco nerviosa. —Luchó con el enganche del cinturón, pero tuvo que ser Ro quien la ayudara a ponérselo.
—Solo es un laberinto, Pau. —Intentó tranquilizarla con una caricia en el brazo.
—No es solo un laberinto. Ya te dije que está encantado.
-Pues si está encantado, me encantará.
-No estoy bromeando, Ro.
Ni yo. Ya había percibido antes el mundo con los ojos de Paula. Fue solo un momento, pero había sido capaz de ver a su monstruo personal. Se sentía preparada para lo que pudiera encontrarse en el laberinto, fuera lo que fuese.
—¿Crees que no me va a gustar lo que vea allí dentro? —Aquella pregunta hizo que, por fin, Paula la mirara, asombrada de que hubiera comprendido a la perfección qué era lo que la inquietaba.
—Te diría que estoy segura de que no te va a gustar, pero hace ya tiempo que dejé de intentar adivinar cómo vas a reaccionar. Nunca haces las cosas que espero que hagas.
—El mejor cumplido que me has hecho hasta la fecha. —Sonrió exageradamente y arrancó el coche.
El trayecto fue silencioso y anticiclónico, como si dentro de ese coche que se caía a pedazos estuviera teniendo lugar un increíble efecto invernadero. Estaba el mundo y estaban ellas, separadas del resto por cuatro latas despintadas que empezaban a contener, sin pretenderlo, un ambiente tenso, cargado de expectativas y de electricidad. Ro colocó la mano sobre el muslo de Paula cuando salieron de la ciudad, y ese tonto gesto consiguió apaciguar la estampida que estaba pataleando en el pecho de la escritora.
Se tiñó el aire del vehículo de colores pastel, de motas luminosas, de olor a verano, anticipando el clima desconcertante que iba a envolverlas cuando entraran en el laberinto. Parecía como si ya estuvieran en él, como si el camino hasta el centro del mismo hubiera empezado ya y ellas no lo supieran, aunque lo estuvieran sintiendo. Conan intentó cazar una de esas luces que flotaban en el aire, y Ro, que lo había visto por el rabillo del ojo, sonrió.
No sabía cómo, pero Paula había conseguido impregnar todo su mundo de imposibles, de momentos incomprensibles. Se estaba terminando por acostumbrar e, incluso, diría que hasta le gustaba. Ella, que solo veía molinos, se encontraba apreciando el aspecto de gigantes temibles que tenían a veces.
La casa estaba vacía, pues Manoli se había tomado unos días para ir a visitar a su hermana. Paula lo prefirió. Nunca nadie había recorrido el laberinto con ella, por lo que quería que ese momento tuviera toda la solemnidad que requería.
Soltaron al perro, que esperó a que Ro hiciera un asentimiento para perderse por los jardines. Le gustaba cazar mariposas, perseguir conejos y beber de los arroyos que llenaban el pequeño lago. Fueron directas al interior de la casa para guardar las bolsas con la comida, sin mediar palabra, y Ro se dio cuenta de cómo la escritora estaba alargando sus tareas hasta el límite para retrasar lo máximo posible el momento en el que se dirigieran hacia su destino principal.
—Oye, nunca me has enseñado el invernadero. —Le dio la excusa perfecta, y notó en su expresión, repentinamente relajada, que era lo que necesitaba.
—¡Es verdad! Vamos, que es precioso y huele a todas las flores del mundo.
La cogió de la mano y tiró de ella. Caminaron apresuradamente, con una Paula demasiado ansiosa como para disfrutar del día primaveral que bañaba la tierra. Iba dando saltitos, revoloteando a su alrededor, empujándola por los hombros cuando consideraba que Ro no andaba lo suficientemente rápido.
La estructura era de hierro y cristal, un poco opacada por el paso de las estaciones inclementes sobre ella, dándole un aspecto de cierto abandono desde fuera, con algunas enredaderas trepando por la pared. Sin embargo, una vez dentro, recuperaba la magnificencia que no se le atribuía desde el exterior. Plantas exuberantes, árboles frutales en las esquinas, flores tan grandes como manos, hojas carnosas aquí y allá y el ruido silencioso de los bichos que anidaban en la tierra húmeda.
En el centro había unas mesas de madera blanca desteñida por el roce, a modo de maceteros corridos, dividido a su vez en compartimentos pequeños, como un muestrario de flores diminutas y vistosas, de cactus exóticos, que quedaban a la altura de la cadera.
