Dos hijas para la muerte
Cuatro
(Parte 1)
Quinta había insistido en que era absurdo, pero era otro tema del que Helda no había aceptado discusión. Los emperadores se mostraban descalzos en las audiencias, los pies pintados de rojo para demostrar que habían caminado sobre la sangre del Imperio, el mismo que habían construido desde la nada. Vita la había recibido así al traspasarle el poder. No pensaba romper la tradición, aunque en vez de rojo había elegido el dorado combinado con el azul de la congregación. No producía el mismo efecto, tal vez eso quería decirle realmente Quinta.
—Siento vuestra pérdida —se dirigió a las tres personas que esperaban bajo la escalinata. De nuevo, el coro pareció sostener una palabra a un mismo tiempo que no llegó a pronunciarse—. Eran buenas guardias, grandes mujeres. Murieron con honor y sirviendo al Imperio.
Hizo un gesto hacia una de las hermanas que la acompañaba. La chica, vinculada con la diosa de la Fertilidad, hizo brotar unas flores alrededor de unos pequeños sacos que acercó a los familiares. Tres guardias habían muerto, y lo que les ofrecían a sus dolientes eran unas cuantas monedas. Era ruin, la clase de acto que la abochornaba desde que era una niña y se lo veía hacer a su madre. Procuró que las familias no la vieran avergonzada cuando la miraron, con las manos llenas de dinero, pero sin sus hijas: era la Primera Dama, ese era el papel a interpretar.
—Gracias por haber acudido —añadió. Se llevó una mano al pecho mientras se inclinaba—. Ha sido un honor conoceros.
Las dos mujeres, las madres de una de las fallecidas, se miraron entre sí. Se inclinaron después y se apresuraron a abandonar la sala. El padre de otra de ellas aferró con fuerza la bolsa de monedas; varios pétalos cayeron al suelo. Pero también se marchó. No habían encontrado a nadie dispuesto a ese paripé con la tercera de las guardias o, según Dacia, no habían logrado encontrar familia alguna. Al menos, no tenía que enfrentarse a más parientes en duelo ese día.
—Llevadla a descansar —dijo Helda a las otras hermanas, que ya estaban preparadas para ese momento.
«Son como esas flores».
Helda desvió la mirada hacia las guardias que había al fondo de la sala, más por esquivar al coro que porque quisiera enfrentarlas. Las comandantes estaban en el velatorio que había junto a las piras funerarias, pero algunas de las guardias habían querido presentarse ante las familias. Las tres sombras estaban ahí.
—Sé que es un momento duro para todas las guardias. A pesar de vuestro entrenamiento y de la posibilidad de un sacrificio, sigue siendo una tragedia. —Apretó las manos entre sí—. No hay nada que os pueda ofrecer que sirva de consuelo, pero si existiera, quiero que sepáis que podéis pedírmelo.
Por supuesto, solo recibió silencio por respuesta. A veces añoraba el tiempo en el templo, más simple a pesar de la carga, con la instructora dándole lecciones de protocolos y rezos y linajes y lazos divinos. Tenía que preocuparse por el Imperio, pero de un modo diferente.
—Podéis marcharos —resolvió en vista de que no se le ocurría nada más grandilocuente y vacío que añadir—. Tomaos el día libre.
«Demasiado generosa».
El coro clavó el talón derecho en el suelo a la vez que las guardias abandonaban la estancia. Las miradas afiladas le picaban en la piel; los dioses estarían riéndose en alguna parte de lo que había pasado.
«Por supuesto».
Apretó las uñas contra las palmas de las manos. Unas hermanas se acercaron a ella, cabeza gacha en señal de sumisión inicial y barbillas altas después. Ya no quedaban guardias ante las que aparentar.
—Todavía no hemos identificado el cuerpo —comentó la primera de las hermanas. Pruna llevaba la última década hurgando en el pecho de los muertos y, aunque tendrían una edad similar, tenía el aspecto de un próximo cadáver—. No consigo encontrar nada de lo que tirar. Es como si se hubiera quedado… hueca, vacía.
