Dos hijas para la muerte
Seis
(Parte 1)
La columna había ido creciendo desde que salieron del templo. Vira había dejado que unos cuantos críos y hermanas se les unieran, con la condición de que pararan en el siguiente Templo Maldito, al parecer ubicado en una bahía, a dejarlos. Algunas personas de las aldeas se habían acercado, curiosas, y terminado caminando entre guardias y Segundas Hijas. Al parar en el pueblo anterior a la ciudad, también una familia de aristócratas había incluido su carruca.
Nunca había visto a Silva tan tensa. Las dos comandantes parecían igual de presionadas por la situación. Nadie salvo el resto de las guardias parecía darse cuenta. Los Rosa hacía mucho tiempo que no viajaban al sur, no había existido esa necesidad, y mucho menos lo habían hecho al descubierto como la Primera Dama: sin carruca ni cortinas, sino cabalgando al frente del resto de la comitiva, con las dos profectas al lado y sus sombras detrás. Era una imagen regia, que generaba expectación.
El nuevo grupo de penumbras regresó al trote a la fila y se acercó a la parte delantera. Detrás, iban dos hermanas a caballo.
—Emperatriz —saludó Nime, mientras aproximaba el caballo al de Juven, en el flanco derecho—. No ha sido posible.
—Llevadlas a una carruca a que descansen —respondió la Primera Dama sin desviar la mirada del frente.
Nime les dedicó un vistazo a las sombras, como si les pidiera permiso también para alejarse. Habían llevado a las hermanas a uno de los campos calcinados por los bárbaros. Consagradas a la diosa de la Fertilidad, a la diosa de la Agricultura, al dios de los Pastos, y no habían podido hacer crecer nada porque todo estaba demasiado muerto. Titiana hizo una mueca con los labios a la vez que inclinaba la cabeza, en señal de aceptación. Ellas tampoco podían hacer nada más.
La comitiva siguió avanzando, ajena a lo que acababa de comunicar Nime. Silva se acercó al galope desde el final cuando ya se atisbaban las primeras construcciones de Estero. El olor a salitre, junto con los graznidos de algunas gaviotas, marcaba igual de bien la cercanía.
—La cola lleva mucho retraso —anunció la coronel—. Me ocuparé de ella, hay unos cuantos aristócratas con carrucas que se quedan en cada piedra y… —Tomó aire. Nada de quejarse de aristócratas en una misión oficial—. Os quedáis al frente, ¿está bien?
—Por supuesto —respondió Giove de inmediato. Se llevó una mano al pecho—. No pensamos separarnos.
Por un instante, Silva pareció a punto de dedicarle una mueca a la chica. Volvió a contenerse y chasqueó la lengua en lo que espoleaba otra vez al caballo. Se detuvo en la siguiente fila, para darles unas cuantas indicaciones a las profectas y la Primera Dama.
Habían planificado la ruta hasta la ciudad con esmero los días anteriores a la partida. Así como la posibilidad de desviarse al templo se contemplaba, con cierto espacio en caso de que Helda marcara la orden, en esa parte no se admitían improvisaciones. Usarían la avenida de los emperadores para llegar al centro de la ciudad, a la plaza de Tenas, donde Helda se apearía para besar la estatua de su antepasado, tal y como era costumbre. Luego, subiría la escalinata que daba al templo de Estero y ofrecería un breve discurso a las personas que se hubieran congregado. Titiana desconocía lo que se diría: amor, paz, gloria; lo importante sería que se corriera la voz definitivamente por el sur. La Emperatriz había llegado y ayudaría a la gente. Finalmente, Helda entraría en el templo con el resto de las Segundas Hijas para las oraciones vespertinas.
Era un buen plan: sencillo pero eficaz, como había establecido Silva. El día siguiente sería más complejo, con las rutas para hablar con los comerciantes y las audiciones en el palacio de Claudia Rosa. Contaban con la guardia y el destacamento de soldados de Estero para apoyar todo el despliegue.
Las columnas que daban acceso a Estero se alzaban delante de la comitiva. En la de la derecha se había tallado el triunfo de Claudia Rosa, mientras que en la de la izquierda se conmemoraba el de su hijo por la anexión del sur. Parecía una promesa de lo que alojaba Estero: el orgullo de ese triunfo y unos toques de exceso.
Había sido una ciudad famosa por el comercio: las sedas, el grano, las especias, los enormes barcos y los marineros que llegaban con los más diversos acentos o idiomas en la punta de la lengua. Los ataques a los que se enfrentaban en la ciudad, la peligrosidad de las rutas que navegaban los barcos y el último brote de urita hacía unos cuantos años había mermado el esplendor. Sin embargo, todavía quedaba ese deje en las calles adoquinadas, como si entre el caos de los puestos y la algarabía de la gente creciera todavía mucho orgullo. La avenida principal conservaba cada adoquín en su sitio, las casas alrededor tenían las fachadas caladas en blanco como si acabaran de erigirse, y el templo destacaba al final con la estatua de Tenas Rosa sobre su famoso corcel, en pose victoriosa.
Los ciudadanos comenzaron salir de las casas para acercarse a la comitiva; algunos venían de callejuelas secundarias, con objetos diversos en las manos, quizá de lo que estaban cogiendo de los puestos de comercio justo antes de escucharlos, o quizá de lo que querían regalar a la Emperatriz. Los que se habían quedado en el interior de los edificios salían a las ventanas. No había flores a los pies de la Primera Dama, pero la sensación era similar.
—En flecha —ordenó Juven cuando se acercaron a la estatua.
