Dos hijas para la muerte
Ocho
(Parte 1)
Dacia estaba tan enfadada que le había retirado la palabra. No era la primera vez que ocurría; escocía igual que en todas las anteriores. Helda no terminaba de acostumbrarse al desprecio frío de las Segundas Hijas, menos aún de las que eran sus amigas: eran todo cuanto tenía de verdad. Era una realidad que les inculcaban a todas al llegar a los templos, lo que escuchaban cuando las arropaban o cuando las arrojaban a la consagración. Las segundas, las desheredadas, las olvidadas; solo les quedaba la familia en la congregación y la familia lo era todo. Al menos Maira y Quinta no habían decidido darle la espalda para demostrar su discrepancia con la visita de los colosos.
Para una vez que sus profectas estaban totalmente de acuerdo en un tema y no era para apoyarla. La ironía la hacía sonreír, amarga a la vez que complacida. Algún día tres personas diferentes se inclinarían hacia el mismo lado, era la promesa que había hecho su tutora en su nombramiento como profectas.
—¿Emperatriz?
Sacó el aire por la nariz y sacudió una mano. Escuchó el murmullo de las sirvientas a su espalda, de nuevo agradecidas por poder irse, de nuevo aturdidas y contrariadas por tener que hacerlo. No tardó en oír también los pasos rápidos de todas saliendo de la habitación. Al menos sus órdenes resultaban tan efectivas con algunas personas que no tenía que darle vueltas a cada palabra que había usado después. Era un alivio.
Regresó al interior de la estancia cuando se cerró la puerta. A pesar del ruido de los pájaros en el exterior, el silencio se le hizo extraño. Le gustaba la quietud, le permitía pensar, pero también se le antojaba incómoda, igual que un quitón demasiado estrecho.
Se le fue la mirada hacia la esquina del tocador. El espejo estaba tapado por una sábana. A la diosa no le hacía falta, solía encontrar las rendijas para llegar hasta ella en cuanto se despistaba. Quizá esa mala noche, convencida de que el mural del techo había cambiado de nuevo, la había ayudado a encontrar el resquicio por el que colarse.
«Vamos. Me necesitas».
—Cállate —rogó.
—Basta.
«Helda, querida… Vas a traer al enemigo a tu casa».
—Es lo mejor.
Permaneció en silencio. Pudo sentirla regocijarse, ese calor que se extendía desde el estómago hacia la espalda, esa expectación que le daba calambres en las puntas de los dedos. Quería apoderarse de ella sin restricciones y destruirlo todo. Las demás hermanas no conseguían entenderla, no solían tener problemas para retirarse unos instantes y permitir el paso del dios al que se hubieran consagrado: siempre se retiraban. Algún día, la diosa de la Muerte y la Destrucción no lo haría.
«No confías en mí».
—Sí. Pero no.
—Ya basta.
En esa ocasión, sin más anclaje, la diosa se retiró. Helda cogió aire y procuró encontrar las fronteras en su mente donde se instalaba la diosa. Llegar desde el Ciclo Alto al Medio tenía muchos inconvenientes, o por lo menos Helda estaba convencida de ello. Más allá del trato y la promesa que la diosa hubiera hecho para preservar el legado de Cito, aquello tendría un coste o los dioses los habrían arrasado.
El silencio volvió a romperse por el piar de los pájaros en el exterior. Soltó el aire que había guardado, relajó lo hombros. Se enderezó una respiración honda después. Tenía mucho por hacer aquel día si quería estar preparada para la llegada de los colosos sin ayudas divinas inmediatas.
Abrió la puerta de la habitación y observó un momento a la guardia que esperaba al otro lado, preparada para seguirla, custodiarla, adorarla si era preciso. Juven De Juno tenía un aspecto formidable con el traje reglamentario de las sombras, como si se hubiera diseñado exactamente para ella y cada una de las fibras de sus músculos. Ese día portaba una lanza más alta que ella, que sujetaba a un palmo del suelo, y el látigo se le enrollaba en forma de serpiente plateada por el brazo derecho.
—Ven conmigo —le indicó Helda. El tono no dejaba lugar a réplicas.
Sabía también que De Juno no se las ofrecería. Era consciente de que la elección de Silva para una de sus sombras había sido medida de forma exacta, igual que el traje: una guardia que no dudara de la Primera Dama transformada en Emperatriz ni de una Emperatriz que fuera Primera Dama. No le hacía falta ver a Juven orando para saber que servía a los dioses con el fervor suficiente como para rendirle cuentas a cualquiera si era preciso. A diferencia de las guardias de su elección, a Juven la fe la movía tanto como el honor de aquel puesto: una reliquia difícil de encontrar.