—La ropa es de la aristocracia —comentó Vele—. Tengo a la persona que lo tejió, iré esta tarde a interrogar a quién suele vender esas prendas.
—Sé discreta. Y ve con alguien… —Era consciente de que las oyentes estaban atentas a cada palabra. Aun así añadió—: Elige una guardia.
—Podemos ir nosotras con ella —terció otra de las hermanas. Rea había recibido en consagración a la diosa de la Caza, por lo que no era una mala compañía—. Cuidaremos sus espaldas.
Hubo un murmullo de desaprobación. Helda levantó la mano derecha, suficiente para aplacar las quejas. Todas sabían que era cierto. Lo ocurrido solo apremiaba todavía más los planes que tenían. La realidad era que ella no iba a vivir para siempre.
Suspiró.
Las hermanas asintieron y dieron unos cuantos pasos hacia atrás sin volverse. Helda no se molestó en darles permiso para que le dieran la espalda después: eran grandes hermanas, por eso las había elegido para acompañarla. Además, estaba cansada de los formalismos y el día tan solo acababa de empezar.
Se dirigió hacia la puerta trasera por la que habían salido las guardias. El coro todavía estaba al lado de la plataforma elevada, expectante. Helda estaba convencida de que existía una comunicación entre cada uno de sus miembros, incluso en ese mundo, aunque ella no fuera capaz de entenderlo o percibirlo. Haberse cortado la lengua al asumir a esos dioses no implicaba el final.
No se despidió cuando salió. Pensó que el coro la seguiría mirando, aunque hubiera cerrado la puerta. Siempre la seguiría mirando, atento a cada gesto, a cada palabra, a cada atisbo de traición. Siempre estaría ahí, incluso cuando no quedara nada. Escuchó una carcajada.
—Emperatriz.
Se enderezó lo más rápido que pudo, aunque no tenía claro que hubiera sido suficiente. Titiana parpadeó con inocencia; sin duda no iba a hacer ningún comentario al respecto.
—¿Qué haces aquí? —soltó igualmente Helda, en un intento por seguirse recomponiendo. Quedaba ridículo en alguien de su posición—. Te mandé a descansar.
—Las sombras descansamos una noche de cada ciclo, Emperatriz. Además —añadió, en un tono que implicaba cierto secretismo—, solo he quedado yo. Puede tomárselo como que hemos cumplido la orden… y nuestra obligación a la vez.
Arqueó las cejas. Sabía lo que diría un Rosa: esa guardia era una insolente. Osaba acercarse en el balcón, tocarla. Osaba justificar una insubordinación como si fuera un chiste. Silva la tendría por la mejor de la nueva remesa, pero a saber de dónde la había sacado.
Odiaba que la diosa tuviera razón.
Se había levantado ese día con una jaqueca que la atormentaba a cada pensamiento, cada idea, y era obra de la Muerte, que encontraba la situación entretenida. Se obligó a desterrarla al fondo de su ser, donde las garras no se aferraran a los bordes de la realidad y le permitieran un descanso. Notó que le flaqueaba el cuerpo al librarse de su presencia; a la diosa no le gustaba que le cerrara las puertas, quería permanecer todo el tiempo posible.
Titiana alargó una mano hacia ella con el fin de sostenerla. Era un reflejo. Helda dio un paso hacia atrás; también sabía fingir inocencia.
—Acompáñame —musitó.
Echó a andar hacia el pasillo de la derecha. Notaba las piernas flojas, pero sabía que se irían estabilizando a medida que consolidara la caminata. Lo peor era la inmensa sensación de soledad, un vacío terrible en su interior, la posibilidad de que cada idea hiciera eco y nunca obtuviera una respuesta. Llevaba años cargando con la diosa, a veces pensaba que había estado ahí incluso antes de la consagración.