Una humedad un poco agobiante y el zumbido de un abejorro lejano. Los ojos de la camarera abiertos para llenárselos de todo lo que alcanzaba su vista y la sensación de encontrarse en otro planeta.
—Tienes razón, huele a todas las flores del mundo juntas.
—De pequeña intenté meter el olor en un tarro para poder llevarlo a todas partes —dijo Paula, mientras cogía de un tablón de trabajo un bote de cristal con su nombre escrito con letra infantil en la tapa. Se lo enseñó—, pero, cuando me lo llevaba a casa y lo abría, no olía a nada. Mi abuelo, que era mi jardinero personal, me dijo que lo dejara por aquí, que fuera de esta construcción de cristal perdía el efecto, así que siempre que lo abría, olía a flores. Yo pensaba que salía del tarro, pero era el propio olor del invernadero. Yo me lo creí, como todo, siempre.
—Así que tu abuelo también era un cuentacuentos, ¿no?
—Sí, sí que lo era. Se lo pegó mi abuela, ya sabes: los que duermen en el mismo colchón se vuelven de la misma condición. —Soltó un suspiro nostálgico.
—Entonces, ¿tu abuelo era un escéptico antes de conocer a tu abuela? —preguntó Ro como quien no quiere la cosa, deslizando las yemas de los dedos por la madera, dándole la espalda.
—Pues… ahora que lo dices, creo recordar que sí. Yo ya lo conocí convertido a la religión que profesaba mi nana, pero seguramente, en su juventud, fuera un pagano.
Ro, que liberó de todo peso de importancia aquella conversación, no dijo nada. No hacía falta, pues ella misma ya se había dado cuenta de que no era tan difícil hacerse adepto a la fe de esas dos locas, abuela y nieta. ¿Cómo no creer si veía materializarse los milagros a puñados delante de ella? Sin pretenderlo, Paula había conseguido que, en lugar de mirar, dejara que las cosas, por inconcebibles que fueran, llegaran aleteando hasta ella y traspasaran la piel de agua de sus ojos con naturalidad, que se le metieran dentro sin posibilidad de intrusismo y se fueran sedimentando allí donde encontraran un lugar donde posarse. Dejaba de ser crítica su mirada y se limitaba a ser, sin más, abierta de puertas y ventanas, sin ningún tipo de aduana.
Quizá nunca había estado tan alejada del mundo onírico como creía, sino que, hasta entonces, no se había sentido con la libertad de observar sin preguntas, por irónico que pareciera viniendo de ella.
—¿Qué hace esto aquí? Pensaba que todos estaban en la entrada —preguntó Ro, señalando un pequeño rosal solitario que presidía el centro de aquellos tableros.
—Es la única cepa que sobrevivió a la escabechina que hizo mi nana cuando se casó. Para darle una sorpresa a mi abuelo, estuvo podando los rosales por su cuenta y, cuando llegó el invierno, fueron muriendo poco a poco. Solo pudieron salvar esta. El rosal original. —Extendió las manos frente a su cara, como si estuviera enmarcando un titular.
—Qué metáfora tan poco romántica.
—En realidad tiene sentido. En las relaciones no vale hacer la guerra cada uno por su lado. Se muere el amor si no se trabaja en equipo.
—Siempre le encuentras la manera de darle la vuelta a todo, ¿no?
—Así me han entrenado. —Se encogió de hombros con una sonrisa y le rozó el hombro con el suyo.
Caminaron en silencio por la estancia, llenándose los pulmones de ese polvo de hadas que parecía impregnarlo todo cuando dejaban atrás las leyes de la termodinámica. Continuaron paseando hasta la puerta trasera y la traspasaron, llamadas por el laberinto que, nada más verlas aparecer en los terrenos con el susto pintado en el rostro, ya sabía que habían ido a verlo a él.
Las fue guiando por el césped, esquivando su atención del huerto, de las bancadas de flores exteriores, del pajarero que hacía de linde del terreno contiguo, enfocándolas únicamente en la entrada hacia el interior de Paula.
Se plantaron en frente como si no hubieran percibido el transcurso del tiempo hasta que habían llegado allí, como si el trayecto no hubiera empezado hacía diez minutos, sino media vida. Así era imposible recordar cada curva del recorrido, si este empezó mucho antes de saberlo.
—¿Entramos? —Suspiró Paula, girando la cara hacia ella.
—Vamos.