Fue al cuarto baño. La bañera estaba preparada, el agua ya fría. Rebuscó en el fondo de la porcelana el pequeño saliente que le permitía mover toda la estructura. Todas las emperatrices Rosa tenían pequeños trucos, gracias a la ayuda de los primeros arquitectos hiantes que habían esclavizado: pasadizos secretos, cámaras privadas, paredes falsas donde almacenar venenos y armas. Era imposible descubrir todos los trucos, solo algunos se transmitían de madres a hijas, y Helda se había perdido esa herencia. Descubrir el mayor número de misterios arquitectónicos había sido la prioridad al poco de mudarse. Era consciente de que le quedarían muchos, pero al menos controlaba los importantes.
—¿Esto…? —dudó Juven, un paso por detrás.
—Ahora tú también lo conoces —resolvió Helda cualquier duda.
El pasadizo que se abrió a los pies de la bañera cuando la movió era de sus favoritos. Le hacía preguntarse cuál de todas las Emperatrices habría querido tener un camino rápido hacia uno de los templos fuera de la villa imperial. A fin de cuentas, la historia de los Rosa con las Segundas Hijas estaba llena de matices, rencillas y secretos. Ellos habían sido los encargados de fundar la congregación, tras el trato hecho con los dioses al inicio del Imperio, y también habían tenido hijos que entregar a la orden desde su inicio: algunos con gran pompa, como había sido el caso de Inri Rosa, la segunda hija de Tenas; otros con grandes dificultades, como había ocurrido con Fauna al ocultarla a ella.
Salió del pasadizo con el aliento apurado de los últimos pasos más rápidos. No se terminaba de acostumbrar a la penumbra que había bajo tierra, la sensación opresiva y el olor a humedad que reinaba en todas las esquinas. Parecía que quería atraparla allí, en una tumba que había elegido por error.
El templo se alzaba a poca distancia del final del pasadizo. Recolocó la piedra que le permitía la salida y saltó el matorral con cuidado de no enredar la túnica, la guardia pendiente de que no se tropezara en el proceso, pero sin tenderle las manos para ayudarla antes de que fuera preciso. Las sandalias crujieron contra las piedras del sendero, un aviso colocado para el hombre del coro que custodiaba el pequeño jardín delantero. Era extraño que hubiera hombres consagrados, pero todavía más extraño que formaran parte de ese séquito en concreto. La mirada blanca la traspasó y Helda inclinó la cabeza ante él con respeto. Detrás, le pareció que Juven ahogaba un rezo.
Otras tres figuras del coro no tardaron en aparecer en el jardín. Ocho oídos, ocho ojos, cuatro bocas doradas y selladas, de lenguas arrancadas. Helda esperó con paciencia a que los dioses se transmitieran el mensaje entre sí en el Ciclo Alto, quizá hicieran algún comentario. Intentaba no imaginárselos de forma caricaturesca, bebiendo té y comiendo uvas mientras charlaban sobre lo que pasaba en el mundo creado por Cito, pero a veces era difícil. Estaba cansada, quería una pequeña recompensa divertida.
La encargada del templo salió al jardín antes de que el coro tomara ninguna decisión aparente sobre su visita. Después de todo, ella podría entrar si así lo deseaba, aunque no tuviera su permiso: era la Primera Dama, todo le pertenecía. Además, la Muerte y la Destrucción no atendían de barreras, podía escudarse en eso si quería.
—Primera Dama —la saludó la encargada. Era una mujer anciana como las que apenas existían entre las Segundas Hijas. Se había consagrado al dios de la Música, alguien sin excesivo poder dentro del panteón, lo cual permitía esa longevidad—. Me alegra verte de nuevo en nuestros terrenos.
—Gracias, Julia. —Inclinó también la cabeza ante ella. Tal vez su consagración no fuera poderosa, pero esa mujer era brillante y justa. Hacía mucho tiempo que mantenía ese templo en perfecto estado—. Solo quería descansar un poco y me pareció buena idea acercarme.
—Siempre eres bienvenida —le aseguró. Vagó la vista hacia la sombra—. Las dos sois bienvenidas.
Julia estiró el brazo para indicarles que podían acompañarla hacia el interior. La tranquilidad y suavidad de sus gestos eran reconfortantes. Helda la siguió con una sensación de calma asentándose en la boca del estómago.
