Antiniara Loa Coloso era una mujer construida en la selva norteña. Su piel era la corteza de los árboles; sus manos, garras con las que abrir surcos entre la maleza. Tenía un palacio en el centro de un inmenso lago, donde los mejores guerreros de los colosos habían llevado a enormes bestias marinas para defenderla; en el interior, había otras tantas que habitaban la tierra, de colmillos y garras inimaginables, con venenos imposibles, tan extraños que espantarían a cualquiera. Por su sangre corría la de toda una legión de bárbaros que habían destruido imperios antes, entre sus ancestros estaban los guerreros más temibles de todo el mundo.
O eso decían las historias.
La descripción que habían reunido los espías del ejército hablaba de una mujer menuda y rostro serio, pero digno de ese mundo, sin garras ni hojas de un árbol en el pelo negro. Era cierto que había instalado su hogar en el centro de un lago, pero no existían más monstruos que los peces y unos cuantos perros de presa especialmente grandes. Quizá, había añadido uno de los espías con cierta reserva, sus guerreros sí podían considerarse como bestias, pero no dejaban de ser hombres al final de día. Era cierto que los colosos eran feroces en batalla y que resultaban temibles, con sus rostros pintados y las máscaras ancestrales que portaban. Aun así, no habían derrocado ningún imperio, puesto que no había más que el que ella regía, y entre los ancestros de Antiniara había tantos campesinos como guerreros como nobles, porque la sangre llamaba tanto como la traición entre colosos. Antiniara había logrado el trono de su pueblo después de muchas guerras internas, lo que quizá demostraba su valía, pero no un linaje poderoso.
Eso le preocupaba a Helda más que el resto de datos que habían vertido los espías durante todos esos días. Alguien hecha a sí misma, que había allanado el camino al trono y lo preservaba, que había acabado con las guerras de los clanes de los colosos y los había unido bajo el clan Loa. Resultaba peligroso. Había visto en el gesto de los oficiales del ejército que a ellos también. Se preguntaba qué dirían los de Antiniara: si ella también era digna de estremecimientos, si también era una interrogación, si también la considerarían alguien que se había abierto paso hasta el trono o solo una mancha.
Vita no tendría preguntas. Estaría encantada con ser la antítesis de la reina, de demostrar que esa era la verdadera valía de una regente: el linaje, la prevalencia de la sangre, el poder de un aspecto regio.
—¿Ya piensas que es un error? —preguntó Dacia.
Le había vuelto a dirigir la palabra por mero agotamiento, y Helda se lo agradecía a pesar de que muchas de las frases fueran similares a esa. En el momento de la verdad, la profecta la defendería con todas las palabras que hicieran falta, sin ni una sola pulla de por medio.
—Siempre ha sido un error —comentó Quinta. Estaba tumbada en uno de los divanes de la sala y comía uvas fingiendo desidia, pero sin perderse ni un detalle de lo que pasaba a su alrededor—. No tenemos nada que demostrar y ellos sí. Es una jugada arriesgada.
—Es una jugada atroz. Por mucho que lo dijera una guardia…
—Una guardia que se pone del lado de Vita —apostilló Quinta—, lo que ya de por sí es muy malo.
—Terrible, diría yo.
—Sí: terrible.
—Yo diría que no estamos a tiempo de cancelarlo todo, pero podemos diseñar un plan para cancelarlo todo —propuso Dacia—. Solo tenemos que hacerlo ya. Estás guapísima, Helda, pero no es tarde. Puedes estar guapísima en otros eventos.
—Puedo inventarme eventos.
—Te lo agradecería, así todo será menos aburrido.
—Pero tampoco hace falta que nos divirtamos tanto como estos días, recuerda.
—Lo recuerdo.
—Dejadlo —pidió Helda, en un susurro. Quería reservar energías.
—Venga… Maira —la llamó Dacia—, ¿tú qué opinas?
La tercera profecta se había acomodado en el otro diván que había en la estancia y llevaba desde la madrugada sin decir ni una sola palabra. Hacía un buen rato que había salido el sol, que las sirvientas ya habían abandonado la sala, y todavía permanecía en silencio. Helda ni siquiera tenía claro que hubiera estado observando para la Fortuna, o que la Fortuna estuviera hablándole del devenir, tan solo meditaba. Observaba y meditaba. Le costaba a menudo salir de ese trance, por lo que Dacia tuvo que volver a llamarla para obligarla a parpadear. Incluso entonces se movió despacio, ralentizada, y pareció tardar en comprender que las tres la estaban mirando.
—¿Qué has visto? —modificó Helda la pregunta, despacio.
—Nada.
—¿Cómo que nada? —soltó Quinta. Tenía la sonrisa retorcida por la incredulidad—. Siempre hay algo.
