Dos hijas para la muerte
Nueve
(Parte 2)
Titiana se consolaba pensando que no era la única que estaba nerviosa. Podía ver cómo la respiración de Juven era cada vez más pesada, o la forma en la que Giove cambiaba el peso del cuerpo de un pie a otro. Silva llevaba recorrido el pasillo tantas veces que la suela de las botas empezaba a deslizarse de más. Los colosos estaban a punto de llegar, ellas estaban a punto de ser excluidas.
Era un hito histórico que alguien de los emperadores Rosa optara por reunirse a parlamentar con el enemigo dentro de su propio hogar, pero era todavía más inaudito que las guardias de la Emperatriz no fueran a formar parte de ello. El hecho de que el ejército también tuviera el acceso vetado no mejoraba la situación en absoluto, simplemente no las convertía en un hazmerreír. El comentario había provocado la ira de Silva y las comandantes como ningún otro. Ellas no eran iguales que el ejército, nunca jamás deberían serlo; en asuntos de la Emperatriz estaban por encima.
Era un mal momento para romper eso. Sobre todo cuando a ella le habían exigido tener más información. Titiana no dejaba de recordar el cuchillo en la ingle, el gesto de Luna impasible: la mataría. No habría dicho que así funcionaban los rebeldes, pero lo cierto era que ya lo sabía. Sencillamente no se había imaginado en esa posición, porque su fe en ellos era inquebrantable.
Por continuar con vida.
Vio a Silva frenar al llegar al final del pasillo y se le encogió el corazón. Era egoísta, la coronel tenía razón.
—Aún podemos convencerla —probó, en un tono quedo.
A su lado, Giove puso los ojos en blanco como cada vez que hablaba, aunque la tensión de su cuerpo indicaba que le interesaba el comentario. Juven no había ni siquiera parpadeado; estaría pensando en todo lo que podría pasar y las formas en que los dioses lo evitarían.
—No podemos —contestó Silva. Tenía el ceño tan fruncido que la frente se le había llenado de arrugas, parecía estar envejeciendo a cada instante, como si fuera un miembro del coro—. Ha dado su orden. Es firme. No vamos a hacer más.
—¿Y quedarnos aquí es conveniente? —preguntó una de las guardias de la penumbra.
Silva apretó los labios, más arrugas en el rostro. Sin duda no le gustaba el comentario, pero las sorprendió suspirando después.
—No. Dividíos —determinó. Se enderezó como si se encontrara ante todo el ejército y tuviera que disponer de las tropas. Las comandantes decían que ya lo había hecho en otras ocasiones—. Id al recinto principal, que os vean por allí. Nada de primera fila, como acordamos —añadió—, pero en las esquinas. Que otras vayan al pasillo lateral. Vosotras —se volvió hacia las sombras—, quedaos aquí. Es la zona más cercana a la que nos permiten el paso.
—¿Y si…?
La coronel hizo un gesto con la mano para sellar las protestas. Había hecho el arreglo que podía sin salirse de lo acordado con la Emperatriz, todo lo demás sería una traición y la destituirían. Ni las comandantes mejor ubicadas querían eso. Silva era buena en su trabajo, pero sobre todo era buena para enfrentarse a la Primera Dama, un puesto que nadie envidiaba.
Todas las guardias se apresuraron a acudir a su nueva ubicación. El cambio era sutil; aun así, si alguien era capaz de verlas y pensar que la Emperatriz estaría protegida por ellas en la sombra, el resultado sería aceptable. O menos vergonzoso.
Se revolvió el sitio mientras Silva daba más órdenes y guiaba a las guardias rezagadas para ocupar también un puesto que le permitiera dejarse observar. La comitiva de colosos observaría a las mujeres uniformadas que había entre las sombras, alguno informaría a la reina del peligro en la distancia.
