Dos hijas para la muerte
Tres
(Parte 1)
—Si parpadeáis, os cortaré el cuello. Si toséis, os cortaré el cuello. Si miráis de reojo, os cortaré el cuello. Si hacéis cosas raras con las uñas, os cortaré el cuello. Si…
La profecta las había reunido al amanecer, cuando ni siquiera habían desayunado, y había comenzado con ese discurso infernal que se prolongaba pese al cambio en las tonalidades del cielo. Otras guardias las habían mirado con lástima mientras se marchaban a entrenar con Silva y las comandantes. Tenían un puesto de riesgo, siendo las primeras sombras de la Primera Dama, y ya nadie lo quería de por sí, mucho menos con un sermón adherido.
El riesgo merecía la pena, se dijo, procurando no claudicar en la posición; Giove, perfectamente elegante y taimada a su derecha, no lo hacía. Estaba donde debía estar, justo en el sitio adecuado. No le había llevado lunas en la rotación de sombras, había escalado rápido. El riesgo merecía la pena, el riesgo merecía la pena.
—Y si me entero de que, por lo que sea, queréis algo más que ser las guardias de la Primera Dama, me desharé de ello —prosiguió Dacia. Para sorpresa de las tres, hizo una pausa en ese instante y las miró con severidad; tenía una tormenta desatada en los ojos—. Lo corromperé, lo torturaré, lo aniquilaré. Y luego, cuando hayáis visto todo eso que queríais más que vuestro puesto para con la Primera Dama destruido, os cortaré el cuello. —Hizo un aspaviento y, muy despacio, izó una sonrisa por la que se había hecho famosa entre los aristócratas—. ¿He sido clara?
Al mismo tiempo, las tres guardias clavaron los tobillos en el suelo. Se escuchó el eco por toda la estancia sin adornos.
—Perfecto —concluyó Dacia. Entrelazó los dedos de las manos ante ella y las observó un buen rato, en silencio—. Solo por si alguna de vosotras se pregunta de qué manera os podría yo, una simple Segunda Hija, cortar el cuello, cuando sois las mejores guerreras del Imperio, os diré que la Fortuna siempre sabe dónde clavar el cuchillo. Y bien: ¿alguna pregunta?
La guardia que tenía a su zurda, una joven con el pelo negro tan rizado que parecía un nido de pájaros, movió ligeramente la barbilla. Dacia la contempló igual que lo haría con un insecto.
—Dime, Juven De Juno.
Giove se tensó a su lado hasta tal punto que podría partirse. Titiana procuró no respirar. Estaba de acuerdo en que las Segundas Hijas no eran los emperadores, y que tal vez Dacia no tuviera derecho a ese despliegue de amenazas, que debería haber orquestado únicamente Silva. Pero seguían siendo Segundas Hijas, seguían teniendo la capacidad de hablar con los dioses y moverse con ellos. Había que ser más inteligentes.
La profecta ladeó la cabeza. Ya no miraba a un insecto, sino a algo más bien putrefacto. Por un instante, sus ojos parecieron más calmados, como si la tormenta se despejara y el azul habitual fuera más tenue, quizá el de un cielo de un verano muy cálido, sin ninguna nube.
—Por supuesto —aceptó la mujer. Se enderezó de nuevo y dio un paso hacia atrás—. Sabéis lo que hacer. Adelante.
Ninguna de las tres se movió en lo que la profecta abandonaba la estancia. Giove fue la primera en girarse hacia Juven, un rayo a punto de fulminarla.
—¿De qué vas? ¿Quieres que nos maten?
—No podemos proteger a nadie si nos intimidan —contestó Juven, indiferente. Se alejó hacia la mesa en la que las otras habían dejado los restos del desayuno—. Tiene razón: sabemos lo que tenemos que hacer.
—Ya. Muy bien. Eso no es un argumento. —Giove se giró hacia Titiana—. ¿No vas a decir nada?
—¿Qué quieres que diga?