—No esta vez. No he encontrado nada nunca… Y estaba pensando, no mirando —señaló Maira. La candidez que impostaba a veces se le había agriado en el tono, hosco para lo acostumbrado—. Puede que no sea una mala idea que ellos vengan…
—¿Cómo…?
—La mala idea —prosiguió, sin dejar que la interrupción de Dacia la molestara— es que luego los colosos pedirán que la negociación siga fuera del Imperio, en las tierras de ellos. Esa será la mala idea.
—No pueden pedir eso —contestó Quinta.
Helda sabía que sí. Las negociaciones no terminaban en una única visita, siempre había más. Así se habían formado las colonias realmente, en acuerdos infinitos en los que el Imperio había acordado no arrasarlo todo. Los Rosa habían viajado a las zonas para sellar pactos, hacer alarde de poder, concluir los tratos. Los colosos pedirían lo mismo, aunque solo fuera para mostrarle lo peligrosos que eran en su terreno y lo que pasaría si el Imperio no mantenía lo que hubieran acordado.
Se volvió a girar hacia el tocador en el que las sirvientas habían desplegado las joyas imperiales antes de irse. Había un abanico irrisorio de posibilidades: rubís extraídos de las viejas minas de las colonias este, diamantes que habían llegado desde las colonias del sur, oro del corazón de Teas y plata llevada desde Hato, piedras preciosas engarzadas por los mejores artesanos de Ninade. Aunque los emperadores y emperatrices Rosa preferían no hacer alardes burdos de grandeza, había ocasiones en las que preferían saltarse esa pequeña norma. El oro intimidaba tanto como deslumbraba a los enemigos.
Las Segundas Hijas también tenían sus propias teorías al respecto. Las riquezas eran una parte importante de los agasajos a los dioses, por lo que muchas de las pertenencias con las que contaban eran cedidas por aristócratas o incluso gente más pobre que decidía hacer ese tipo de sacrificios. Durante las festividades a algún dios era normal que las hijas consagradas a estos recibieran a los fieles que llegaban a los templos cargados de regalos, se engalanaran con ellos y ofrecieran espectáculos dignos de alabanzas. Después, todas esas alhajas o presentes caros se guardaban en las arcas, y eran utilizadas por el conjunto de hijas. No había nada de malo en que Quinta estuviera llena de anillos, pulseras y aros, al igual que no lo había en las prendas caras que usaba Dacia. Incluso Maira, la más discreta de las tres profectas, caía en esos detalles a menudo. Si a los dioses les complacían las joyas, y realmente así era, ellas las utilizarían.
Sin embargo, Helda había preferido prescindir de todas las posibles. A la diosa de la Muerte y la Destrucción le hacían gracia, igual que un chiste mal contado. Además, tenía suficiente con los símbolos que debía portar como Emperatriz y las combinaciones posibles con los de las Segundas Hijas. Las Emperatrices Rosa solían acudir descalzas a los eventos oficiales, con los pies y las piernas pintados de rojo, para dar esa impresión de haber caminado sobre enemigos antes de enfrentarse a los siguientes. Usaban el dorado para los pequeños toques de gotas en el pecho, o entre los mechones de pelo. Los lazos con los que los aristócratas se cubrían las manos eran de una seda mínima, un soplo de aire más engorroso que elegante, al igual que pasaba con las telas y los nudos determinados que utilizaban. Lo cual no encajaba con el azul de las Segundas Hijas, las muescas blancas que le correspondían a ella por el título y las telas simples, vaporosas, que más que pesadas para marcar el poder resultaban livianas, como si pudieran elevarse sobre el resto de los mortales. Desde el día en que se había presentado ante Vita, tan igual y tan diferente, había sabido que unirlo todo sería insufrible.
La combinación que había alcanzado era digna de pequeños paseos por el palacio, recorridos muy estudiados por la villa imperial en los que nadie tendría tiempo para juzgarla: todo sutileza, todo insignificancias. Para los grandes eventos, donde se mostraría como Emperatriz, pero también Primera Dama, no había logrado el mismo efecto. O era una, la persona que el Imperio quería; o era la otra, la persona que las Segundas Hijas querían. Antiniara llegaría con la cara pintada como si fuera un espectro y no vería la unión perfecta que se necesitaba.
Aunque, al menos, lo había hecho lo mejor posible. Llevaba arreglándose desde la madrugada, mucho antes del alba, como la costumbre que la grandeza requería. Baños, jabones, sales, perfumes, pintura, telas. Cada sirvienta había trabajado como si ella fuera un lienzo delicado, el más valioso del Imperio. Incluso Quinta había dado su aprobación.
Cogió uno de los fajines hechos de oro y piedras engarzadas que había sobre el tocador. En cuanto comenzó a ponérselo alrededor de la cintura, unas manos la ayudaron a sujetarlo mejor. Dacia no decía nada sobre el efecto conseguido en todo ese tiempo de decoración, pero no iba a permitir que se pusiera nada mal encima. Helda le dedicó un esbozo de sonrisa y permitió que le cerrara los engarces en la espalda.
