Dos hijas para la muerte
Epílogo
Epílogo
El cielo estaba teñido de sangre y oro, señal de que sería un gran día. La plataforma se encontraba en posición delante del palacio y relucía como si la hubieran bruñido también durante toda la noche para hacer juego con el trono. Los curiosos comenzaban a congregarse y lo señalaban con expectación. Aunque la villa imperial recibía visitas con frecuencia, recorrer el Camino Dorado era un privilegio al que rara vez se atrevían los extraños: se contaban historias extrañas acerca de él.
—Las espías imperiales no descansan —canturreó Juven mientras avanzaba hacia ellas.
—Si me disculpáis…
—Cobarde —murmuró Giove cuando llegó y la espía ya se había internado entre la gente con ligereza, dispuesta a desaparecer—. Me debe un montón de dinero.
—Cariño —contestó Juven, toda diplomacia—, creo que es el momento en que se lo perdonas porque asumes que jamás lo vas a recuperar.
—Nunca.
—Vete a la mierda.
Una familia pegó un respingo al pasar cerca de ellas y se alejó con rapidez. Juven se llevó una mano al pecho para fingir sumo arrepentimiento; parecía la actitud más adecuada en caso de que esa historia llegara a los oídos de la coronel. Claro que, seguramente, solo le prestara atención a la parte en la que las sombras de la Emperatriz estaban eludiendo sus responsabilidades.
—Solo es una conmemoración —le recordó Juven—. Irá bien.
Asintió, porque era cierto. No había peligro. Nadie marcharía por el Camino Dorado para cambiar el mundo, nadie descendería del trono para arruinarlo. La sensación, sin embargo, se le había quedado adherida en el pecho y no parecía ir a marcharse nunca. Había noches en las que se despertaba sudando mientras veía el sol a punto de deshacerse, había días en los que recordaba de repente los árboles cercándola, había ocasiones en las que olvidaba su aspecto de verdad y se asustaba al verse en los espejos.
Las sombras la condujeron hacia uno de los patios del interior del palacio donde se ultimaban los preparativos. Las guardias danzaban para formar, las sirvientas recogían telas desechadas y las hijas colocaban las últimas flores en las paredes. Las profectas lanzaban órdenes de forma indiscriminada a unas y a otras, atareadas en su función de liderazgo que habían asumido desde la pérdida de la Primera Dama. Al menos también habían apresado a Silva entre los preparativos, por lo que la coronel no pudo hacer más que lanzarles una mirada de advertencia.
—Señora.
La modista las hizo parar. Titiana se apresuró a iniciar una queja, pero Giove la soltó tan rápido para irse que se vio indefensa. Perdió la oportunidad en esa duda de solicitar la ayuda de Juven, que se alejó como si no se hubiera dado cuenta de lo que estaba pasando.
—Por favor… —probó.
Dobló las rodillas lo mejor que pudo para que la mujer alcanzara a ponerle la panta sobre los hombros. Cuando pudo incorporarse, el ruido del patio se había intensificado como si alguien hubiera golpeado un nido de avispas. La modista le dio un golpe para que le permitiera recolocarle los galones en el pecho y la obligó a permanecer quieta, contrita, en lo que la Emperatriz se colocaba en el centro de la estancia.
Las profectas fueron las primeras en acercarse para hacer gala de la amistad que unía a la congregación con el Estado. Dos sillas del consejo estaban ocupadas por esas mujeres, y solo porque Quinta había renunciado a lo que creía aburrido; merecía la pena que mantuvieran esa amistad, aunque solo fuera por eso. Aunque el cariño se notaba en los gestos.
Titiana apartó a la modista después de que las sombras también hubieran presentado sus respetos en privado. Por mucho que su andar renqueante la hiciera quedar última, esa vez no quería hacerla esperar.
—¿Preparada, mi Emperatriz? —le preguntó Titiana.
—¿Lo estás tú, mi comandante?
—Nunca. Pero estoy contigo.
Las puertas del palacio se abrieron de par en par mientras los tambores anunciaban el inicio de la festividad. Pese a que no había respondido a su pregunta, Titiana echó a andar con firmeza.
La villa se quedó en silencio cuando salieron y se mantuvo igual de respetuoso mientras alcanzaban la escalinata que llevaba al trono. Al igual que todas las veces anteriores, la Emperatriz dudó en el primer escalón, como si esperara una señal divina.
Titiana se arrodilló.
—Larga vida a la Renacida —dijo. El primer coro de voces la secundó sin dudar. El ruido llenó todo el exterior en un suspiro al repetirlo y arrodillarse a la vez, en lo que la Emperatriz comenzaba a subir la escalinata hasta el trono—. Larga vida a Helda Rosa.
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¡IMPORTANTE!
Por ajustes en nuestro calendario, lanzaremos Dos hijas para la muerte más adelante… Estamos preparando una edición muy especial 😉