Ro le cogió la mano y dio un paso que la introdujo dentro. Sintió como si acabara de traspasar una frontera gelatinosa y fría, y, el hecho de haber sido ella, sosteniendo entre los suyos los dedos de Paula, quien entrara la primera en el laberinto, hizo que este se sacudiera ante sus ojos y cambiara sutilmente de color, recorriendo en una onda expansiva callada cada tramo de setos con una tenue vibración atmosférica, haciendo que los insectos y los pájaros levantaran el vuelo al percibir la ola que iba modificando el aspecto de todo lo que tenía delante. Ro se sobresaltó y cogió todo el aire que pudo, intentando dejar la mente abierta para que entrara, sin hacer mucho ruido, todo lo que Paula le quisiera mostrar.
La escritora entró inmediatamente después, notando el minúsculo cambio que había azotado su lugar en el mundo. Entornó los ojos y ladeó la cabeza, percibiendo ese je ne sais quoi que hacía que todo pareciera exactamente igual, pero ligeramente diferente. Ro tiró de ella y Paula sonrió. La notaba impaciente, excitada, ansiosa por llegar al centro.
—No es por ahí.
Ro comprendió que no era suya la tarea de encabezar la marcha, por lo que dio un paso atrás y dejó que fuera Paula quien comenzara a doblar esquinas con los ojos cerrados. Estaba como en trance, como tirada por un gancho desde el estómago. No tenía en su mente el recuerdo del camino correcto, sino que lo tenía dibujado en las tripas, tatuado debajo de la carne, porque era el suyo propio.
La camarera observaba todo a su alrededor, cómo había ocasiones en las que el sendero parecía ir cerrándose tras ellas, cómo tenía la sensación, al avanzar, de que las ramas de uno y otro lado se aproximaban casi imperceptiblemente, intentando erigir a su espalda una muralla de vegetación imposible de traspasar. No tuvo la impresión de que su acompañante notara nada extraño, pero era como si el propio laberinto las impulsara hacia delante empujando desde atrás, igual que cuando aprietas el bote de la pasta de dientes.
Escucharon unas risas escandalosas, o quizá fuera el viento, y un tarareo que imitó Paula en cuanto lo oyó, recitando una música entre dientes que le sonaba, pero no sabía de qué.
—¿De qué conozco esa música? —musitó Ro en un hilo de voz, temerosa de romper la magia que envolvía el lugar.
—Es la misma melodía de la caja de música. ¿Te acuerdas? —Se volteó para observarla, incrédula, deteniendo sus pasos.
Ro la entonó a trompicones. Solo la había oído una vez y basta, borrándose al instante de su memoria, pero tenerla allí, flotando en el ambiente, había reactivado aquel recuerdo escondido entre pliegues de sábanas. Paula abrió los ojos y sonrió, incapaz de llevar sus pensamientos más allá del hecho de que su camarera cínica se estaba dejando contagiar por ella y sus circunstancias. Ya tendría tiempo de reflexionar sobre lo que eso significaba; en ese momento solo quería disfrutarlo.
Antes de llegar al centro, un movimiento a la izquierda de Ro llamó su atención. Se giró deprisa para no perderlo, pero solo alcanzó a ver el vuelo de lo que parecía una falda floreada. Asintió hacia el lugar y le llegó un suspiro que no era suyo, una aceptación, una risita traviesa. Volvió a mirar al frente y se encontró con la enorme espalda de Paula delante, flanqueando el arco que formaba la entrada al centro del laberinto. Contuvo la respiración y Paula, sin volver la vista, lanzó su mano hacia atrás, buscando a tientas el cuerpo de Ro, embebida por la imagen de aquel minotauro majestuoso, unos metros más allá. La camarera se pegó a ella, un poco inquieta, y se llenó de su calor.
Paula empezó a andar, dando un paso al lado para abrazar los hombros de su camarera asustada, y se fijó en su cara mientras observaba a la bestia que se alzaba orgullosa delante de ellas. Sin embargo, no encontró unos ojos abiertos de estupor, sino una mirada de reconocimiento hacia él, de desafío, incluso. Entornó los ojos cuando Ro se deshizo de su brazo y se aproximó a la gigantesca figura, elevando el rostro para abarcar toda la magnificencia tallada que tenía delante.
El minotauro le devolvió la mirada, altanero como siempre, pero sorprendido de tenerla allí. Nunca una mujer ajena a la familia había llegado tan lejos, jamás nadie había estado a un gesto de la mano de tocar el miedo infame que consumía a Paula. Ro vio algo de temor en sus ojos y apretó los dientes con rabia. Allí, subido en el pedestal real y metafórico en el que su escritora lo había elevado, se sentía invencible. Deseó quitarle esa mueca de suficiencia de un guantazo, pero reverberaron en su cerebro las palabras dichas por él mismo unos días atrás.