—No podemos quedarnos aquí —protestó hacia las otras sombras. Juven seguía sin hacerle caso, Giove la miró de reojo con el hartazgo habitual—. Estamos al fondo, en una galería de… Somos su sombra, tenemos que estar ahí.
—Son órdenes de Silva —contestó Giove. Llevaba las espadas cortas cruzadas en la espalda y colocó las manos justo encima, como si señalara que estaría lista, aunque estuviera a un pasillo y dos paredes de distancia de la sala de la reunión—. Este es un buen sitio.
—Son órdenes de la Emperatriz —añadió finalmente Juven. Por un momento, el suspiro de después le dio esperanzas a Titiana—. No voy a incumplirlo y que los bárbaros inicien una guerra por nuestra culpa. Son negociaciones.
—No se atrevería.
—¿Por qué no? Es la reina bárbara.
—Porque estaría muerta también —contestó Juven, paciente. Sin embargo, tenía el gesto más serio que indiferente, una rareza en ella—. No creo que arriesguen a su reina. Además, la Emperatriz tendrá algún truco.
Era una forma elegante de decir que igual que había podido encargarse de rocas podría encargarse de personas. A Titiana eso le revolvía las tripas. O tal vez el hecho de que el detalle la tranquilizara era lo que le revolvía las tripas. Llevaba sin dormir bien desde la reunión con Eos, si acaso era capaz de hacerlo bien antes. El viaje al sur había hecho un buen trato con su insomnio.
—Si somos sus sombras…
Sacó todo el aire por la nariz. Fingió que las palabras de Giove no la habían molestado y se colocó muy firme, muy seria, muy formal. Notaba calambres en las piernas de aguantar la tensión, empezaron a hormiguearle las manos después de un rato de tanto apretar la una contra la otra a su espalda.
Creía que había pasado una eternidad cuando resopló.
—Tengo que mear —soltó.
—¿Qué? —Juven frunció el ceño—. No puedes irte ahora.
—Tampoco estamos haciendo nada, ¿no? Ni siquiera sabemos si han llegado.
—Aún no han sonado las campanas…
—Da igual —resolvió—. No es útil estar aquí y… me meo.
—¿Vas a matarme si me atrevo a ir a mear?
Lo vio en su cara. No. Pero le encantaría hacerlo porque sabía lo que iba a pasar. Igual que Juven, que negó con suavidad y alargó una mano hacia ella, en un ofrecimiento muy poco sutil. Era la peor excusa que podía presentar.
Se dio la vuelta y se marchó con tranquilidad; al verla nadie sospecharía. Era una guardia más recorriendo el palacio, una persona más que atravesaba el pasillo para ir hacia uno de los cuartos que servían de aseo para los sirvientes del palacio.
Se había quitado las botas antes de atravesar la puerta. La panta, rígida y con los colores de las guardias, cayó justo después. Estaba quitándose el fajín cuando apareció una sirvienta de detrás de un murete que separaba la zona general de las duchas. Titiana le dedicó una sonrisa encantadora. Se le daba bien serlo cuando quería, una sonrisa perfecta y unos ojos melosos, que prometían lo que fuera. Sin embargo, la sirvienta arqueó las dos cejas y se aferró mejora la toalla con la que se cubría.
No era el plan inicial de Titiana. Su estrategia era tan burda como deshacerse de todo lo que la pudiera identificar, esconder las armas bajo la túnica, entre la ropa interior si era necesario, y fingir que se había confundido de camino: le serviría un simple vistazo, solo quería una prueba. La sirvienta le acababa de dar una idea mucho mejor.
—Lo siento —le prometió a la chica, echó un vistazo rápido y de una zancada se hizo con la ropa que estaba convertida en un bulto en el suelo—. Lo siento mucho. Te lo recompensaré.
—¿Qué…?