Cuando acudía hasta allí, Helda saludaba a las hermanas con pequeñas inclinaciones, palabras quedas; y luego se dirigía hacia el salón que había en la nave lateral. Se usaba tanto para algunas consagraciones como para reuniones de las habitantes, y solía albergar sillas maltrechas en las esquinas, plantas pendientes de revivir o ropa por zurcir. También contaba con una réplica del famoso mármol conmemorativo de Rotas.
—No creo que haya aumentado el espacio desde la última vez —comentó Julia, en tono burlón. Helda no se molestó—. Pero te dejaré a solas un rato…
—Eres muy amable.
—¿Querrás un té después? Hemos recogido moras, puede que hagamos algo con ellas si te animas a probarlo.
—Está bien. —Sonrió—. Lo probaré.
—Estupendo. Chica —se dirigió hacia Juven—, ¿quieres un poco tú también…?
Vio la mirada de estupefacción de la guardia y sacudió la cabeza.
—Déjala —le pidió Helda—. Se quedará conmigo un rato.
Si atendía a las teorías, a la sensación, a la lógica, a la Fortuna y al Futuro, estaba ante el fin de las Segundas Hijas.
—¿Es…? —musitó Juven. Helda se dio cuenta de que la mirada de antes no era por negarle a Julia un ofrecimiento y dejarla sola, sino por el mármol que estaban contemplando.
Cansada, Helda se permitió una pequeña sonrisa.
—Nunca. Había escuchado hablar… Un poco, solo. —Se percibía la sugerencia en el tono de la guardia.
—¿Cuál es la versión buena?
—No se sabe.
De reojo, pudo ver cómo Juven le dirigía la mirada con suspicacia. Le había dicho la verdad: no lo sabían, solo quedaban historias. Pero la prudencia les hacía inclinarse hacia una versión tanto como la lógica, porque los dioses solo habían dejado una piedra, no varias.
—No habrá más Primeras Damas.
—¿En serio?
Se quedó en silencio.
Juven se acercó hasta el mármol y se arrodilló. Las palabras retorcidas por los susurros tintinearon contra las paredes, en un pequeño coro. Estaba claro que la guardia también sabría recitar los nombres de las Primeras Damas.
—Me gustaría ver Rotas alguna vez —musitó la sombra mientras se ponía en pie, todavía en un tono bajo íntimo. Se acercó a Helda en pasos pequeños—. Las historias solo cuentan maravillas de él.
—No es tan impresionante como se cuenta.
Juven le dedicó una sonrisa. Tenía siempre expresión de estar profundamente aburrida, incluso cuando gesticulaba, pero Helda encontraba un brillo en sus ojos que la desenmascaraba.
—Gracias por dejarme acompañarla —comentó. Volvió a colocarse a su diestra—. Sé que podría haber venido sola.
—No quiero un escándalo.
—Lo habría sido.
—Ni que Silva Amato te degrade.
—Gracias.
Helda cogió aire muy despacio. Tuvo la sensación de que no conseguía llenar lo suficiente el pecho.
—¿Cómo estás tan segura de eso?
»Y Giove ha intentado matarla unas cuantas veces, pero no creo que en las respuestas de Titiana haya habido en absoluto esa intención.
—No lo sabía.
—Sí que lo sabía, porque las vio —señaló la guardia, audaz—. Creo que precisamente por eso las eligió, porque dos personas que se pelean entre sí con tanto ahínco desde luego que podrán pelear por alguien más con el mismo si ese es su propósito.
Helda contuvo la sonrisa. Recordaba haberlas visto enzarzadas en una pelea. No creía que su conclusión hubiera sido en absoluto que esas dos chicas fueran a pelear por ella con fervor; tampoco se le ocurrió negárselo a Juven. Confesar que creía que la diosa tomaba decisiones en su lugar era fácil, y cobarde.
Los ojos de la guardia tenían un brillo valiente, del que ansiaba más.
—Puede que sí.
Desvió la mirada un momento al resto de la sala, cohibida. No sería capaz nunca de dar un discurso como el que había hecho Juven, con lo mucho que le gustaba el sentimiento que irradiaba.
—Me temo que Titiana no está de acuerdo con que haya una Primera Dama como Emperatriz.
—Yo es que solo le veo ganancias —contestó Juven de inmediato—. Y estoy segura de que todas se acabarán dando cuenta, sobre todo Titiana. Se acercan tiempos complicados. —La guardia volvió a enderezarse a su lado, frente al mármol—. Necesitamos a los dioses cerca.
Aisló esa frase todo lo que fue capaz para que no resonara. Sabía que era cierto. Estaban delante de ese muro, de esa realidad, pero no quería que ella lo escuchara también y aprovechara una nueva ventaja. Las dudas sobre cuánto necesitaban a los dioses, o cuánto los dioses las necesitaban a ellas, siempre habían estado ahí.