Titiana se replegó a la derecha y pasó por delante de las profectas. Se quedó al lado de la Primera Dama, mientras que Giove ocupaba el otro y Juven avanzaba para abrir paso. La gente no se acercaba a las Segundas Hijas, sentían demasiado respeto hacia ellas como para atreverse, al igual que demasiado miedo a las posibles consecuencias. Sencillamente, tenía curiosidad también y quizá alguno hiciera el balance equivocado. Era importante mantener un perímetro alrededor de Helda.
Llevó la diestra a una de las espadas. Los soldados de la ciudad estarían apostados en los tejados de las casas, dispuestos a saltar si era necesario o sacando los arcos, pero echó un vistazo igualmente. No llegó a distinguir a ninguno de ellos. El sol brillaba más de lo habitual, era imposible no pensar que tal vez una de las hermanas se estuviera ocupando de eso. Hacía parecer a la Emperatriz lo que era realmente: una enviada de los dioses. La túnica blanca relucía, prístina, mientras que las líneas azules con las que había pintado las manos y los pies le daban un toque de divinidad que el rojo habría ocultado. Vita habría parecido que estaba pisando sangre, pero cuando Helda descabalgó, dio la sensación de que había estado pisando el cielo.
Titiana bajó del caballo también. Ya podía tener las dos manos cerca de las espadas cortas, atenta a las distancias de todos cuantos las rodeaban. Se había formado un silencio expectante en cuanto la Primera Dama había posado los pies en el suelo. Las Segundas Hijas renunciaban a los lazos de sangre de su primera familia al unirse a la congregación, pero ahí estaba Helda, acercándose a la estatua de uno de sus antepasados.
Un grito recorrió la multitud. Helda tomaba aire, dispuesta a inclinarse ante la persona que había creado la región de Hato y dado toda la gloria posible a esa ciudad. Era un evento que nadie había creído posible.
—¡Titiana! —aulló Juven justo entonces.
Desvió la mirada un instante hacia su compañera. Vio el fuego crecer de repente detrás de Juven y extenderse entre la multitud, cómo algunos de los soldados caían de los tejados para intentar detener la avalancha que se estaba formando al fondo, la columna estaba totalmente deshecha. Creyó ver a Silva gritando antes de caerse del caballo, los niños del templo corriendo hacia allí.
No tenía sentido, pensó, congelada.
Un enorme alarido llegó desde la parte superior de la estatua. Vio a Tenas sonreír, al Tenas gigante hecho de mármol y oro, y luego el atisbo de una persona que se colaba entre esa grieta mientras la estatua se desmoronaba.
Una corriente la recorrió de arriba abajo.
—¡Emperatriz!
La dejó inservible durante un rato, sumergida en las olas que no paraban de chocar contra su cuerpo, revolverlo, agitarlo. Supo que iba a morirse si continuaba así, la mayor certeza que había tenido jamás. Luchó contra los aullidos que daba su cuerpo y concentró todas las energías en dejar de gritar, centrarse en los movimientos lentos, medidos. En la posibilidad.
Sacó la gravilla que le cubría la cabeza y luego se centró en las piedras que estaban sobre el resto de su cuerpo. Ninguna era demasiado grande, a pesar de que todo a su alrededor estaba cubierto por bloques inmensos de la que había sido la estatua de Tenas Rosa.
Se apoyó en uno de los bloques cercanos para lograr incorporarse. Le temblaban las rodillas. Tenía cortes en varias partes y un dolor insufrible en un costado. Eligió no levantarse la túnica ni remover el fajín; a lo mejor tenía que darle las gracias al sentido de la moda por mantenerle las tripas en su sitio.
—¿Juven?
El fuego bailaba más allá de los enormes bloques. Había gritos por todas partes, un caos que se asemejaba a un rebumbio de sonidos y fogonazos dispares.
—¿Giove?
Intentó caminar. El siguiente nombre de la lista se le atascó en la garganta. La había visto con las manos en alto; estaba claro que por eso no estaba muerta debajo de un bloque de mármol, pero no sabía si eso era suficiente. Se sujetó a otro de los bloques cuando las rodillas estuvieron a punto de tirarla al suelo. El dolor estaba volviendo a escalar, no tenía muy claro cómo enfrentarlo.
Hasta que escuchó más gritos y decidió guiarse por ellos para salir del destrozo de Tenas hacia el resto de la plaza. Había caballos desbocados, algunos caídos; las personas se ayudaban entre ellas a salir de los escombros y luego correr hacia ninguna parte. Distinguió los restos de una carruca entre escombros, en llamas.
—¡Titiana!
No supo de dónde llegaba el grito, pero aquella era Silva. El corazón le dio un par de latigazos, instándola a que espabilara. Se sobrepuso al dolor de nuevo, afianzó los pasos. Distinguió entonces el nuevo germen del caos.
Silva tenía a una de las profectas, Maira, entre los brazos para ayudarla a salir de un agujero que se había formado en el suelo. La mujer parecía ilesa, a diferencia de la coronel, pero esta estaba empeñada en no soltarla. Había un grupo de niños a lo lejos, soldados que procuraban mantenerlos quietos; la mayoría lloraban, otros intentaban salir corriendo. La Emperatriz estaba en el centro de todo aquello, erguida, ajena al caos que danzaba sin control.
Había varios cuerpos a su alrededor, con las mismas marcas en la cara que había tenido la asesina de su habitación. Justo a sus pies, había un hombre que se sujetaba un brazo, sin ser capaz de sacarlo del ángulo extraño en el que colgaba. Titiana lo vio moviendo los labios; no fue capaz de escuchar bien lo que decía, pero notó la vibración en la plaza justo después, esa sensación que le atenazaba el pecho por el miedo.
—Ya basta.