—Tú no puedes tocarme, aunque ella crea que sí.
Ro se giró sobre sus talones y se encontró a una Paula desconcertada pero sonriente, como si todo tuviera sentido para ella, aunque eso no pudiera ser.
—Lo conoces —susurró, atando cabos.
—Sí.
—¿Cómo es posible? Nunca te he hablado de él.
—Quizá no con palabras, Paula, pero está en todo lo que haces, en la manera en la que sientes, en la forma negligente en la que crees en el amor.
—Nadie nunca lo ha visto. —No daba crédito.
—A lo mejor es que pensabas que cualquiera que lo viera se iba a asustar.
—¿Tú no?
—Te he pedido que me lo enseñes, ¿no?
—Entonces ya lo sabías… —Bajó los brazos con derrotismo y agachó la mirada al suelo.
—¿Que estás muerta de miedo? Claro que lo sabía, cariño, hemos hablado mucho de este tema. —Se acercó a ella y la tomó de la mano—. Te… te asusta el amor, la locura, la pérdida. Tu miedo es el minotauro. —Concluyó con un suspiro.
—Es solo una parte de él.
—No entiendo.
—El minotauro es humano y bestia a la vez, como yo, que estoy dividida entre lo que más deseo y lo que más me aterra. Yo soy el minotauro, Ro, y el miedo solo es una parte de mí, la animal.
—Es verdad… —Ro comprendió, de repente, todo lo que su escritora llevaba un tiempo queriéndole decir.
—Esta convivencia, esta lucha diaria me está destrozando por dentro… —Se mordió los labios e intentó contener las lágrimas que le habían nublado la visión—. No quiero que gane, Ro, necesito que alguien lo mate.
—¿A quién? —Tembló su voz y su cuerpo.
—Al monstruo. Que desaparezca el animal asustado y se quede la humana, que sufra si tiene que sufrir, pero que sienta, porque me estoy perdiendo la vida en esta guerra que no acaba nunca.
—¿Y quién lo tiene que matar? —Le acarició las mejillas y quiso metérsele dentro para besarle el corazón.
—Mi Teseo.
—¿Teseo?
—Es el héroe del mito que consigue destruir al minotauro.
—¿Me lo cuentas? —le pidió, tirando de sus manos y haciendo que se sentara a los pies de la escultura, con la espalda pegada al pedestal sobre el que se alzaba.
—Verás, el minotauro era hijo de la mujer del rey Minos y de un toro blanco que Poseidón le regaló al rey. El minotauro, que según crecía se volvía más sanguinario y salvaje, solo comía carne humana, por lo que estaba provocando tremendo lío en la ciudad de Creta.
—Tremendo lío. —Soltó una carcajada que provocó un bufido en el minotauro. Ella lo miró desde abajo y se encogió de hombros.
—Imagínate un bicho gigante comepersonas atemorizando a una ciudad entera.
Paula aceptó el tono más liviano, encantada de escuchar la risa de rata de Ro e ignorando la incomodidad de la bestia a su espalda. El animal refunfuñaba, consciente de que hablar de él con tanta ligereza le quitaba impacto y derretía el temor. Y eso no lo podía consentir.
—¡Voy a comerme a los niños, GRRRRRR! —Ro reía como una loca, dejando caer la cabeza sobre el hombro de Paula, que dibujaba patrones aleatorios en su mano.
—A los niños y a todo lo que se movía, Ro, hazme caso, menuda carnicería. Por ese motivo, el rey Minos decidió hablar con Dédalo, que era el arquitecto estrella, que, por cierto, fue el mismo que construyó una vaca de madera para que la mujer del rey pudiera copular con el toro blanco. En fin, no sé cómo pudo volver a confiar en él, era el Calatrava de la mitología griega, francamente.
—JAJAJAJAJAJAJAJA. —Ro sintió una respiración húmeda y ardiente en su nuca, lo que cortó su risa y le hizo tragar saliva. No necesitó volver la cabeza para saber de quién se trataba—. Sigue, por favor.
—Pues Dédalo decidió construir un laberinto gigante para contener al minotauro, que estaba incontrolable. Un hijo del rey Minos murió en Atenas, por lo que Creta le declaró la guerra. Cuando la ganó, impuso un tributo a la ciudad griega: entregar siete efebos y siete doncellas a Creta para alimentar al minotauro y que estuviera tranquilito.