Se preguntó cuántas de las mujeres que había reflejadas en esa pared habría tenido un pensamiento parecido. Ninguna Primera Dama vivía demasiado; pese a que su longevidad no era tan corta como la de los miembros del coro, desde luego no llegaban a alcanzar la vejez. Había días en que Helda se veía tentada a repasar fechas y calcular edades; si dejaba que la diosa se ocupara, a ella no le quedaría demasiado.
—Así que meditando.
No dejó que la irritación la asaltara. Era una mera cuestión de tiempo: Quinta siempre encontraba a quien quería. Juven se cuadró ante la profecta con maestría, tal vez porque venía acompañada de Silva Amato. Un paso por detrás, las otras dos sombras designadas mantenían la misma postura respetuosa.
—La coronel me ha traído —comentó Quinta con una sonrisa deslumbrante. Le dio una palmada al brazo de la mujer—. Siempre es muy amable conmigo.
—No es problema. —Silva estaba forjada en un acero imperturbable a las palabras de la profecta—. Queríamos…
—Asegurarnos de que estás bien —completó Quinta. Por un instante, en la mirada de la coronel se dejó ver una mezcla de frustración y asombro que enseguida desapareció, lo que arrancó un suspiro de Quinta—. Ya hemos llegado. Dejadnos un rato.
Si Helda hubiera dado la orden contraria, nadie se habría movido. Pero aunque no quería una charla con la profecta sobre abandonar el palacio en esos días sin avisar, tampoco quería llevarle la contraria en voz alta. Se dio cuenta de la mirada de reojo que le dedicó Juven, como si quisiera asegurarse de que estaría bien, al igual que se fijó en que Titiana ni siquiera era capaz de mirarla. Fue la primera en abandonar la estancia, seguida por las otras dos sombras.
—Profecta… —pidió Silva.
—Prefiero no enumerar las razones.
—Venga, Helda. ¿Acaso no consigo siempre lo que me propongo?
—Y es un problema.
Quinta soltó una pequeña carcajada. Se acercó a ella y la cogió por el brazo, todavía con la risa en la punta de la lengua. Ni siquiera la visión de su futuro lograba enturbiarla: Quinta había decidido hacía mucho que ese mural no le importaba en absoluto.
—¿Ya tienes planeado cómo vas a tener un par de hijos? ¿Busco candidatos?
—Sabes que no.
—Sí.
—¿Satisfecha?
—No.
—¿Podemos dejar de mirar a una piedra con gesto muy serio y muy sufrido?
Suspiró ella también.
—Sí —aceptó. Se removió, incómoda—. No deberías tomártelo a broma.
—Eres horrible.
—Sí, eso siempre.
Puso los ojos en blanco. Quinta volvió a reírse, con menos ganas, más templada. Pero luego le dio un beso en el hombro antes de soltarla.
—Deja de mirar esa pared. No te vas a morir ya —concluyó la profecta—. No pienso dejar que te mueras ya, sería un incordio.
—Gracias.
—No hay de qué. También me puedes agradecer que haya terminado de convencer al ejército de que no abandone sus puestos, a todos los sirvientes de que no abandonen tampoco los suyos y a Silva Amato de que las guardias se queden fuera de la reunión.
—¿Por qué se iban a quedar fuera?
—Esa es la parte que quería contarte Silva antes de nada, pero me pareció innecesario.
—Quinta…
—Ha llegado una carta con una petición expresa de que dejes a las guardias fuera, una reunión privada. —La profecta se encogió de hombros—. Las guardias pueden quedarse fuera, no dicen nada de las hermanas, así que a mí me vale.
—¿Cuándo ha llegado esa carta? ¿Quién la ha mandado?
—Mientras tú estabas de excursión y sospecho que la reina con la que te quieres reunir, a juzgar por la firma.
Apretó los dientes. Era inútil discutir con Quinta por qué era una mala idea no haberla avisado antes de dar órdenes. A fin de cuentas, había dispuesto lo mismo que habría ordenado ella. Tan solo quería tenerlo todo controlado, preparado, cubierto. Dejaba entrar al enemigo a la villa imperial, al corazón del Imperio que protegía; debía tenerlo todo controlado.
Se alejó de Quinta con pasos rápidos. No tendría tiempo para tomar ninguna infusión.
—Hemos traído una carruca —comentó la profecta detrás de ella, cantarina—. Llegaremos antes sin paseos extraños.
