Dos hijas para la muerte
Siete
(Parte 2)
Los días en el templo de Estero habían sido monótonos, pero la recuperación tampoco le había permitido muchas quejas. El cansancio se ocupaba de todo. Además, había calles que reparar, una estatua que llorar, ciudadanos a los que consolar. El traslado al palacio Rosa, mucho después de lo programado en el itinerario perfecto de la coronel, había sido peor. Ya no había calles ni estatuas ni ciudadanos, sobre todo para ella, a quien seguían recluyendo igual que si se fuera a romper. A veces podría admitir que parecía cierto, porque la herida le tiraba, los bordes no se cerraban, y hubo un par de días en que las vendas apestaron hasta el punto de que Giove la había arrastrado a la sala de las curanderas.
En cambio, después de pasar por eso, con la cicatriz decente, solo le quedaba el aburrimiento y la vigilancia de una hermana De Conti que no había tenido tiempo para apreciarla ni un poco. Si acaso era posible. Empezaba a barajar la posibilidad de preguntar a qué se debía ese odio familiar hacia ella, porque la excusa de tener el favor de Silva por quien había sido su madre, o tal vez directamente odiarla por ese parentesco, no era un argumento con mucha fuerza. Solo que Giune era la última persona a la que le preguntaría de las dos De Conti: la sorprendería con algo maquiavélico.
—¿Quieres un caramelo? —le preguntó Giune, como si fuera una demostración de su maldad.
Titiana fingió que seguía mirando el mapa que había en una de las paredes. Esa había sido la sala de guerra, donde los generales del ejército discutían con la Emperatriz o el Emperador cuál era el siguiente territorio a conquistar. Por el sur, tras la conquista que había hecho Tenas y la creación de Hato, ya no había nada más que océano. Lo que hubiera más allá de esa masa de agua sería el fin del mundo.
No dejaba de darle vueltas, en todos esos tiempos vacíos, a la historia de la creación. Se la sabía, se les narraba a todos los niños en las escuelas, pero el tono de Vira le había hecho pensar en todos los matices que pasaban desapercibidos en la infancia.
—¿Qué miras? —insistió Giune. Se colocó a su lado y juzgó el mapa con los ojos entrecerrados—. ¿No quieres un caramelo?
—¿Va a hacer que me cague encima o algo así?
—¿Por quién me tomas?
—¿Por… ti?
Giune adoptó una pose dramática. Era muchísimo mejor actriz que su hermana, probablemente porque no le daba vergüenza alguna la exageración hasta el ridículo. Hasta eso era aterrador. Titiana sacudió la cabeza.
—¿No te gustaría irte en un barco y ver qué más queda?
—¿Qué más queda de qué? —le devolvió la De Conti, sin entender.
—De mundo. De… cosas por hacer, por descubrir.
—Lo que queda por hacer es que no nos quiten lo que hay ahora, lo que no está pasando.
Hasta ese momento, el tema de las reconquistas de los bárbaros no se había puesto sobre la mesa de las guardias. Sencillamente, no era asunto de ellas. Eso quedaba para el ejército. Las guardias solo marchaban a la guerra cuando lo hacía la Emperatriz, solo participaban en las estrategias si lo quería la Emperatriz. Era evidente que más de una coronel de la guardia habría estado en esa sala, hablándole a generales y dándoles órdenes, pero no por ello charlaban sobre política.
Para Titiana era importante. Era uno de los motivos por los que había escuchado a los rebeldes: el Imperio debía prevalecer. Era lo justo, lo bueno. Lo que había llevado la luz al mundo, lo que había permitido avances. Necesitaban el Imperio, necesitaban que siguiera en pie, y para ello debía haber una Emperatriz de verdad al frente. Era la noble causa, se repitió. Sin embargo, tenía que haber más que el Imperio.
—¿Qué crees que hay? —insistió.
—¿Mar?
—¿Solo mar?
—Y el infinito que queda sin moldear, supongo. —Giune se encogió de hombros, con desidia—. No lo sé. No me importa mucho. No voy a ir.
—¿No te gustaría?
—A ti sí.
—No lo sé —reconoció—. Nunca lo había pensado.
Giune adoptó una mirada inquisidora, de las que quemaban. Su hermana solía tener una versión idéntica y se la dedicaba a menudo.
—Nunca había escuchado esa historia. ¿Cuál es?
Lo que más descolocaba a las De Conti era que pareciera entre estúpida e indiferente, Juven lo había calado mucho antes que ella y llevado a la práctica con facilidad. Titiana todavía estaba practicando, pero sirvió para que esa hermana soltara una blasfemia y se alejara del mapa.