La sirvienta apenas había entendido lo que estaba ocurriendo cuando ella ya se había quitado su túnica y pasado la de la otra por la cabeza. Le quedaba justa en el pecho, pero le serviría. De acuerdo con el estatus de la joven, era lo bastante larga como para cubrirle los muslos, y, aunque también le apretaba, no tanto como para no permitirle esconder una daga. En un último momento, cogió también las sandalias de la sirvienta y la panta fina que había al lado. Debía de ser una de las sirvientas de las profectas, quizá incluso de la Emperatriz, para llevarla: eso mejoraba el disfraz.
Las palabras se le cruzaban unas con otras, sin sentido. Estaba claro que la sirvienta se había asustado, también que jamás iría en contra de una guardia: denunciarla podría suponer la expulsión del palacio, donde sin duda viviría con comodidades. Incluso si la descubrían, ganaría más callada que hablando de lo ocurrido. Y nadie la creería. Titiana rezó porque fuera así; había dioses burlones que le harían caso solo por reírse de la pobre sirvienta. Se consoló con eso mientras corría por el pasillo.
Las sandalias le resbalaron cuando llegó al corredor que daba a la sala de la reunión. La Emperatriz había determinado que las guardias ni siquiera llegaran a ese punto, con la idea de evitar ningún tipo de agravio hacia los invitados, por si acaso consideraban el exceso de cercanía una afrenta. Eso le permitió coger uno de los jarrones que había en una vitrina, tirar las flores, y esconder las filigranas doradas entre la tela de la túnica, de tal forma que pasara por una jarra de agua normal. Ella era gigante, una sirvienta jamás sería tan inmensa; se sintió torpe mientras se encorvaba para pasar desapercibida; se sintió estúpida, porque lo echaría todo a perder y habría una guerra.
Empujó la puerta con el hombro y se coló en la sala del trono. Había estudiado la distribución de cada columna del lugar, sabía dónde se colocaría la Emperatriz, dónde lo harían las profectas, de qué forma conducirían a los recién llegados por el pasillo. Dio una serie de pasos cortos hacia la izquierda, a la plataforma donde se ubicaría el coro.
Una parte de las mujeres volvieron sus ojos ciegos hacia ella y la otra permaneció impasible, con la mirada clavada en el centro. Llevaban las túnicas de un azul blanquecino que las hacían parecer tan espectros como esa coordinación absoluta; parecían respirar al unísono. Parecían juzgarla al unísono. Pero no podrían alertar de su presencia. Titiana levantó un poco el jarrón, a modo de justificación, y se pegó igualmente a la pared, dejándolas por delante. Veía por encima de sus cabezas, y en seguida perdieron el interés en mantenerla vigilada.
Decidió que los bárbaros no tenían nada que hacer contra esa mujer en el trono. Ni contra las profectas firmes a su lado, ni contra el despliegue que eran las Segundas Hijas en el resto de la sala, listas para usar sus poderes si era necesario. Desde luego, no tenían nada que hacer contra el coro, que permitiría que los dioses vieran y oyeran todo cuanto ocurriría. Incluso si los bárbaros no creían, tendrían que reconsiderarlo.
Los colosos iban ataviados con ropas pesadas para estar en el Imperio. Enormes abrigos de piel que les caían sobre túnicas de tela gruesa, botas hasta las rodillas y una suerte de pantas que coleaban hasta el suelo. Los colores azules, rojos, verdes, naranjas se mezclaban en cada traje hasta el punto de parecer hechos de relates sueltos. Aunque lo más impresionante eran las máscaras con las que cubrían sus caras, cada una de ellas diferente de la anterior y más terrorífica. Había una especie de león, con el pelaje hecho de llamas y con enormes bigotes que se movían a cada paso. Un mono con la boca abierta llena de colmillos afilados, un pez con los ojos gigantes y blancos. Otro era un lagarto, con escamas azules que brillaban y emitían reflejos nacarados. Resultaba difícil saber quién habría debajo de las telas, de ese escudo pintado: siete invitados bárbaros, a la vez parecía que ninguno sería la reina y cualquiera podría serlo.