—Perfecto —musitó Dacia cuando recolocó la tela a su gusto por todas partes—. ¿De verdad que no quieres verte?
Se vislumbró ante el espejo. Las telas blancas y azules del vestido retorciéndose sobre los hombros, en los broches con el símbolo de los Rosa; los brazos desnudos llenos de pequeñas gotas de pintura dorada hasta que se convertía en un manantial en la zona de las muñecas y desbordaba por todas las manos, bajo los lazos de seda que le cubrían los dedos con varias vueltas. El inmenso fajín que en realidad era una especie de coraza decorativa, con las joyas reluciendo entre las hebras doradas. Luego el vestido cayendo desde las caderas, abriéndose para dejar ver pedazos de sus muslos, donde la pintura dorada se entremezclaba con la azul hasta llegarle a los pies. Todas las pulseras en los tobillos, que tintineaban si se movía; todos los anillos en los dedos de los pies, que relucían. Después, las plantas: rojas, brillantes, ensangrentadas.
No le hacía falta verse.
Quinta se acercó de puntillas, casi pidiendo permiso para hacer un último balance, como si eso fuera a hacerle cambiar de opinión. La profecta se había pasado mucho tiempo maquillándole la cara: el dorado en las cejas, la línea roja en los párpados y en el centro del labio inferior. No había perdido la oportunidad de dar órdenes también para que las sirvientas supieran cómo colocar la pintura del cuello a juego.
—Falta algo —valoró finalmente la profecta. Intercambió una mirada con Dacia. No podían hablar de verdad mentalmente, ni siquiera con ayuda de la Fortuna, pero a veces lo parecía—. La corona.
—No…
—Sí —dijo Maira desde el fondo de la estancia. No se había movido y no por ello se perdía ni una palabra de la conversación—. Es necesaria.
Igual que había cientos de joyas, había varias coronas. La mayoría de las Emperatrices habían prescindido de su uso, porque elegían otros toques antes que aquel tan burdo. Pero los colosos entendían de pequeños detalles, sin duda como aquel. El debate sobre qué tipo de corona debería vestir había sido uno de los temas candentes de esa noche, y estaba convencida de que, de haberlo permitido, incluso los oficiales del ejército habrían querido discutirlo.
Alzó las manos, en un gesto de rendición. No podía luchar eternamente. No podía luchar contra todo. Se sentó en la silla que había frente al tocador. Dacia enseguida se ocupó de colocarle el pelo hacia atrás, mechón a mechón, peinándolos después con sumo cuidado. Eso le dio a Quinta tiempo para buscar la corona en uno de los armarios de la habitación.
No era la pieza más recargada de todas las que guardaban los Rosa, ni si la comparaba con collares o entre otras coronas, pero resultaba tan elegante como poderosa. La diadema se ajustaba en la frente, fina, apenas una pequeña hebra que podría haber sido pintura, y ascendía hasta la mitad de la cabeza en una redecilla llena de perlas y esquirlas de oro. Desde ese punto central emergían púas más afiladas que ascendían hasta formar un halo brillante, y luego el resto de la redecilla caía para cubrirle el pelo y llegar al centro de la espalda. Se había visto con esa corona unas cuantas veces, porque las profectas siempre la elegían si era necesario una, y sabía el efecto que causaba: no era alguien de ese mundo cuando se la ponía.
Emulaba una divinidad que, en verdad, ya tenía.
—Perfecta —juzgó Quinta mientras entrelazaba las manos ante el pecho. Ese día no llevaba ni anillos ni pulseras, por lo que los brazos desnudos desvelaban pequeños tatuajes que compartía con las otras Fortunas—. Antiniara no podrá contigo.
—Va a venir con una máscara terrorífica…
—Tú también eres terrorífica —se adelantó Maira. Se había puesto en pie y acercado al tocador con las otras dos—. No conozco a nadie que dé más miedo que tú así vestida.
Ese no era el piropo que buscaba, pero era el que necesitaban. Se había arriesgado a dejar entrar a los enemigos en el Imperio y mucha gente no se lo perdonaría jamás. Al menos, debería dar un espectáculo en condiciones para justificarlo. Lo cual también sabía la reina de los colosos, y por eso había exigido un encuentro sin guardias ni soldados.
Tuvo que agarrarse a la silla al ponerse en pie; la corona la desequilibraba en los primeros pasos. Luego todo era un asunto de resistencia.
—La Emperatriz que necesitamos —dijo Quinta. Era un mantra al que se había aferrado cuando Vita la llamó—. La Emperatriz que necesitamos.
—La Emperatriz que necesitamos —contestó. Extendió una mano y Quinta se la atrapó sin dudar. Dacia y Maira unieron las suyas después, en un toque suave—. La Emperatriz que necesitamos. El Imperio que resista.
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