Por supuesto, Giove no esperó a que le diera una contestación. Se dirigió hacia la mesa con pasos firmes, pesados, furiosos. No pensaba dejar el tema de conversación así con Juven, le daba igual tener que masticar y quejarse a la vez. Titiana respiró hondo y se unió también, con la intención de encontrar alguna mandarina perdida. La parte buena de todo era que Giove y ella no se habían quitado los ojos delante de Dacia; eso sin duda habría empeorado la reunión todavía más.
—Solo quiero proteger a la Emperatriz —seguía argumentando Juven— porque es la Emperatriz y yo soy su guardia. Nada más. No por miedo a que una Fortuna me clave el cuchillo en el cuello gracias a su suerte. Es mi sagrado deber —rezó— y lo cumpliré.
—Pues a lo mejor ahora Dacia se piensa que no lo crees tan sagrado.
—¿Por qué no?
Giove soltó un grito de exasperación. Juven la miró a ella, que estaba concentrada en comerse unas galletas mientras seguía con su búsqueda de la fruta perfecta. Tragó para poder explicar:
—Porque la Emperatriz es la Primera Dama, y eso es diferente a ser solo la Emperatriz. —Hizo un gesto hacia Giove—. Creo que es lo que la pone a ella de los nervios.
—No me pone de los nervios —se quejó la del este. Tenía las pecas enrojecidas de la rabia.
A Titiana le servía como explicación. Era sencilla, les quitaría unos cuantos problemas. Se encogió de hombros cuando Giove la miró para pedirle un poco más de apoyo. La chica del este gruñó entre dientes en un idioma desgastado, oxidado; sonaba igual que una sarta de los peores insultos.
—Dímelo en un idioma que entienda —le espetó Titiana, con la boca llena de una galleta pastosa.
—He dicho que no sé por qué razón tengo que respirar el mismo aire que vosotras. Y cómo puede ser que tú y tú —las señaló, muy ufana— y yo seamos guardias. No tiene explicación.
Titiana se atragantó con la galleta en una carcajada, al ver la cara roja de Giove. Estaba claro que a la chica del este le encantaría pegarse con las dos: apuñalarlas, sacarles los ojos, quitarles las tripas. Y también estaba claro que no podían hacer eso justo antes de presentarse ante los aposentos de la Emperatriz. Silva había sido bastante clara al respecto cuando las había cogido a las dos por el brazo. Quizá podría enfrentarse a Juven, pero Titiana pensaba ponerse de su lado y eso acababa con el plan.
—Ojalá te atragantes —le deseó Giove a Titiana, con los ojos entrecerrados.
—Se lo pediré a la Fortuna de tu parte.
—Eres insufrible.
—Lo sé.
—Y más tonta que una piedra.
—También tengo la cabeza tan dura como una —replicó. Torció una sonrisa—. ¿Quieres comprobarlo? No serías la primera a la que reviento a cabezazos.
El gesto de Giove se agrió aún más. Por un instante, Titiana valoró la posibilidad de perder el puesto de sombra antes de comenzar, y cómo tendría que explicarlo. Las campanillas que había sobre la mesa tintinearon en una salvación. Juven lanzó la pera al plato.
—Por fin —canturreó—. Estaba hartándome de ser vuestra acompañante de la velada romántica.
—Vete a la mierda —le espetó Giove. Se apresuró a salir la primera de la habitación.
Titiana se quedó durante un rato más en la mesa, terminando la galleta que tenía en la mano y respirando hondo. A lo mejor no habría sido mala idea de verdad provocar a Giove y acabar con un ojo morado, sin el deber de ser una sombra perfecta. A lo mejor así no habría tenido que enfrentarse a la situación que ella misma había buscado.
Salió de la estancia de las guardias y siguió a sus dos compañeras unos pasos por detrás. El palacio estaba diferente a como lo recordaba. De pequeña, todo era más grande y luminoso, muchísimo más blanco y dorado. Creía que había candelabros de oro en todas partes, enormes frescos, joyas en cada esquina; pero ya no encontraba nada de eso. Los mosaicos seguían siendo la pieza de arte principal, pero todo lo demás era de un blanco apagado, desavenido. Era como si la rectitud de las Segundas Hijas se hubiera contagiado a cada esquina. O tal vez fueran sus recuerdos, donde todo brillaba mucho más de lo que era real.