Eso la dejó sola de nuevo, observando las fronteras. Un gigante no les iría mal para acabar con enemigos. Probablemente también con una Primera Dama que era capaz de volver polvo estatuas de mármol. Había tenido un viaje entero para encontrar pistas que llevarle a Eos, y a medida que los días pasaban más se daba cuenta de que no tenía absolutamente nada. Solo una soga al cuello más apretada, lo que seguro que al rebelde no le valdría ni para ofrecerle consuelo.
—Guardias.
Titiana se cuadró por instinto. Se giró al mismo tiempo que lo hacía Giune, las dos derechas y dispuestas a arrodillarse o a sacar las armas, lo que fuera necesario. Maira estaba en la puerta y les sonrió con la gracilidad que solía emplear para todo, una mezcla de candidez y delicadeza que a Titiana la hacía tensarse: la Fortuna la había tocado, era igual o más peligrosa que las otras profectas.
—Buenos días —las saludó. Inclinó la cabeza con respeto y sus ojos quedaron fijos después en Titiana—. La Primera Dama quiere verte, De Nero. Acompáñame. De Conti, descansa.
Vio la mueca de la hermana del este y estuvo tentada a responderle. Se marchó a tiempo de no equivocarse. Maira no esperaba. Tenía un paso ligero, de los que daba la sensación de estar flotando más que caminando y de quien nunca miraba atrás.
Se mantuvo por detrás hasta que la profecta ralentizó la última parte de la caminata. Las puertas que daban a las estancias imperiales tenían grabados en oro, la luz de las ventanas incidía en ese momento en ellas y daba al suelo un toque de arcoíris. Los pies de Maira lo pisotearon antes de girarse definitivamente hacia ella.
—¿Va a colgarme?
—¿Colgarte? —repitió Maira. La duda parecía real, la nariz un poco arrugada la daba un toque convincente.
—Por lo que ha pasado. ¿Ha llegado la hora de colgarme?
—¿Cuelgan a las guardias por traición?
—A veces.
Maira arqueó las cejas, como si le interesara quedarse con un nuevo dato que desconocía hasta entonces.
—La Primera Dama no quiere hacer eso —le dijo después de un rato. Titiana se mordió el interior de la boca para evitar el suspiro de alivio—. Tiene la teoría de que no le sienta mal que una persona le diga la verdad.
—De acuerdo.
—¿Lo haces? —Maira dio un paso hacia ella sobre la punta de los pies—. ¿Le dices la verdad?
—Sí.
—Supongo que entonces nada de colgar a las guardias, que ya no tiene muchas. —Entrelazó las manos tras la espalda y volvió a girar—. Venga, nos espera.
—¿Y…?
El escalofrío le hizo apretar los dientes. Estaba claro que ese dios se equivocaba o, peor aún, le mentía a la Segunda Hija, pero Maira sonaba tan segura que la invitaba a creerla. La profecta ya había abierto la puerta sin darle tiempo a reponerse de esa sensación extraña en la boca del estómago. Se tragó la bilis y se acercó en tres zancadas largas.
En el interior de la habitación también había cientos de arcoíris en el suelo, todas las ventanas estaban abiertas y dejaban pasar los colores, la brisa, el olor a naranjas de los patios infinitos de ese palacio. Era el favorito de los Rosa en el sur y se decía que la Emperatriz Fauna había planeado mover toda la corte imperial a aquel lugar cuando estaba embarazada, en busca de un lugar bonito y tranquilo. Después se había descubierto la verdad con el parto adelantado de sus hijas y nunca había podido huir. Titiana sabía que aquello era cierto, porque su madre hablaba a menudo de ese palacio, de cómo podría haber sido la vida en esos jardines, de criarla a ella entre naranjos.
No sabía si Helda estaba al tanto de esa verdad o solo conocía la historia. La Primera Dama permanecía sentada detrás de un enorme escritorio de cristal, inclinada sobre pergaminos arrugados y manchas de tinta. Llevaba el pelo rubio recogido con una diadema fina en la que se entrelazaban flores tan diminutas que semejaban gotas de rocío. Se parecía más que nunca a Vita.
Cuando alzó la vista para mirarla, decidió que se parecía menos que siempre.
—Estás aquí —musitó la actual Emperatriz. Soltó un suspiro y volvió a bajar la mirada hacia los papeles—. ¿Tienes alguna pregunta que hacerme?
