Dos hijas para la muerte
Siete
(Parte 1)
Estaba enfadada. Aterrada, también. Pero nadie había ido a buscarla para cortarle la cabeza, quizá después de cortarle las manos y la lengua; nunca se sabía con los castigos ejemplares, se solían utilizar métodos de lo más innovadores. El problema era que a medida que el pánico se diluía y el enfado era menos consistente, el cansancio resultaba más arrollador.
Apenas había conseguido moverse en dos días, desde que Juven la había encontrado tirada en una habitación cualquiera, a punto de desangrarse. O quizá no tanto, pero desde luego había tenido la sensación de que la vida se le escapaba y el fajín ya no era suficiente. Las Segundas Hijas que la habían atendido también parecían escandalizadas por su resistencia. Titiana había elegido enfadarse con ellas, por extensión, pero incluso eso había acabado por consumirse.
—¿No me han llamado? —le preguntó a una de las curanderas que se había acercado a su cama. Le removió las vendas sin hacerle caso y la hizo sisear entre dientes—. Eso duele todavía…
—Y va a seguir doliendo todavía un poco más —respondió la mujer. Tenía tantas arrugas en la cara que resultaba inverosímil, porque sus ojos eran imposiblemente jóvenes. Titiana la había visto sanar a otras personas de esa sala muy rápido; eso tendría un coste—. No estás tan grave como para quedarte aquí. Así que si quieres irte…
—¿Irme?
—¿No decías que si te habían llamado?
—¿Lo han hecho?
La mujer arqueó las cejas, cansada. Entre todas sus tareas no estaba hacerse cargo de la guardia impertinente que había llevado la contraria a su Primera Dama, claro que eso no lo sabría. Titiana procuró aplacar el pánico otra vez. Se había buscado ella sola esa posición; lo había hablado inmensidad de veces con Eos, sobre hasta dónde era razonable llegar con Helda y hasta dónde debía replegarse. Por supuesto, nunca se habían llegado a poner de acuerdo, pero sin duda el rebelde le habría dicho que enfrentarse a la Primera Dama en público era una idea nefasta, o peor incluso que nefasta.
Por eso no le cuadraba el seguir allí, en esa sala, con vida. Ella la había llamado monstruo a la cara y Helda la había dejado marchar.
—¿Nadie me llama? —le insistió a la Segunda Hija, cuando esta ya se había lavado las manos sin darle una respuesta. Se atrevió a cogerla del mandil—. Por favor, solo…
Soltó a la mujer tan pronto como esta bajó la mirada hacia la mano. No había llegado a tocarla. Sabía que las normas no eran tan estrictas para las Segundas Hijas como para la Primera Dama, pero aun así no estaba bien visto el contacto con una, mucho menos sin su permiso expreso. Titiana cogió aire, intentó parecer todavía más suplicante.
—Solo quiero saber si alguien ha preguntado por mí.
—Tu coronel —contestó finalmente la Segunda Hija, tras pensarlo un momento. La compasión había vencido a la pereza y el desagrado—. Ha venido en todos los turnos a verte, pero no dejo entrar aquí a nadie. Menos a las guardias, venís todo el rato con las botas sucias. También estuvieron tus amigas.
—¿Amigas?
—La seria dijo que lo erais, la que tiene cara de asco por debajo de las pecas dijo que no… pero bueno, ellas también. —Hizo una pausa, como esperando a ver si eso era suficiente para Titiana—. ¿Satisfecha? —le preguntó cuando no le respondió.
—¿Nadie más?
La curandera se alejó refunfuñando entre dientes y se perdió detrás de las cortinas que separaban otra cama. La respuesta parecía clara: nadie había preguntado fuera del círculo de guardias, y podía irse en cuanto quisiera. Había personas más graves, así que las camas les hacían falta.
Se tomó igualmente tiempo para reunir fuerzas. Notaba las piernas flojas, tenía hematomas en sitios insospechados, y las suturas del costado le retorcían la carne de una forma todavía dolorosa. Si estuviera en el palacio, la mandarían a reposar a la casa de los jardines, alguien asumiría su lugar como sombra y Silva se ocuparía en persona de decidir cuándo podía volver. Pero no estaba en el palacio. Acababa de haber un desastre.
Logró salir del templo después de recorrer los pasillos con una mano en la pared. No podía permitirse esa muestra de debilidad en el exterior, delante de otras personas, así que procuró mantener los pasos firmes, lentos, muy medidos, y una mano en el costado por si acaso la herida se abría de repente, contenerla a tiempo. No quería ni un fajín ni las tripas fuera.
Apenas había bajado los primeros peldaños de la escalinata cuando una mancha azul se le acercó corriendo. Estuvo a punto de defenderse, impactada por el color y al creer que por fin las Segundas Hijas la llevarían a un calabozo, pero distinguió antes la cara de Nime.
