Dos hijas para la muerte
Cinco
(Parte 1)
Cinco
(Parte 1)
Las dos hermanas De Conti cabalgaban por delante de ella con aspecto regio. Las pantas les ondeaban a su espalda, un abanico de flores relucientes en los colores de las Segundas Hijas y el Imperio, con los toques grises característicos de las guardias para unir cada uno de los pétalos. En ocasiones, miraban hacia atrás y juntaban más a los caballos, una clara forma de escupirle en la cara que estaban hablando de ella. Después, por si eso no fuera suficiente, se reían y volvían a mirar. Solo Silva, que avanzaba y retrocedía a lo largo de la columna, parecía controlarlas.
Juven llevaba cabalgando a su lado desde la anterior parada, tan tranquila como si no hubiera salido del palacio. Había prescindido de adornos, más allá de las condecoraciones del traje que la marcaban como sombra una luna más. Solo el pelo rizo que había domado en pequeñas trenzas, apretadas contra el cuero cabelludo, parecía responder a la petición expresa de Silva sobre mostrarse elegantes.
—Tú también lo piensas —insistió cuando las otras dos se rieron otra vez y Juven enarcó una ceja.
—¿Qué?
—Que son insoportables, es lo que piensas.
—Bueno… sí, también pienso eso.
—¿Qué otra cosa podrías estar pensando si no?
Su compañera dudó durante un rato, reduciendo su expresión a una mueca confusa. Al final, soltó un suspiro y se encogió de hombros.
—Pienso muchas cosas —resolvió, magnánima. La miró de soslayo—. Se parecen un montón, ¿no crees?
—¿Esa es la reflexión?
—Una de ellas, sí.
—Juven. Eres demasiado críptica para nadie que lleve cinco días viajando. Tengo los muslos… No voy a decirlo —decidió, asqueada. Sacudió la cabeza cuando las De Conti volvieron a reírse—. Yo no las veo tan parecidas.
—¿De verdad?
Las observó de forma más crítica. Era indudable que ambas eran hermanas: más allá de la cantidad indecente de pecas con las que jugaban, los rasgos afilados estaban cortados por el mismo patrón. Pero igual que una panta, Giove sería la que utilizaría para una mañana cálida, para un banquete con aristócratas, y Giune la que usaría en una noche muy fría. La sombra era elegante, regia, fina; su hermana resultaba más tosca. La primera tenía la nariz recta, la barbilla estrecha; Giune contaba con una frente muy ancha, un incisivo mellado. Eran pequeñas diferencias, pero resaltaban con un salvajismo que gritaba que no eran la misma persona.
—¿Tienes hermanos? —cambió de tema.
—Dos hermanos mayores.
—¿Dos…?
—Tres, si es a lo que te refieres —rectificó Juven—. Mi segundo hermano fue a la congregación. Forma parte de uno de los coros del templo de Oasis. —Hizo una pausa, como si estuviera decidiendo qué más podría contarle—. Lo fui a ver una vez, después de que se consagrara… Fue una experiencia extraña. No he vuelto a verlo.
—Pero está vivo.
—Que fuera un hombre no implica que tuviera que ser sacrificado.
—Seguro, pero…
Procuró no alterarse por la última pregunta. No creía que Juven fuera de esa clase de personas que acepta una conversación personal para atrapar a la otra parte, una vez que la ha enredado en la historia.
—Tú deberías ser a la que no le caen muy bien —procuró igualmente devolver la atención.
Eso le arrancó una pequeña sonrisa. El tono de Juven era despegado incluso al bromear, pero no ocultaba el cariño. Titiana se vio tentada a preguntar por el hermano que faltaba, qué sería de él entre guerreras, devotos y poetas. Optó por ofrecerle algo de sí misma primero a su compañera:
—No tengo hermanos. Tengo tres primos insoportables, pero casi no tenemos contacto. Mi madre rompió las relaciones cuando se alistó para guardia imperial. —Encogió un hombro—. Creo que los tres trabajan para un aristócrata en el norte y están casados.
»Y no —añadió—. No es que me caigan mal, solo que no tengo… fe, creo.
—Ah, así que tú también eres una devota en el fondo.
Juven se rio.
—Ya has conocido mi secreto. Ahora seremos hermanas de sangre y oro para siempre.