Los entresijos de pasillos también estaban desaparecidos de su memoria. Por suerte, había estudiado los planos antes de llegar y luego Silva se los había vuelto a proporcionar junto con el entramado de túneles secretos que usaban las guardias para moverse en caso de crisis. Era consciente de que existían más, algunos que solo conocían los Rosa y unos pocos que únicamente los emperadores, pero poco a poco. La información se recopilaba con calma, paso a paso. Igual que los que la acercaban al ala de la Emperatriz.
El ambiente no cambió en absoluto por dejar la parte de la guardia. Mismo blanco, mismo gris. Salvo por las enormes puertas ante las que se detuvieron las otras dos chicas, de un oro que relucía tanto que no podía ser real. Salvo que ningún Rosa utilizaría un oro falso, mucho menos los que habían ido tejiendo ese palacio con las arcas bien llenas. Numia no estaría pasando por su mejor momento, pero había sido el lugar más próspero imaginado, y con eso se construían puertas gigantes.
—Comportaos —les pidió Giove, como si fuera su tutora. Juven se aguantó una carcajada—. Nos cortarán el cuello.
Igual que si la hubieran escuchado, las puertas se abrieron. Tuvieron que retroceder un paso en la formación para permitir la salida a un plantel entero de sirvientas que llevaban los brazos llenos de sábanas, vestidos y tinajas. Ninguna parpadeó.
—Pasad —canturreó una voz desde el interior—. Os estábamos esperando.
Quinta dio una palmada e hizo que las tres guardias parpadearan.
—Es un placer que estéis aquí para proteger a nuestra Primera Dama —anunció, con pomposidad. No parecía dispuesta a amenazarlas como su hermana, pero teniendo en cuenta la posición de la tercera profecta, Titiana no lo descartaba por completo—. Ha sido insistencia de ella que existan las guardias y sus sombras, como marca la tradición. Así que esperamos grandes cosas de vosotras y…
—¿Podéis presentaros?
La voz de Helda era apenas un susurro. Titiana la recordaba más firme, aunque se dio cuenta de que apenas la había escuchado hablar realmente. Se fijó en que la Primera Dama parecía avergonzada de haber interrumpido a Quinta: se revolvió en la silla cuando la profecta la miró y terminó estirando la barbilla, casi dubitativa al repetir:
—¿Podéis presentaros?
—Giove De Conti —anunció sin dudarlo la del este. Titiana se resistió a poner los ojos en blanco.
—Juven De Juno.
—Titiana De Nero —contestó cuando Quinta la señaló con un gesto.
Hubo un silencio incómodo, como si hubieran dicho mal los nombres. Después, la Primera Dama se levantó. Tenía unos movimientos elegantes, gráciles, de alguien acostumbrado a moverse con facilidad allá donde entraba; y también alguien deseoso de pasar desapercibido. Se movió detrás de Quinta, digna de una sombra, y no llegó a traspasar la línea invisible que formaba la profecta ante ellas cuando emergió. Había cierta curiosidad en su mirada, pero la disparidad en los colores lo retorcía todo.
—Giove —musitó Helda. Había algo en su tono que parecía estarse acostumbrando a pronunciar el nombre—. Tu hermana también ha sido elegida para venir, ¿verdad? Más pequeña que tú, eso dijo la coronel, ¿no es así?
—Sí, Emperatriz. Se llama Giune.
—Del este.
—Sí.
—Tenéis más familia en la guardia.
—Sí. Dos tías, cinco primas. —Hinchó el pecho, orgullosa—. Nuestras abuelas también lo eran. Nunca sirvieron en el palacio, pero siempre han estado protegiendo a la familia imperial.
—Supongo que mi familia os echará de menos.