—¿Qué haces? —se le escapó.
—¿Qué haces tú? —le devolvió la otra guardia. Diligente, le pasó un brazo alrededor de la cintura y se ocupó de que descargara parte de su peso en ella para seguir bajando—. Se suponía que estabas convaleciente.
—La Segunda Hija me dijo que me fuera si quería, y me pareció bien… Tengo que hablar con Silva, no la dejaba pasar…
—Por los dioses, Titiana.
Se le escapó una pequeña sonrisa. El reproche sonaba a camaradería por encima de una protesta real, y no había creído que fuera a conseguir eso. Habían intentado matarla en la presentación. Aunque, en honor a la verdad, no había llegado a enfrentarse a Nime entonces. Tampoco parecía de la clase de personas a las que habría que enfrentarse después: Nime era tranquila, reservada pero atenta con todos los que estaban a su alrededor y excelente en las distancias más largasen vez de en las cortas; tampoco le convendría un duelo como espectáculo otra vez.
—No me has dicho qué haces —insistió Titiana al llegar al final de la escalinata. El recorrido se volvía más sencillo—. ¿Por qué vas de azul?
—Se me rasgó la túnica. Las hermanas insistieron en arreglarla y como mi baúl quedó perdido, me prestaron esto. Yo creo que no me queda tan mal. ¿Tú crees que sí?
Hizo una mueca con los labios para dejar claro su punto. El azul no era un mal color para la tez pálida de Nime; simplemente no era el apropiado para una guardia ni aunque fueran las de la Primera Dama y aquello ya no solo tuviera relación con una Emperatriz. Había que mantener ciertas tradiciones.
No era en absoluto la persona apropiada para mencionarlo.
La parte de atrás del templo había sufrido también durante el incidente. Había grietas entre los azulejos que formaban el patio trasero, pequeñas desfiguraciones en lo que había sido una mínima representación de los dioses. Del mismo modo en que estaba vetado usar los nombres de los dioses, también estaba prohibido mostrar sus rostros en representaciones, pero era frecuente encontrar a la diosa de la Sabiduría dibujada como un enorme pájaro brillante o con la cara de una de sus consagradas: allí tenía el gesto tierno de una cría de ojos llenos de estrellas que se habían llenado de pequeños agujeros. La fuente del centro tenía la columna rota, así que el agua salía por los bordes. Había una fila de Segundas Hijas cerca, con tablillas en las que iban tomando notas, probablemente sobre las reparaciones necesarias.
En una de las esquinas, en unos bancos improvisados, otro grupo hablaba con ciudadanos y los dirigían en función de las respuestas a una zona de los bancos o a otra. Silva se encontraba supervisando esa operación. En cuanto vio el aspaviento de Nime a lo lejos, ayudó a una anciana a sentarse en el primer sitio disponible y se acercó a ellas con unas zancadas ágiles. También llevaba una casaca con las insignias de las hijas.
—Gracias, Nime —le dijo a la otra guardia de inmediato—. Yo me ocupo de ella ahora. Puedes volver a la plaza.
—No me importa…
No fue necesario que Silva repitiera la sugerencia; no lo era en realidad. La penumbra se marchó con cierta prisa, como si de pronto tuviera un cometido importantísimo que cumplir. Eso la dejó delante de Silva, que la evaluaba con ojo crítico, inmune a cualquier señal de debilidad. Sin embargo, el gesto que siguió al escrutinio fue casi amable.
—Vamos a sentarnos, te irá bien —le aseguró.
Titiana se dejó guiar, porque eso tampoco era ninguna sugerencia, hasta la fuente. El borde estaba completamente mojado, por lo que enseguida notó que las calzas se le empapaban. No sabía hasta qué punto eso le iría bien a una convalecencia. Si regresaba pronto a la sala de curación, la encargada era capaz de darle un buen sermón.
—Está fresco —se adelantó Silva a la protesta—. Además, el ruido del agua es muy relajante.
Pero aquello era un templo.
—¿Alguien ha preguntado por mí? —inquirió en el tono más bajo posible.
—¿De verdad es lo primero que quieres saber?
Frunció el ceño y le devolvió la mirada a Silva, extrañada.
—Sí. ¿Alguien me ha buscado, hay orden de…?
—N-no…
—No pasa nada. Me queda claro, Titiana. Pensé que eras mejor, pero no lo eres.
Lo último que había esperado de parte de Silva era ese tipo de regañina. Probablemente porque no se había parado a pensar de esa forma. Dudó, a sabiendas de que cualquier tema que sacara después no sería el apropiado. Preguntar entonces por Juven y Giove también le parecía fuera de lugar, digno de un nuevo desprecio. Se quedó durante un rato callada. Silva puso los ojos en blanco.