Era un viejo término que usaban las guardias. Había oído a su madre llamárselo con viejas compañeras, antes de que le dieran la espalda también. Resultaba reconfortante, como una manta capaz de asfixiarla en verano.
—Dime —le pidió Juven, todavía con la risa bailándole en los labios—, ¿qué hay que hacer para que creas? ¿Cuáles son tus milagros favoritos? ¿Qué intervenciones divinas son las que iluminan tus días?
—¿Cuáles son las tuyas? Para tener una idea.
—Cuando tenía cuatro años, una Segunda Hija vino al pueblo y calmó a todos los animales. Sanó a un rebaño de ovejas que estaba afectado por una enfermedad extraña. Y luego hizo que mi perro la siguiera durante un camino gigantesco… —Sonrió, enorme. Tenía los dientes más blancos que Titiana había visto jamás—. Así que mi intervención divina es la del control de los animales.
—Un poco simple.
—Pues sube la apuesta.
—Una cascada que fluía hacia atrás.
—¿En serio?
Asintió. Había sido al poco de marcharse del palacio. Estaba consumida por la pena al no tener a Vita a su lado, así que durante un tiempo había pensado que era fruto de su imaginación. Hasta que había descubierto el pequeño templo situado a las afueras de donde vivía, entre la maleza y el olvido. La hermana que había dado aquel espectáculo se llamaba Claudia, como la vieja Emperatriz, y había sido consagrada a la diosa de las Aguas.
Sabía que la chica, que tendría pocos años más que ella, había muerto días después.
—La fe debería ser un asunto de intangibilidad —soltó. Juven la miró como si acabara de convertirse ella en un perro bien amaestrado—. ¿Qué?
—¿Desde cuándo eres poeta?
—Es algo que decía mi madre —refunfuñó para sí—. Pero dime que no tengo ni un poco de razón: creer en lo que se ve es muy sencillo.
Se resistió a hacer una mueca. Había buscado esa respuesta como quien escarbaba en el bosque con las manos desnudas en busca de un cadáver. Julen parloteó un poco más sobre otros dones que no necesitaba ver para creérselos, como el de laFortuna, claramente menos tangibles, o el de las sanadoras. Podría haber respondido entonces por qué razón seguían sin saber nada de Inri, que había sobrevivido al asalto de la asesina, pero no parecía posible que sobreviviera a lo que había pasado después. Fuera lo que fuera.
Por suerte, Silva clavó las espuelas cerca de ellas antes de que su compañera requiriera alguna respuesta. Parecía agotada del camino, con el pelo corto revuelto y restos de tierra en el traje. Había estado en contra de ese viaje, no había hecho falta que se lo dijera a nadie para saberlo, y todo lo que estaba haciendo para asegurar la marcha no la hacía cambiar de opinión.
—Estamos cerca de uno de los Tres Templos Malditos. Nos detendremos allí.
Excepto las Segundas Hijas. Reivindicaban esa historia con pasión hasta el punto de que esos tres templos eran el destino predilecto de muchas. Hasta la llegada de Helda, las Primeras Damas solían quedarse en ellos como lugar desde el que dirigir la congregación. Sin duda no se iba a perdonar que Helda y todo el séquito no hiciera esa parada.
Juven mostró un entusiasmo moderado, al igual que había hecho con el resto del camino, y Titiana luchó para convencerse de que las historias de fantasmas solo eran historias. A su abuela le encantaba contárselas cuando era una niña, ese era el motivo de la reticencia, nada más que eso.
Cuando estaban acercándose al camino que se desviaba al primero de los templos, Giove se separó de su hermana y se unió a ellas con la barbilla bien levantada.
—¿Asustadas? —las provocó.
Al menos sirvió para que Giove se quedara callada.
Silva se ocupó de enderezar la columna cuando el camino comenzó a inclinarse hacia una especie de valle. Los caballos se encabritaban por la inestabilidad del terreno y los carromatos tenían dificultades. Los árboles que las habían acompañado en el último tramo cambiaron poco a poco hasta volverse más robustos. La mayoría se encontraban cargados de fruta. Titiana alargó la mano hacia uno de los limones más cercanos. Cuando bajó la vista de nuevo hacia el camino, las cúpulas del templo ya quedaban al descubierto.
