Dos hijas para la muerte
Ocho
(Parte 2)
A Eos, o bien le faltaba un trozo de oreja derecha, o bien nunca había estado ahí y ella no se había dado cuenta hasta entonces. A lo mejor tenía la nariz más torcida, las cicatrices más profundas. Tal vez estaba más enfadado con la vida, o tal vez ninguno había bebido ni por afán de disimular.
Titiana llevaba varias noches queriendo escabullirse hasta la taberna, pero el trajín del viaje y la futura visita de los colosos se lo habían impedido. Ninguna excusa era válida, daba igual que Eos no se lo dijera. Lo había visto en las miradas de reojo que le lanzaba Luna, que había optado por sentarse en la misma mesa, aunque fuera en la esquina y con un cuenco de sopa delante que tenía un aspecto infernal.
—Rompió la estatua en dos. Y luego ella en miles de trozos —repitió. Cada vez que lo hacía sonaba más absurdo. Más poderoso—. Era una persona, estaba arriba…
Eos volvió a mirar hacia Luna, quien a su vez seguía centrada en la sopa.
—Detuvieron a varios —siguió—. Ninguno tenía marcas, no los han identificado. No han dicho nada.
—O no te lo han dicho —contestó el hombre, contrariado—. Si las guardias no llevan esos interrogatorios será por algo.
—No lo sé, solo…
—¿Y qué van a hacer con los colosos?
—¿Hay alguna forma de que entres? —insistió Eos. Trazó una línea en la mesa—. Dices que te quiere de consejera del Imperio o una mierda así, ¿no puedes conseguir que te dejen solo pasar a ti? Para vigilar.
—No lo creo. No me permiten ir a las reuniones. Las profectas se ocupan con ella.
—Lo haces sonar como si la Primera Dama delegara todo el tiempo.
No creía que eso fuera lo que pasara. Sencillamente, Helda permitía que las demás opinaran y lo hicieran con más contundencia que ella; eso no implicaba que luego tomaran las decisiones. Las había visto juntas las veces suficientes, sobre todo durante la reunión en la que Helda le había preguntado qué habría hecho Vita con esa carta de la reina bárbara.
—Lo siento, pero…
Boqueó un momento. La acompañante de Eos rara vez hablaba, jamás le había dado una orden. Miró al líder de los rebeldes en busca de confirmación, pero solo se encontró con una expresión todavía más extraña que antes. Las cicatrices eran decididamente más profundas, y a la oreja le faltaban dos pedazos y no solo uno.
—Hay niños, Eos —musitó—. Está lleno de críos. Enanos. O sea… diminutos, apenas ni caminaban algunos bien.
—Ya la has oído, Titiana. Es uno de los Templos Malditos. —Eos apretó los labios—. Dinos la ubicación, cómo llegamos hasta allí. Será un buen golpe.
—Los niños no tienen la culpa…
No era necesario que continuara. Todo lo que estaba haciendo era por un objetivo noble, por un objetivo honorable. Silva entendía de los suyos, ella tenía los propios. Seguro que la encargada del templo era capaz de hacerse cargo de los niños, seguro que los rebeldes no los dañaban; la idea era generar caos y confusión, no asesinar a las hijas.
Dio todos los datos que recordaba del recorrido, cada uno de los árboles, cada una de las piedras, cada detalle del interior del templo y del exterior, cada olor y cada sonido que le había llegado. Nada de defensas, pero las Segundas Hijas no las necesitaban; desconocía los dioses que habitaban a la mayoría de las que vivían allí. Describió a todas las que tenían edad suficiente para haberse consagrado, pasó por encima de las que estarían a punto de hacerlo. Se sintió vacía al acabar, con demasiado hueco entre las costillas.
Para eso la habían metido en la villa imperial.
Observaba sus manos cuando acabó, en busca también de cicatrices nuevas.
—Intentaré averiguar todo lo posible sobre la reunión —aseguró.
—Sí, claro…
Eos se puso en pie sin permitirle terminar con una nueva disculpa. Se apresuró a seguirlo fuera de la taberna por la inercia de costumbre. Hacía frío esa noche y la panta con la que se había cubierto era demasiado fina; destacaba todavía más en comparación con la que llevaba el hombre. Titiana se arrebujó entre las telas sintiéndose estúpida.
—Estoy en ello —prometió.
—Lo sé. —Eos pareció ablandarse y le puso una mano en el hombro—. Lo sé. Lo estás haciendo bien, muy bien. Pero… necesitamos más.
—Averiguaré todo lo que pueda. Estaré en esa reunión. De verdad.
El líder rebelde torció una sonrisa. Después de una palmada contra el cuello, se alejó rumbo a las calles pedregosas por las que se solían perder los maleantes. Titiana cogió aire mientras lo veía desaparecer.