—¡Qué horror!
—Así es, pero quien pierde, paga, por lo que Atenas cada nueve años les daba a catorce ciudadanos para pagar su tributo y alimentar al monstruo. Los metían dentro del laberinto y, como era imposible hallar la salida, el minotauro los encontraba antes y se los merendaba. Fue así hasta que Teseo, un hijo del rey de Atenas, se cansó y se presentó voluntario para ir a Creta como parte de la ofrenda.
—¿Como la de Los juegos del hambre?
—¡Exacto! —Otra risotada y de nuevo el minotauro, tras el cuello de Paula esta vez, mirando con rencor a la camarera y con estupefacción a la escritora—. Estaba harto de la masacre que estaba sufriendo su pueblo y se apuntó, dispuesto a matarlo.
—¿Y lo consiguió?
—Sí. Lo mató y terminó con aquella barbarie. Y eso es lo que yo necesito, Ro, una Teseo valiente que aniquile a mi animal interno sin compasión, que me deje libre para amar y vivir, que me salve, porque no puedo continuar así…
Ro la abrazó con ternura, acogiendo su cara en el pecho y acariciándole el pelo. El minotauro soltó un bufido de satisfacción y se irguió altanero, con una sonrisa tirana, volviendo a su lugar. Por mucho que Paula hubiera llegado hasta allí con otra mujer, no tenía en sus manos aquella invitada indeseable el arma que lo destruyera. Ella, precisamente, que no creía en ese amor, que no confiaba en un lazo sentimental que ensalza la dependencia que genera salvar y ser salvada. No, ella nada podía hacer por el corazón de Paula, y eso calmaba las tribulaciones del animal.
Las observó desde allí arriba, con su respiración tranquila, pausada. Eran hermosas juntas de tan opuestas, no lo podía negar. Esa muchacha que protegía a su Paula tenía capacidad para cuidarla si llegara el día en el que él ya no pudiera. Pero ese día no iba a llegar. Su Paula era demasiado frágil, demasiado pura para este corrosivo mundo. La habían criado entre algodones, como el capricho de todos, incluido el suyo. Era bella su alma y estaba llena de amor, un amor que no podía ser entregado a cualquiera que apareciera con una sonrisa bonita y sentimientos descafeinados. Había mirado dentro de Ro y había visto que no había lugar para su Paula en un corazón de cemento.
Solo una persona, una heroína que luchara por ella y la guardara con la fiereza con la que él mismo lo hacía, tendría el derecho de optar al privilegio de hacerla feliz. Y esa persona no era Ro.
—Yo lo vi. Lo vi un día. —Rompió Ro el silencio.
—¿A quién?
—Al minotauro. A este minotauro. Tú dormías y yo sentía que te estaba queriendo. Entonces apareció.
Paula salió de su escondite y la miró a bocajarro.
—¿Tú me estabas queriendo?
—A veces lo hago. No a tu manera, eso es imposible. Pero sí a la mía. Ahora entiendo que pude ver tu miedo, que el minotauro se me hizo visible porque no le gusta mi forma de quererte.
—¿Y qué forma es esa?
—Bien.
Paula parpadeó muy deprisa. No quería perderse ni un segundo de la visión de la mujer que tenía enfrente. No era su Teseo, sabía desde hacía semanas que ella no iba a luchar para salvarla. Ro no era así. Sin embargo, bajo aquella luz cálida del mediodía, al amparo de la presencia de la bestia que tenían detrás, le pareció que brillaba en sus manos una espada que le quedaba demasiado grande.
—¿Por qué no iba a querer mi minotauro que alguien me quisiera bien?
—Porque la manera en la que él te quiere, con esa sobreprotección enfermiza, y en la que tú crees que tienes que querer, con necesidad, necesidad de ser salvada, no es sana, Pau. Pero ni él ni tú lo sabéis.
—Somos la misma cosa.
—Por eso mismo. El minotauro es como la puerta de una discoteca, que elige quién entra y quién no a tu corazón. Y esa decisión no es una que deba tomar el miedo.
—Yo quiero que tú entres —musitó con un puchero.
—No, no quieres, porque te da pavor que no me quede para siempre.
—De lo que no os habéis dado cuenta aún, ni el minotauro ni tú, es de que ya estás dentro.
Ro la miró con el pecho encogido, saltando su mirada de un ojo al otro de la escritora.