El tono dorado destellaba por los toques del sol, aunque era el mármol lo que más llamaba la atención: blanco inmaculado sobre el verde del valle. Había un campo lleno de girasoles cuando se acababan los frutales y, por detrás, el inicio de un lago de un tono azulado que parecía imposible. No creía que hubiera visto ninguna construcción tan unida a la naturaleza antes, ni tampoco tan hermosa como lo era aquella.
Juven se bajó del caballo para terminar la última parte del recorrido a pie, o tal vez para mostrar sus respetos al enorme templo escondido. Titiana la imitó por inercia. Tenía la sensación de que incluso su corazón había ralentizado los latidos, anonadado. La parte delantera tenía forma circular, mellada por las columnas que se abrían a los lados para formar las siguientes naves.
—Dejad de llorar de emoción —les espetó Giove al pasar por su lado.
No creía que nadie fuera capaz de llorar solo por ver un edificio, pero miró a Juven por si acaso se refería a ella. Siguió a la De Conti tras enganchar al caballo en uno de los postes que había tras la línea de árboles: aunque no recibiera muchas visitas, el templo parecía preparado para ellas igualmente.
Las tres carrucas que iban al frente de la columna estaban detenidas cerca de los jardines de flores. La Primera Dama había usado el caballo gran parte del trayecto, por lo que una de ellas estaba vacía. Quinta bajó de entre los cojines y cortinas perfumadas de una de ellas, mientras que Maira lo hizo de la tercera, mucho menos equipada por lo poco que se podía entrever. Ninguna de las tres había esperado a las ceremonias oportunas para bajar, como solían hacer los aristócratas: reunir a los criados y luego esperar a que los soldados formaran pequeñas filas para ellas. Silva debería estar gritando al final de la columna, todavía enzarzada con los carros viejos de grano, por lo que al menos no sabría que ellas llegaban tarde al recibimiento.
Un coro de siete mujeres estaba a las puertas del templo, con una hermana de cabeza rapada delante, formando la punta de una flecha. Su expresión, en cambio, no era en absoluto agresiva, sino que parecía maravillada por estar ante la Primera Dama y las dos profectas.
—Aquí…
—Vira —pidió Quinta, melosa. Alargó las dos manos llenas de anillos e hilos de oro hacia la mujer, que se las cogió con una sonrisa de quien sabía que sería convencida—. Hazlo por mí. A la Primera Dama le gustan las tradiciones.
—No quiero jaleos.
—¿Qué van a hacer? ¿Pelearse con los fantasmas? Seguro que se portan bien.
La mujer al frente de la comitiva las miró con las cejas enarcadas. Tenía los ojos de un halcón: el mismo amarillo, la misma perspicacia. Al final, soltó un suspiro y les hizo un gesto.
—Si queréis comprobar algo para la Emperatriz, podéis pasar ya —les ofreció—. De lo contrario, hemos formado una mesa para que comáis un poco en la parte de atrás.
Ninguna se movió. La decisión era asunto de Helda, aunque Titiana sentía curiosidad por saber qué más podía ofrecer un templo escondido tras un bosque. Quizá iban a comer rodeadas de pájaros cantores, ardillas amaestradas y un par de animales fantásticos.
—Veremos las habitaciones —decidió Helda por todas ellas. Cogió también las manos de Vira—. Gracias por tu hospitalidad.
—Estábamos deseando que vinieras de vuelta al sur, Primera Dama. Es un regalo de los dioses.
Le pareció que Helda la miraba de reojo antes de besar las mejillas de Vira, como si todo hubiera sido obra suya. Titiana había evitado pensar en el poder que podía tener su sugerencia; solo había querido meter el dedo en una herida abierta y supurante, como era un sur que agonizaba mientras la Emperatriz seguía paseando por la villa, fingiendo no tener ninguna ocupación. No había creído que de verdad se fuera a organizar nada de todo eso.
Desvió la mirada, a sabiendas de que la incomodidad le estaría coloreando las mejillas. El coro se tomó el gesto como que estaba dispuesta a entrar en el templo. Daba igual dónde, daba igual el porqué, las visionarias y las oyentes siempre resultaban terroríficas. Una serie de marionetas amaestradas, las participantes de una inmensa obra de teatro.
Vira alargó un brazo.
—Pasad, por favor. Unas hermanas vendrán a acomodar al resto de invitados.