Helda rompió el hechizo al inclinar la cabeza. Las perlas que le caían en la frente tintinearon al entrechocar entre sí, igual que lo haría la lluvia contra las flores.
—Bienvenidos —saludó. La voz era más suave de la cuenta, pero había una firmeza que resultaba convincente—. Espero que el largo viaje que habéis hecho hasta aquí haya sido agradable.
—El Imperio tiene unos paisajes excelentes —dijo uno de los bárbaros. Resultaba imposible saber cuál, con esas máscaras; el tono era neutro—. Conquistar todo lo que no te pertenece tiene ciertas recompensas.
—Proteger a las gentes de ataques de bárbaros supongo que es una de esas recompensas, sí.
Supuso que así era como transcurrían las negociaciones: batallas dialécticas para no llegar después a batallas en el campo. Una carcajada recorrió a los colosos, compartida y única, imposible de definir. Igual que una enorme bestia de varias cabezas, que se movía y tragaba a la vez. En el trono, Helda se mantuvo tan rígida como regia ante lo que era un agravio. Pero las profectas tampoco parpadearon, las hermanas ni siquiera se movieron y el coro permaneció en silencio completo.
—Somos pueblos, no tribus…
Una de las personas que estaba en la segunda columna levantó la mano y quien hubiera hablado no llegó a completar la frase. Con un simple paso hacia el centro, la persona con la máscara de lagarto salió de la formación. Coordinados, los demás miembros de la comitiva pasaron a formar un bloque detrás.
—Agradezco la invitación a la villa imperial —dijo Antiniara—. Siempre he querido conocer el corazón del Imperio. Ver qué tenía de especial para que fuera una elección tan mantenida…
—El Imperio es la cuna…
En el trono, Helda tensó la espalda. Las profectas la miraron sin esconderse.
—Me gusta tu Imperio —decidió Antiniara. Al sonreír, de repente sele retorció el tatuaje, se le incendiaron los ojos. No era natural. Titiana notó que el corazón se le aceleraba mientras la reina sentenciaba—: Entiendo por qué quieres quedarte aquí, Kathas.
El coro emitió un gruñido a la vez. Helda se puso en pie.
—No tienes derecho a estar aquí.
Dacia dio un paso hacia Helda cuando esta se acercó a los escalones. Un crujido recorrió la sala por completo, hizo temblar el suelo. Titiana se apoyó contra la pared por inercia, a la espera del resto del terremoto. No llegó. Pero al parpadear, Helda sujetaba a Dacia por el codo y esta parecía haber envejecido veinte años. Las canas le salpicaban el pelo; las arrugas, la cara. Quinta se acercó también para coger a la otra profecta por la cintura, mientras que Maira parecía haberse quedado congelada.
Helda bajó los escalones y se quedó a un paso de la reina, que afiló la sonrisa.
—¿Quieres que descubran quiénes me acompañan? —preguntó la reina de los colosos. Se inclinó hacia adelante—. Te gustará comprobarlo.
—No sé cómo te atreves a venir aquí —contestó Helda.
La sonrisa de la reina era retorcida, un atisbo de la guerra que se estaba librando. Titiana no logró escuchar la respuesta que se escondía detrás de ese gesto, que quedó reducida a un susurro, pero sí escuchó el gemido del coro justo después. Un lamento que le trepó igual que si fuera un escalofrío y que removió a todas las presentes de la sala hasta que se quebró.
La tierra se estremeció de nuevo, pero el golpe fue más salvaje, más absoluto. Todo el edificio podría haber colapsado en aquel envite. Sin embargo, solo ella se encogió sobre sí misma, replegándose hacia la pared mientras jadeaba, incapaz de apartar la mirada de quien había sido Helda. Sabía que, en ese momento, no lo era. Estaba por encima de lo terrenal.
—No, Kathas, no es así.