Las tres sombras ya se encontraban esperando alrededor del transporte, con Silva un paso por delante para determinar lo mucho que había querido no demorar aquello. Helda se ahorró las disculpas, las condolencias, las excusas. Subió a la carruca y apretó los labios al ver a Quinta acercarse. Siempre habilidosa, la profecta empujó a Titiana hacia las escaleras que conducían al interior.
—Iré en tu caballo —anunció—. Así charlo un poquito más con la coronel y la Emperatriz irá más protegida. ¿Nos vamos?
Silva tenía la prisa suficiente como para no entrar en otras disputas, Giove desde luego no quería estar allí y Juven parecía de pronto nerviosa por haberla ayudado a perder un tiempo muy valioso para todo el mundo. Eso la dejaba a merced de Titiana, que tampoco encontró una forma de salvarse de la situación.
Cerró los ojos e intentó fingir que dormitaba. La sensación de que la guardia la seguía mirando le oprimía el pecho. Quinta había hecho aquello a propósito, como si hubiera encontrado una nueva piedra en la sandalia y tuviera que librarse de ella.
—Me dolió que me creyeras monstruosa —soltó de repente. Abrió los ojos y vio la sorpresa de Titiana, lo que todavía le resultó más amargo—. Puedo entenderlo, pero… No me pareció justo.
—En mi defensa… jamás lo dije.
—Tampoco lo negaste —hizo notar mientras bajaba los hombros. La guardia se limitó a sostenerle la mirada, lo que era bastante—. Las profectas esperaban una disculpa.
—¿Y tú?
—Realmente no. Lo entiendo. Mucha gente lo piensa. O supongo que lo piensa. La Muerte y la Destrucción… hay un límite en lo que los dioses pueden conceder a una personal mortal, ¿no? Hay dones que asustan demasiado, que son demasiado —expuso. La veneraban lo mismo que la temían lo mismo que la odiaban lo mismo que la admiraban. Por eso su hermana la había llamado.
Titiana apretó los labios.
—No se trata de eso —le dijo la guardia después de unos instantes. Parecía incómoda de pronto.
En esa ocasión, Titiana desvió la mirada, los labios todavía más apretados. Era la primera vez que Helda pensaba que el traje de guardia le iba grande a la chica, que quizá la panta de los hombros no le ajustaba bien y la hacía parecer desubicada, como si nunca antes la hubiera vestido. Se fijó también en las cicatrices que le nacían en el cuello y bajaban entre la tela, las que habían clareado por el tiempo y se perdían en la piel morena por el sol, las pequeñas pecas. Titiana debía de ser joven, pensó; poco más mayor que ella misma. Poco más mayor para tener la responsabilidad de un Imperio demandante.
—P-pero… —Soltó un poco de aire—. Dijiste que no la habías tratado mucho.
—Era la futura Emperatriz —respondió Titiana de inmediato. Volvió a mirarla—. Mi madre lo perdió todo por la tuya. A sus amigas, a sus compañeras. Estuvo a punto de perder la vida también, y luego acabó sin el que era su hogar, sin su profesión… Es lo que aprendí —sentenció—. Todos los sacrificios por la Emperatriz.
Eso también lo entendía. Lo estaba viviendo. Helda asintió.
—Sí. Quizá sea eso —le concedió—. Demasiados sacrificios todo el tiempo… Yo no te pido eso. Solo quiero sinceridad, ¿de acuerdo? Nada más que eso. Bueno —añadió, permitiéndose una pequeña sonrisa—, y que no des por hecho que voy a matar a todo el mundo, pero a lo mejor puedo demostrarlo… ¿No? —Agachó la mirada—. Aunque con la sinceridad me conformo. Como el otro día, con la carta. Nada más que eso. Me hace falta y… y estaría bien.
El silencio se arremolinó en el interior de la carruca y Helda se arrepintió de no haber intentado con más empeño el fingir que dormía. La incomodidad la hizo revolverse. Volvió a cerrar los ojos, dispuesta a realizar de nuevo esa actuación. Después de un tiempo, le pareció escuchar a Titiana:
.
***
¡TÚ ELIGES!
Andrea está indecisa entre estas dos opciones para completar el capítulo 8, ¿qué quieres que suceda?:
- OPCIÓN 1: Titiana sigue bebiendo en el bar
- OPCIÓN 2: Titiana vuelve al palacio con las guardias
*Tomaremos en cuenta las respuestas con fecha hasta el domingo (04/12/2022).
Que siga bebiendo, ¿Que podría malita sal?
Malir sal, el autocorrector arruina mis chistes :c