—No sé qué quiere decir.
Sin mirarla de nuevo, Helda arqueó una ceja que le llenó de pequeñas arrugas la frente. Escéptica y molesta, torció una sonrisa.
Se había dado cuenta de ese detalle a la perfección. La estancia sin la profecta predilecta parecía mucho más grande; Quinta solía llenar todo aquel lugar en el que estuviera, sin permitir espacio para nadie más. Ni siquiera para la Primera Dama. Aunque, en verdad, Helda no solía colocarse nunca en un primer plano. Lo había observado otras veces: caminaba en las sombras, dejaba a las profectas abrir marcha o hablar cuando le tocaba, atendía a todo desde la distancia, esperaba. Incluso en esa ocasión Maira permanecía cerca de la mesa, a un simple paso de ponerse delante de Helda y opacarla más que cubrirla.
Pero sin duda Maira era una ventaja en comparación con la otra profecta. Estaba claro que no le habría hablado de futuros ni fortunas.
—Ya me han dicho que no vas a colgarme por traición —soltó. Helda levantó la mirada poco a poco al oír el comentario—. Creo que no tengo más preguntas…
Se imaginó de inmediato el gesto de decepción de Silva. Fue sustituido aún más rápido por la mirada intensa de Eos.
—¿Quién provocó el ataque? Hay teorías —añadió al ver que Helda fruncía los labios—. Se habla de los rebeldes… Pero nadie lo tiene claro, como lo que pasó en el palacio. Es la pregunta que tengo.
—Hace tiempo que los rebeldes atacan los templos —contestó la Primera Dama mientras ella contenía el aliento—. Supongo que les importa más su concepción del Imperio y de lo que este significa, incluyendo quién debería estar al frente, que las personas que puedan dañar en el proceso.
—No… —Cerró la boca un segundo. Vio que Maira amagaba con avanzar. Volvió a abrirla—. Nunca lo había pensado esa forma. Así que ellos podrían haber…
—No nos consta que existan —cortó Maira. Su tono era más suave que el de Quinta, pero no estaba exento de autoridad.
Helda asintió. Sin duda la visión de las Segundas Hijas dividas no era lo mejor para el futuro de un Imperio fragmentado. Incluso aunque Titiana fuera alguien de supuesta confianza, tal y como parecían querer nombrarla contra todo pronóstico, no tendría derecho a escuchar esa teoría en concreto.
—¿Sencillo?
—Son muchos y son pesados. Pero su organización es nefasta.
Titiana se sintió ofendida. Jamás habría dicho de los rebeldes que no eran organizados: estaban diseminados por toda Numia, seguían las órdenes de los líderes sin dudar, habían atacado templos, sembrado el caos y hecho dudar a la gente de su fidelidad hacia las Segundas Hijas. Incluso habían infiltrado a una guardia en el corazón de la villa imperial. Guardia que estaba de pie ante la Primera Dama porque esta creía que le hablaba con sinceridad. Titiana a eso le pondría otro nombre.
Procuró tragarse bien cada retazo de ese sentimiento de indignación. Era de lo menos conveniente.
—De acuerdo —dijo. Notaba la mandíbula tensa, así que tomó aire—. ¿Qué es lo que quieres de mí? Ya has respondido a mi pregunta, pasemos a lo siguiente.
—Ya sin formalismos —comentó Helda, con una sonrisa vaga. No parecía satisfecha por eso. Perdió la mirada entre los pergaminos y cogió el que estaba debajo de la pluma de nuevo. En esa ocasión sí que se lo tendió—. ¿Sabes leer?
—Bastante bien. Mi madre me enseñó.
—¿Hay guardias que no saben leer? —preguntó Maira, inclinándose hacia la Primera Dama en lo que ella cogía el pergamino.
—Algunas —respondió Helda. Arqueó las cejas y le hizo un gesto—. ¿Crees que tus compañeras saben?
—¿Las otras sombras? Probablemente De Juno, por el linaje. En cuanto a De Conti… —Encogió un hombro—. Lo dudo. No hace falta que sepamos leer para saber defender a la Emperatriz.
—Pues ya ves que sí —replicó Maira en un tono indignado—. Organizaré unas clases para las guardias.