—Estás aquí —continuó la escritora, colocando un mechón de pelo tras su oreja, refiriéndose al centro mismo del laberinto—, escuchando historias mitológicas de una loca del hacha que acaba de poner delante de ti su parte más fea.
—Y no he salido corriendo —le recordó, levantando un dedo, divertida—. Y por eso a tu minotauro no le gusto ni un pelo, porque no me importa demasiado que esté rondando por aquí, no voy a matarlo, porque no es asunto mío. Y le jode que pase de su cara. Le jode muchísimo.
—Es un reclamador de atención —le siguió Paula la broma.
—Un enfant terrible. —Rieron ambas.
—Entonces, no piensas matarlo, ¿no?
—No entra dentro de mis competencias, guapa. —Se puso en pie, le tendió las manos y la ayudó a recuperar la vertical—. Bastante tengo con ocuparme de mis traumas como para tener que cargar también con los tuyos.
—Muy generoso por tu parte.
—Lo es, aunque ahora no te lo parezca.
—Tendré que seguir buscando a mi Teseo entonces. —Suspiró teatralmente, encaminándose hacia la entrada al centro del laberinto.
—No te enteras, escritorita. Nadie va a matar al minotauro por ti.
—¿Qué quieres decir? —Se detuvo justo antes de traspasar el arco que las devolvía al primer pasillo de setos.
—Que al minotauro tienes que matarlo tú, Paula. Tú eres tu propio Teseo.
Ro comenzó a caminar sin esperarla y Paula se quedó allí unos segundos, asimilando lo que acababa de escuchar. Se giró y miró al minotauro, que apretaba los puños con las aletas de la nariz hinchadas de furia. Entornó los ojos, analizándolo. Estaba enfadado, estaba… Estaba muerto de miedo.
Una sonrisa cruzó su cara y le dio la espalda, empezando a corretear por los pasillos en busca de Ro, que la esperaba un par de pasillos más allá. No se había perdido, y eso le sorprendió. La cogió de la mano y continuaron el paseo, escuchando a su espalda, justo antes de salir, un rugido animal estremecedor que tiñó de nubes el cielo sobre el laberinto.
Paula apretó el agarre en la mano de Ro y echó a correr entre risas, ya fuera, tirando de ella y alejándose del cielo nublado que habían dejado atrás.
COMO NOS VAS A DEJAR ASI CRIS????????? Por favor hagan algo, es navidad. Capitulico doble de regalo, gracias. Piénsenlo 😂❤️
Maravilla como siempre.
hermoso, sensible y puro, nada más
Nunca suelo escribir en los comentarios pero es que tengo que hacerlo. Muchas gracias por esta historia, eres increíble escritora. Mereces todo lo bueno y que tus libros lleguen a todos los rinconcitos del mundo. Cuando seas bestseller diré que yo te leía de antes 🙏🏼🥰
Roooo ya te quiero un montón.
Gracias Cris por todo lo que transmites cuando escribes.
El minotauro como esa representación romántica tóxica de Disney donde se necesita de un príncipe que salve a la princesa.. y Ro desmontándolo. Porque realmente todas somos nuestro propio Teseo luchando contra nuestros minotauros (miedos), y en este caso Ro para Paula puede ser la armadura, el escudo o quizás la espada pero que sin ella no los viste/empuña no podrá derrotarlo. Chapó escritora 👏🏻
Ro puede que no sea el Teseo que va a matar al Minotauro, pero si es la persona que le va a hacer ver a Teseo donde está la espada para hacerlo.
Capitulazo
Pues déspues de ese pedazo de capítulo no tengo palabras para decribir lo extraordinária que es esa história. Donde puedes visualizar con realidad al laberinto, el minotauro, los cambios que percibe Ro adentrandose por los pasillos. Donde puedes sentir dentro las emociones de cada una, hasta las del minotauro.
Eres una genia, Cris!
Que maravilla de capítulo, casi ni he pestañado de lo enganchada que me tenía leyéndolo.
Un capítulo impecable, cómo cada cosa que he leído tuya Cristina; la narrativa me encanta, evoca pasajes del alma que provocan emociones contrapuestas… Gracias una vez más por este fantástico viaje al laberinto.
Vaya capítulazo, me ha gustado mucho muchísimo 😁😊😁.
Cris me fascina lo bien que describes / nos cuentas los sentimientos y emociones que tienen los personajes de tus historias 🥰🥰.
Cada día me gusta más Ro