El rostro de Helda se desfiguró. Al instante, no lo había hecho. Las manos se le convirtieron en huesos, en garras. Luego solo eran las manos de siempre, de huesos largos y pequeños, de una palidez traslúcida y frágil. De una consistencia férrea. El aire desapareció alrededor de esas manos, Titiana se creyó capaz de verlo.
La reina Antiniara cayó de rodillas. En un parpadeo, alzó la mirada hacia su contrincante y la ferocidad de su mirada se extinguió. El gesto seguía siendo feral, pero había cambiado. El cuerpo de Helda se cuadró ante el escrutinio. No dijo nada, no volvió a moverse.
Antiniara se puso de pie. El resto de su séquito había caído también al suelo, quizá mucho antes; habían dejado de importar hasta que la reina se volvió hacia ellos y se levantaron. Tenían los gestos turbados, pero había una entereza que a Titiana le costó reconocer: no sería la que presentaría ella, todavía agachada en el suelo, con el corazón convertido en una mosca atrapada en el cuello. Las puertas de sala de recepción se abrieron y los colosos abandonaron la estancia sin prisa, de una forma tan ordenada como la que habían demostrado al entrar.
—Salid —dictaminó.
Tampoco era la voz de Helda, y al mismo tiempo lo era. Idéntica, en cada matiz, en cada sacudida. Idéntica a la de Vita, se dijo. Vita había tenido esa voz cuando abdicó, estaba convencida, pero no habría sido ella. Los pensamientos eran tan rápidos como inconsistentes; querían encontrar otra explicación. No existía: estaba ante la líder de los dioses del Ciclo Alto.
Titiana boqueó en busca de aire. Iba a vomitar el corazón. Pero de pronto todo se detuvo, igual que un suspiro que llegaba a su fin. Los ojos de Helda regresaron a una disparidad más sencilla de soportar, que la miraban con una mezcla extraña de rabia y de pena, igual que todos los días. Ya no era inmensa por lo inconmensurable que resultaba, pero la grandeza estaba ahí y Titiana quiso encogerse un poco más cuando la vio avanzar hacia ella.
Ni uno solo. Se lo juraría a Eos.
—Hazlo —la retó.
Titiana se dio cuenta de que seguía sin ser capaz de respirar de verdad y no tenía que ver con los dioses. Helda era de carne y hueso y sangre y aire, y oro y cristal, y no se estaba llevando nada. Solo estaba allí, en una ofrenda.
—No. —Ni siquiera se dio cuenta de que había respondido.
Luna la querría matar. Eos acabaría por entenderlo. Seguiría sin encontrar a Vita. El Imperio acabaría en una revolución. Saldría de ello.
Pero nada tenía de verdad importancia. ¿Era eso? ¿Eso era lo que pasaba? Se veía incapaz de comprenderlo. No del todo. Igual que lo que había pasado entre la reina y la Emperatriz que no eran la reina y la Emperatriz: en el fondo, su mente no lo comprendía, no por completo. No creía que importara.
—Primera Dama —rezó, con la vista baja.
Hubo un silencio. Un suspiro. Helda le dio un toque suave en el hombro derecho, apenas un roce.
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***
¡TÚ ELIGES!
Hemos llegado al final de la primera parte de Dos hijas para la muerte, y Andrea quiere regalarte un relato extra del universo de la novela, pero no se decide por cuál de estros tres contenidos, ¿cuál te apetece leer?:
- OPCIÓN 1: Helda y Vita de niñas, con un cameo de Titiana 😉
- OPCIÓN 2: Negociación de Silva y Quinta tras la llegada de las profectas al palacio
- OPCIÓN 3: Helda y las profectas tras su elección como Primera Dama
- OPCIÓN 4: Escena de la adolescencia de Titiana y Vita
*Tomaremos en cuenta las respuestas con fecha hasta el lunes (26/12/2022) y subiremos el relato el día 5 de enero.