Apenas lo había dejado salir cuando escuchó un ruido a su espalda. Sacó la daga del cinto a la vez que se giraba, dispuesta a clavársela en las tripas a la persona que pretendía asaltarla. Sin embargo, su enemigo se movió todavía más rápido. Con firmeza, le detuvo la muñeca de un golpe seco que estuvo a punto de aflojarle los dedos. Tampoco le habría hecho falta desarmarla. Titiana se dio cuenta de que la punta de otro cuchillo estaba muy cerca de su ingle; lo sujetaba Luna, pero el arma se la había robado.
Titiana le arrebató el cuchillo, enfadada por el truco. Luna ni siquiera parecía satisfecha; mantenía la misma expresión adusta de toda la noche: indescifrable, olvidable. Su atractivo era igual de efímero que las burbujas, no perduraba después de apartar la vista.
—Eos ya se ha marchado —comentó, sin saber qué más decirle a la rebelde.
Se estiró por inercia. Sin embargo, parecer más grande no tenía el efecto que pretendía delante de Luna, que se limitó a permanecer estática, tranquila, atenta. Le robaría otro cuchillo y se lo clavaría en la ingle, la mataría antes de que se diera cuenta.
—No tienes que amenazarme.
Ella esa noche no había logrado reunir el suficiente para no delatar a unos críos en un templo ni lo había sido después para decirle a Luna que dejara de amenazarla, que podría romperle el cuello con una sola mano. Se miró la punta de los pies hasta que el pecho se le llenó de toda la rabia posible y luego la exhaló con un suspiro largo. Le encantaría meterse en la taberna y beberse unas cuantas cervezas que le ayudaran con el regusto amargo en la boca.
Echó a andar de vuelta al palacio antes de cometer ese error. En cada pisada, se ocupó de expulsar un poco más de la rabia que sentía contra sí misma. En cada golpe del tacón, clavó con un poco más de saña el arrepentimiento por no ser mejor. Le dolían las piernas de la tensión cuando logró llegar de vuelta a las estancias de las guardias sin que nadie la viera.
Se sintió igualmente desconcertada durante un momento. Se suponía que eso era lo mejor de haberse metido en aquel lugar: sus compañeras. A veces incluso por encima del honor de servir, deberían estar ellas, que se convertirían en sus hermanas. Pero estaba demasiado ocupada traicionándolas a todas como para eso, y quizá no había eliminado con suficiente destreza la rabia de su pecho, porque afloró de nuevo mientras veía a Cala subirse a una silla para recitar un poema beodo que no consiguió entender.
—¡Titania! —bramó alguien a su derecha.
Titiana arqueó una ceja al encontrar a la De Conti con su hermana en medio de un pequeño grupo de guardias. No parecía especialmente afectada. Diría incluso que su gesto, mientras seguía lanzando dados al centro del tablero, era el de la determinación férrea que aseguraba que le arrancaría la garganta con los dientes a cualquiera.
—Sí —respondió—. La veo muy preocupada.
Titiana notó que se atragantaba al respirar. De pronto, no sabía ni cómo se hacía. Empezó a toser y Juven le dio unas palmadas desacompasadas en la espalda, sin prestarle atención de verdad. Seguía mirando a Giove con los ojos brillantes. Titiana carraspeó para librarse del picor de garganta.
—Lo dices de broma, ¿no?
—¿Por qué lo haría? No, va en serio. Lo he decidido.
—Pero uno entretenido.
—Es De Conti.
—Creo que me estoy mareando.
—Necesitas beber algo.
—No, necesito que dejes de decir tonterías. No es una buena noche.
—Eso es porque necesitas beber algo.
—Que no, déjame. —La apartó de un manotazo, pero Juven se rio como si hubiera diseñado esa conversación solo para molestarla. Titiana chasqueó la lengua—. Me estás tomando el pelo.
Carraspeó de nuevo, las moras le bailaban en el nudo de la garganta.
—Casarse es… —Buscó la palabra—. Es un compromiso.
—Claro, porque eso me gusta la idea —rio Juven, afable—. Todo lo que importa en la vida es un compromiso, Titiana. La fe en los dioses es un compromiso constante. Ser una guardia es un compromiso constante. Querer a alguien es un compromiso constante. Si no fuera un compromiso, ¿cuál sería su valor? —Le dio un golpe en el pecho—. ¿No has estado enamorada nunca?
Arqueó las cejas, más por defensa que por la sorpresa de la pregunta. Jamás se lo diría, Juven tenía que saber eso. Jamás contaría nada íntimo ni personal ni que pudieran usar en su contra. Lo que no debería ser así si era una guardia y hablaba con otra. Pero no había forma de decirle que había conocido a Vita y que la había querido y que ella tenía razón, que ese era el mayor compromiso que había adquirido en toda su vida. Un compromiso tan grande que era realmente una rebelde; un compromiso tan inmenso que acababa de entregar a unos simples críos; un compromiso tan absoluto que no la dejaba respirar a veces.
Le hacía sentir que la rabia mermaba mejor que sus golpes contra el suelo.
—No sé de lo que me hablas —respondió, lacónica.
Juven esbozó una sonrisa.
—Y una mierda.
—Tiempo al tiempo. —Juven le hizo una reverencia antes de alejarse—. Tiempo al tiempo.