Procuró deshacerse de esas impresiones mientras marcaba el paso. No la ayudaban a concentrarse en las tareas del día, ni siquiera le resultaba útil para encontrar una fuerza diferente. Dacia hablaba de los períodos de silencio como quien hablaba de victorias en las guerras, pero la Fortuna siempre era diferente.
Abrió las puertas del salón con un suspiro. Era su lugar favorito de todo el palacio, el único que conservaba intacto en los recuerdos de su infancia: sofás aterciopelados, divanes con telas floreadas, murales gigantescos en cada pared, un techo abovedado cubierto por un fresco que era digno de emperadores. Era el salón privado de aquel que ostentara el título, solo este podía abrir las puertas y permitir el paso a quien lo acompañara. El resto del tiempo debía permanecer vacío, incluso de criados que pudieran limpiar la estancia.
A Helda no le importaba el polvo del suelo. Dejó las huellas de sus pies descalzos al acercarse a los ventanales que daban al balcón y abrirlos de par en par. El aroma de los jardines acabó con el del polvo en un aleteo. Llegó también el ruido de los pájaros, de los cientos de fuentes, de los murmullos incomprensibles de quienes paseaban.
—Puedes sentarte —le dijo a Titiana cuando se giró de nuevo. La guardia permanecía justo a la entrada, con los brazos bien estirados; parecía no querer tocar nada ni por error—. Estás invitada.
—No debería…
—Has dicho que querías vigilarme. Pues yo quiero estar aquí —resolvió.
—No es vigilancia…
—Mi madre decía que no se deberían empezar todas las frases por un «no».
Titiana tomó aire. Ninguna de las dos estaría dispuesta a hablar de la difunta Emperatriz, y era mejor de esa forma. Helda sacudió la cabeza, para librarse así del comentario: nunca lo había dicho, nunca tendrían que recordarlo. Se acercó a uno de los sofás y tomó asiento. La guardia seguía de pie, al lado de la puerta.
Se pellizcó el puente de la nariz.
—Si vas a quedarte conmigo para vigilar, puedes salir de la puerta —insistió. Sacó la mano de delante de la cara, a tiempo para ver el gesto torcido de Titiana—. O bien puedes ir a descansar, como propuse a las guardias.
—No… —Apretó los labios. Volvió a empezar—. Estamos preocupadas por tu… su seguridad. Todavía no sabemos quién lo ha hecho y… entró en la habitación… Podría entrar aquí, pero…
—¿No te parece apropiado entrar en un salón cuando te doy permiso para hacerlo?
—Es el salón de los emperadores. —Titiana se revolvió en el sitio. Desvió la mirada hacia una parte de la estancia en la que había un enorme tapiz—. Aquí…
—En realidad iba a decir que aquí se realizan asuntos de emperatrices.
Helda entornó los ojos, sin entender al principio. Las mejillas de Titiana se incendiaron poco a poco: un rubor sutil al inicio, una devastación después.
—Oh —comprendió. Notó que el fuego también le hacía arder la cara y desvió la mirada—. No voy a llamar a nadie, no… no va a venir nadie más. Eso no es… No es… no te invitaría para eso, no soy… —Carraspeó. Estaba cada vez más colorada, incapaz de explicarse como su posición requería y eso lo empeoraba todo—. No. Y ya está —zanjó, de un modo infantil que la hizo estar todavía más abochornada.
A pesar del destierro, creyó que escuchaba a la diosa reírse a carcajadas. Lo peor era que se lo merecería.
La región de Hato estaba amenazada por la costa: piratas, bárbaros y estaros. Tenas y Claudia se revolverían en su tumba. Habían sido unos conquistadores, madree hijo, que no dejaban ningún punto en pie bajo su conquista. Se basaban en que la única forma de llevar Numia a la gloria era hacerlo desde el principio, eliminando el rastro de lo antiguo. La idea había cambiado con otros emperadores, que preferían el mimetismo, la conquista sutil de las culturas, pero pese a todo, el tapiz mostraba la esencia real del Imperio.