Giove se encargó de abrir la marcha tras un codazo discreto a Juven. En el interior del templo el aire estaba más fresco y, en vez del olor a incienso esperable, había un toque floral en la inmensa estancia inicial. El techo abovedado se encontraba abierto al exterior, sin cristal que lo protegiera, y la zona del suelo estaba llena de hojas frescas y marchitas sin recoger.
Atravesaron esa parte hacia otra de las naves. Las paredes eran totalmente blancas, pero fuera de la cúpula los techos se encontraban dibujos de flores doradas, nubes de oro o filigranas que resplandecían. No había ni un solo pedazo sin decorar, y probablemente aquello fuera más caro que alguna de las alas del palacio mismo.
—A través de esas escaleras se llegan a las dependencias de algunas hermanas —explicó Vira mientras dejaban atrás un pasillo estrecho lateral—. Podéis bajar, aquí se puede ir donde uno quiera siempre que haya respeto, pero os pediría que busquéis asesinos donde no interrumpáis la oración de nadie.
—Por supuesto —respondió Juven, solícita—. No bajaremos.
—Al otro lado hay otras escaleras que llevan a un mirador. Tenemos nuestras propias guardias apostadas para vigilar una zona en la que tenemos rebaños. En invierno bajan los lobos —prosiguió la Segunda Hija—. No las asustéis si subís, por favor. Probablemente no sean tan duchas como vosotras en el combate cuerpo a cuerpo, pero llevan arcos. No queremos accidentes.
—Desde luego —añadió de nuevo Juven.
Giove puso los ojos en blanco.
—Y podéis utilizar esa estancia. Son unos baños que no solemos usar, pero los hemos acondicionado de nuevo para las visitas. Si…
Un gemido en medio de la nada cortó la explicación de Vira. En vez de responder con otra cortesía, Juven desenvainó la espada con rapidez. Era pesada, extremadamente grande para un viaje, pero al parecer se trataba de una reliquia familiar y Titiana la había visto entrenar con ella y no podía decirse que fuera una mala idea. Quizá sí para los fantasmas. Ella misma desenvainó las dos espadas cortas que llevaba en los muslos mientras cruzaba los pies para adoptar una posición acorde a la de Juven.
El siguiente quejido sonó más hondo, más tétrico todavía. Titiana se tensó hacia adelante, dispuesta a saltar.
—Sé que todo el mundo estaría asustado —se justificó la profecta, sin parar de reír—. ¡Tenía que hacerlo! Venid aquí, niñas. Habéis sido las mejores, tenéis muchísimo talento.
Hubo un nuevo ruido en el interior de los baños después de que las crías corrieran hacia Quinta igual que mariposas hacia una enorme flor. Las tres miraron a la profecta con cierto espanto inocente, el mismo que adoptó ella.
—De verdad que…
Titiana tiró de Giove hacia atrás, asegurándose de que quedaba lejos de la profecta, y fue hacia el baño sin dudarlo. Juven se movió detrás, sigilosa pese a la enorme arma, mientras que la otra sombra adoptaba una defensa. Movió una de las espadas al dar un paso hacia dentro, ajustando el giro para poder clavarla con rapidez en el primer enemigo.
—¡Susto! —anunció un niño larguirucho, saliendo de otro punto del baño. Helda arqueó una ceja; seguía sujetándole la muñeca, pero los dedos estaban más flojos sobre la piel. Titiana bajó el arma y se giró hacia el crío—. Oh…
—Le dije a Quinta que no lo hiciera —suspiró Helda.
—No se lo dijiste bien —replicó, en un susurro tan tenso como notaba los brazos y los hombros y el cuello.
—Sal de ahí, chico —intervino Juven desde detrás. Le puso a ella una mano en el hombro, en una indicación muy sutil de que guardara las armas—. No deberías enfrentarte a las sombras de la Emperatriz, es una mala idea.
Quinta hizo una mueca cuando el chaval se le acercó también. No era ningún tipo de disculpa, aunque Maira parecía a su lado profundamente avergonzada. Sin duda, había participado en el juego, quizá solo para ver que no iban a descuartizar sin querer a unos niños que se hacían pasar por fantasmas. La hermana al frente del templo sonrió, tensa.
—Será mejor que las guardias descansen un poco —decidió. Juntó las manos al frente, en actitud de tranquilidad impostada—. Un baño de verdad y luego una cena en el jardín. Ha sido un viaje muy largo.