Helda la miró de reojo y asintió, sin darle mayor importancia. A ella le hizo un gesto para que se apresurara a leer el pergamino. Aunque supiera hacerlo, no implicaba que lo hiciera bien. Era cierto que su madre le había enseñado, pero simplemente para que pudiera tener un entretenimiento más al lado de Vita, no porque lo considerara útil de verdad. Después de marcharse del palacio, Titiana había dejado las lecciones de lectura y escritura para centrarse por completo en las armas y el combate, lo que de verdad le gustaba. Leer era tedioso, aburrido y, en muchas ocasiones, no le aportaba nada más que un dolor pulsante entre las cejas. La falta de práctica no ayudaba demasiado.
Movió los labios al leer cada una de las palabras, lo suficiente consciente de que no debía llegar a pronunciarlas. No quería que Maira se escandalizara todavía más. Sin embargo, fue incapaz de no releer en alto la última parte:
—Sí —respondió la Emperatriz.
—Para aclarar los términos de una posible tregua.
—No puedes hacer eso —soltó. Miró la carta de nuevo—. O sea… puedes y no soy quien para…
—Si te he traído aquí es para que lo hagas.
Titiana balbuceó una incoherencia. En todos sus planes no estaba aconsejar a la Primera Dama, jamás habría soñado con eso. No era la manera en que quería acercarse: sería su guardia, su sombra si todo iba bien, y eso le permitiría escuchar conversaciones, saber estrategias, encontrar a Vita quizá iniciando alguna conversación casual si era necesario. Nada más que eso.
—Debería ser Silva…
—Sí, ya, porque ella es… es alguien educado. —Se odió por esa palabra. Silva la habría llamado imbécil—. Quiero decir que agradezco lo que quieres que haga, pero soy tu sombra y…
—Todas las sombras aconsejan a su emperatriz, simplemente algunas más que otras, y algunas por otros motivos. Tú me odias lo suficiente como para decirme la verdad, ¿no es así?
De nuevo, se quedó sin saber qué responder con la boca medio abierta.
—Me dirías lo que crees que haría Vita —prosiguió Helda, en un tono más bajo. Desvió un instante la mirada—. Quiero escuchar tu teoría.
No se creía eso. Era evidente que las profectas odiaban esa decisión, pero Helda había optado por ignorarlas. A lo mejor por eso Quinta no había ido a la reunión. La idea le hizo tensar la espalda: había tenido claro desde el comienzo que sería un mal plan poner a las profectas sobre su pista. Los líderes rebeldes también se lo habían advertido, con todos los datos recopilados que tenían sobre ellas bien estudiados.
Pero se había ganado esa posición. De alguna forma incomprensible, se lo había ganado. En vez de una pica o un árbol especialmente alto, en vez de una espada en el cuello y el deshonor, tenía aquello.
—Si… —Bajó la carta y la dejó en la mesa, incapaz de leerla de nuevo—. Si rechazas la invitación, los colosos atacarán el norte con toda su furia, ¿no?
—Eso creo.
—Y la gente del norte está sufriendo. Hay ciudades destrozadas, lo he visto antes de venir. El ejército agradecería un descanso para reorganizarse. —Miró a Maira, por si la ayudaba con alguna visión de la Fortuna, pero la profecta estaba especialmente callada, expectante. Daba tanto miedo como congelada hablando con un dios—. Pero dejarlos entrar…
—Los dejaría entrar —dijo. Notó la boca más seca con cada palabra—. Una posible tregua calmará a la gente y la hará pensar que el Imperio funciona diferente, bajo el mando de las Segundas Hijas, pero que la paz y la gloria también son posibles por otra vía. —Miró hacia la carta—. Aunque no me fío en absoluto de esa reina falsa.
—¿Por qué iba a ser falsa?
Helda estiró los labios, sin que eso pudiera considerarse una sonrisa.
—La conclusión es que deberían venir. —La Primera Dama asintió—. De acuerdo.
—Es una mala idea —musitó Maira. Se inclinó sobre el escritorio—. Piénsalo otra vez. Pueden ser…
Tenía la queja en la punta de la lengua. Maira la miraba a la espera de que la soltara. Pero se inclinó hacia adelante, con el «Emperatriz» más respetuoso que había usado hasta entonces, y salió de la habitación mientras evitaba pensar que en el fondo Helda, tan regia y firme ante el peligro, tan dispuesta a escuchar un consejo, también acababa de resultarle admirable.
Espero que esto no acabe pronto porque hay tantas cosas por resolver, tanto por descubrir. Hay mucho potencial en la historia, ojalá se tome su tiempo para desarrollarlo.
Por otro lado, estoy deseando que nos hagan elegir el destino de la historia otra vez, y mejor si nos hacen decidir si un personaje vive o muere, o si se lían o no, o algo por el estilo.
Saludos <3