—¿Has estado en Hato? —musitó Titiana, sin desviar la vista de los colores vivos que representaban a la Emperatriz Claudia.
—En un par de ocasiones. Sobre todo en Alesi.
—La Costa Amarilla —aportó la guardia—. Yo también he estado en Alesi. Es verdad que el mar parece hecho de oro al amanecer.
—¿Te formaste allí?
—Poco tiempo. —Las aprendizas solían viajar por todo el continente para aprender técnicas diversas de otras guardias de la orden—. Me gusta más la costa del norte, estuve más tiempo allí bajo el cuidado de la coronel Prima.
—Me suena su nombre.
Helda procuró no reírse. Le resultaba difícil imaginar a alguien del tamaño de Titiana doblegarse ante nadie, aunque también conocía a Silva. Parecía que con esas mujeres todo era así, un juego de poder y fuerza.
—¿Qué pasó con Prima?
—Era mayor. Falleció y yo regresé a Silgar unos años. —Se encogió de hombros y se volvió hacia ella—. Dicen que hay hambrunas en Hato. Parecía imposible cuando estuve por allí, y creo que el Emperador Tenas Rosa formó la región por eso, ¿no? Quería que fuera el comedor de todo el Imperio.
Ladeó la cabeza, sin saber en qué momento aquello se había convertido en una acusación. Titiana se adelantó a su posible pregunta con media sonrisa.
—Hay rumores de que iremos a Hato.
—¿Quién los esparce?
—Están por todas partes. En la villa siempre hay gente hablando…
No era un ataque.
Titiana se encogió de hombros, en una excusa fácil.
—Solo era por saber. Por si… marchábamos y prepararme, nada más. —Carraspeó, como si quisiera borrar lo que acababa de decir—. Lo de las familias ha estado bien…
—¿Dar un poco de dinero a cambio de unas vidas?
—Sí —respondió la guardia, firme—. El dinero no es la cuestión. Lo es el detalle de abrir el palacio para ellas y mostrarles respeto. No creo que nadie lo hubiera hecho así antes. Vita, quizá…
Vita desde luego no. Era la Emperatriz, no se arrepentía de las muertes que no le correspondían y desde luego tampoco de las que sí. Vita no habría regalado flores ni fortuna; ni siquiera habría parpadeado. Le había dado muchas vueltas al respecto, no debería alterar lo que su hermana haría. Pero quizá el pueblo pensaba que Vita estaría dispuesta a esas ofrendas.
—Me pareció una buena idea —replicó. Ladeó la cabeza—. ¿Conocías a mi hermana?
—Lo mismo que cualquier guardia—se apresuró a contestar Titiana. Las mejillas se le volvieron a colorear.
—Pero tu madre sirvió a la mía.
—Claro.
Ninguna de esas chicas habría elegido arrodillarse ante ella de haber tenido elección. Se habían formado cuando su hermana mayor estaba en el trono, no les habían dejado opción de retirarse después de los primeros juramentos. O de lo contrario a ella no le habrían quedado candidatas, ni buenas ni malas.
Se estiró un poco más en el sofá, deseosa de dejar a un lado esos pensamientos. Las guardias habían acudido a la llamada de inmediato, habían muerto por ella. Eso era lo que importaba. Eso era lo que les había dicho a sus profectas.
—¿Puedes ser sincera? —soltó de repente. Notó un bullicio entre las tripas, idéntico al que haría si supiera que se iban a reír de ella. Procuró mantener la mirada fija en los jardines para no retractarse—. Creo que lo estás siendo, porque aquí es el lugar para eso… ¿Puedes serlo del todo?
—Eh… Supongo.
—No.
—¿Estás siendo sincera?
—Sí. —La guardia no había ni parpadeado al responder. Era un bloque de mármol delante de ella, y los ojos le ardían—. Vi cómo estaba la asesina. No había sangre. Las guardias sí la tenían, así que no fuiste tú.
—O sea, que lo crees por las pruebas.