—Si estás preocupada por si te van a encerrar, quizá deberías hacerte otras preguntas también, Titiana.
—Solo…
—No lo olvido.
—Lo parece.
—Es solo que…
—Es solo que nada, Titiana. Si te enfrentas a ella, incluso en una sugerencia… No es que tú corras el riesgo, es que lo hacemos todas. Sobre todo tus compañeras de sombras. ¿Te has parado a pensar en ellas? No me respondas, ya lo sé —se adelantó. Tuvo que respirar para bajar el tono de voz—. Arriesgas nuestro honor. Y si tengo que elegir entre ti y el honor, tengo claro lo que pienso. Deberías saberlo.
Lo sabía. No se había llamado a engaño con eso, si ya tenía a su madre de referente. Aunque lo peor era que ni siquiera había valorado que fuera a haber consecuencias para otras, cuando era lógico: mismo destacamento, misma sección, misma posición. Las acusarían de conspirar. A fin de cuentas, por eso habían pedido a un nuevo grupo de guardias, porque todas las anteriores habían sido eliminadas del puesto, y seguro que solo había una podrida.
Hundió un poco los hombros. La culpabilidad la gestionaba bastante bien, Silva no iba a ser clemente solo por eso.
—Lo siento.
—A mí no me lo digas —cortó Silva, tajante.
—De acuerdo. Se lo diré a ellas. Pero…
—No. La Primera Dama dice que está zanjado.
Asintió con cierto alivio. No sabía a qué se tendría que enfrentar, no sabía por qué tendría que enfrentarlo con lo sencillo que sería cortarle la cabeza. Apartó esa idea, ya la había barajado lo suficiente y la imagen de sí misma decapitada no se volvía más agradable.
—¿Y están…?
Silva creía en los dioses cuando había que creer en ellos, o eso le había dicho al irla a buscar y ante la pregunta de qué pensaba de una Primera Dama como Emperatriz. Esa era la primera vez en que Titiana notaba la fe saliendo a borbotones por debajo de su firmeza habitual, por esa capa que aseguraba que lo único importante eran las guardias, el deber, la formación, y los dioses o todo lo demás nunca sería relevante.
Ella solo había llegado a ver a Helda con las manos alzadas ante la estatua fragmentándose de Tenas Rosa. A lo mejor después había llegado el acto divino que hacía dudar a la coronel; a lo mejor después había llegado esa salvación magnífica. Notó que las dudas también le revolvían el estómago tanto como la culpabilidad.
—¿La persona que han capturado…?
—No ha dicho nada —contestó Silva.
—¿Lo tienen ellas?
—Sí.
—¿Por qué no nosotras?
—¿Por qué sí? —Arqueó una ceja. Estaba claro que tampoco le gustaba esa posición, pero no iba a quejarse más, ni siquiera con ruido de fondo—. Querían entregárselo a un chico consagrado al dios de la Verdad, pero al parecer murió hace un tiempo, así que están… no sé muy bien haciendo qué. Pero no ha dicho nada.
La presión en el estómago creció un poco más.
—¿Es un rebelde? —siguió intentándolo Titiana.
—No.
—¿No?
—¿Bárbaros?
—Puede ser. Pero…
—Ya.
Una estatua que se rompía en el momento oportuno de esa forma, con la Emperatriz a sus pies. Sonaba a un trabajo demasiado bien ejecutado para los bárbaros. Sonaba a otro tipo de acto divino.
—Creo que sí.
—El mundo debería temer —completó Titiana.
Silva asintió. Igual que no hubieran tenido esa conversación tan seria, se puso en pie con energía justo después y se sacudió el pantalón empapado. Le dio una palmada en el hombro.
—Puedes descansar.
—Me gustaría ayudar en algo —replicó Titiana. Intentó adoptar la expresión más comedida posible—. Por favor.
—Ya, justo ahora… Pues no. —Silva repitió la palmada con más entusiasmo y learrancó un gemido—. Vas a descansar y aburrirte. Quizá en medio del aburrimiento hasta consigas reflexionar un poco, pensar, darle una vuelta a lo que haces… Será de lo más productivo si lo consigues. Y si no, por lo menos no te meterás en ningún lío estando tranquilita y sentada en algún sitio donde no haya nada que hacer. ¿Estamos?
Se le ocurrió protestar. Tenía hasta la boca abierta cuando Silva enarcó las cejas.
—Estamos.
—Así me gusta, De Nero. —Le pasó una mano por la cabeza, revolviéndole el pelo. El afecto del gesto hizo que Titiana le sonriera por fin, agradecida porque no la hubiera apartado—. Me alegra que estés mejor.