—Es lo que importa.
—Si no fuera por eso, pensarías que pude haber sido yo.
Titiana parpadeó con rapidez. Seguía colorada, pero el tono moreno de su piel disimulaba ese tono.
—Está bien que una Emperatriz se arrepienta de la muerte de sus guardias —contestó, armando cada palabra con precisión—. Aunque sea la función, me gusta saber que genero cierto impacto en los demás.
—Ya… —Helda abrió y cerró la boca un par de veces. Había estado segura de que conseguiría otras palabras—. ¿Y de lo de Hato?
—Tengo una conocida allí, de cuando estuve en formación. Querría… bueno, hacer una visita a lo mejor si vamos. Pero la única forma de asegurar que puedo ir es mientras sea una sombra, así que solo quería saber si sería pronto y… Eso.
—Oh —se le escapó. El rostro de Titiana volvía a estar incendiado. Helda apartó la mirada y asintió un par de veces para sí—. Entiendo. Claro. Eso tiene sentido.
Ninguna guardia hablaría abiertamente de las personas con las que estaba o a las que quería visitar, pero estas existían. El ejemplo práctico era Silva, que incluso se había llegado a casar y, según Quinta, tenía un idilio con un aristócrata. Era de esperar que buscaran oportunidades fuera del deber para esas relaciones. El compromiso era a muerte, no absoluto. Esos los tenían las Segundas Hijas con los dioses.
—Perdona —murmuró. Hizo el esfuerzo de volver a mirarla—. No pretendía entrometerme en tu vida ni mucho menos. Solo era…
—Lo entiendo, Emperatriz.
—¿El resto también lo ha visto igual de claro? La parte de las guardias, no lo de ir a ver amantes a Hato.
La tez de Titiana se volvió tan roja como la grana.
—Sí, por supuesto. —Tosió por lo bajo y se recolocó lo mejor que pudo después—. No hay duda en este caso.
Asintió. No le pasó desapercibido el toque final, pero tendría que conformarse. Todo el tiempo era así: los había que veneraban a las Segundas Hijas, los había que las temían, y los había que se inclinaban hacia ambas vertientes. Pero no era lo mismo una Segunda Hija en el templo que en el trono.
Las puertas temblaron, ligeras, por una serie de golpes rítmicos al otro lado. Titiana dio un respingo, llevó la mano a la daga curva que llevaba en el cinto. Parecía poco probable que un asesino llamara a la puerta, los anteriores nunca lo habían hecho. Menos aún que luego hablara con el tono irritante de Quinta cuando quería algo:
—Sé que estás ahí.
—Abre, por favor —le pidió a Titiana, cansada—. Tirará la puerta abajo.
Titiana pareció plantearse de verdad si eso sería posible. El poder de la Fortuna era difícil de entender, a muchos les producía curiosidad enfrentarse a Quinta en un duelo de cartas, a Dacia en una pelea con arco y a Maira al escondite; todos perdían, todo el tiempo. De todas formas, la guardia dejó la daga tranquila y fue a abrir como le había pedido.
Quinta pasó por su lado sin molestarse en mirarla ni disculparse por el pequeño empujón. Llevaba la túnica azul de los grandes eventos, por lo que era sencillo intuir el porqué de toda esa prisa: estaba cansada. Helda resistió la mirada resentida lo mejor que pudo.
—¿Suficiente? —se quejó la profecta.
Helda le sonrió. Sentía un cariño inmenso hacia esa persona, desde el primer día en que la había conocido hasta el último. Pero también le había preguntado si había matado a las guardias la otra noche. Se volvió hacia Titiana, que se había quedado en la puerta, dudando de nuevo sobre si todavía el interior sería un lugar para ella o volvía a estar vetado.
—Gracias, Titiana —le dijo, con toda la firmeza que fue capaz de impostar—. Has sido muy amable.
Detrás del estoicismo, Helda percibió la turbación de Titiana mientras hacía una inclinación formal justo antes de abandonar la estancia.