Casi podía leer lo que Giove quería responderle a eso: mejor una Emperatriz maldita que no unos primos Rosa lejanos e insignificantes. Descubrió que hasta ella lo pensaba. Se decía que las frutas que habían caído lejos del árbol principal estaban podridas, y no podía ser más cierto en el caso de la familia imperial. Los lazos se desdibujaban a medida que los familiares se alejaban de la villa, y también se hacían más crueles para compensar la situación. Hasta notó una punzada de lástima por la familia de Giove, condenada a servir a desgraciados.
La Primera Dama se giró ligeramente hacia Juven.
—Tu…
—Soy de sexta generación, Emperatriz —se adelantó la guardia, con la misma disposición tajante que había demostrado en el comedor. Impersonal y resolutiva a la vez—. Es un honor volver al palacio.
—Tu abuela salvó la vida de mi madre en un ataque, y así fue como murió —comentó Helda, apacible a pesar de la interrupción. A su lado, Quinta parecía mucho más molesta—. Dicen que fue una gran comandante.
—Sin duda. Estoy orgullosa.
—Ella lo estaría de ti.
Juven no se hinchó como si fuera un pavo real, a diferencia de Giove, pero era evidente que le había gustado la respuesta de la Primera Dama. Titiana habría preferido que el intercambio fuera a más, ya que tenían esa historia enlazada entre las dos. Sin embargo, Helda se giró hacia ella con la misma disposición que con sus compañeras: interés, amabilidad, tradición.
Por los dioses, que hubiera sido poco tiempo.
—Titiana De Nero —dijo la Primera Dama. Estuvo a punto de hacerla desaparecer; no hablaba como su hermana, el timbre era más claro, más etéreo, pero incluso en eso se parecían demasiado—. Tu madre estuvo a punto de ser coronel cuando mi madre era la Emperatriz.
—Así es, Emperatriz.
—Dicen que cometió un crimen horrible.
—Así es.
Estaba convencida de que las otras dos guardias lo sabían. Los rumores se habían extendido como la urita antes de su llegada, nada los frenaría después de la presentación que había tenido. Era culpa de Silva, que le había jurado borrarlo todo. Era culpa de su madre, que jamás había sabido posponer su deber.
—No hemos logrado saber qué fue —comentó Quinta, cuando ella no dijo nada más y la Primera Dama se limitó a observarla.
—Los libros de las guardias son privados.
—Cuéntanoslo —dijo Quinta, como si no hubiera dado una respuesta que implicaba privacidad al respecto—. A tu Emperatriz y nosotras nos encantaría saber qué clase de crimen.
Notó la mirada de reojo de Giove encima, burlona.
—No…
—No merece su consideración, Emperatriz.
—En absoluto —resolvió la Primera Dama. Por un instante, pareció incluso turbada por haber dicho aquello. Se recompuso con facilidad al preguntar—: ¿Sigue con vida?
Titiana apretó un puño. No se fiaba de esa conversación. No se fiaba de Helda ni de las profectas, una de ellas haciendo a saber qué con esos ojos blancos. Pero era imposible no responder. Tampoco podía mentir; las Segundas Hijas tenían hilos en todas partes, sabrían de esa verdad.
—Sí —afirmó—. Está descansando en un pueblo de la costa norte. Me envía cartas a veces, es feliz.
—¿No la visitas?
—Hace años que no. Estuve ocupada con proseguir mi formación y ella no quería saber nada más de la guardia.
—Entiendo.
Con la misma facilidad con la que había empezado el interrogatorio, Helda asintió y se replegó detrás de Quinta. Resultaba sencillo creerse que era tímida, un pajarillo inocente, si adoptaba esa posición. A Titiana le resultó todavía más peligrosa. No la había reconocido, no había identificado más allá de la historia. Quizá todo fuera un teatrillo. Quizá Silva había hecho la parte importante del trabajo prometido cuando la sacó de la villa, o quizá Helda se consideraba demasiado importante como para fijarse en asuntos terrenales.
Tal y como hizo la profecta de la cama: soltó una carcajada vibrante y se relajó, como si de pronto dejara de tener fuerza en el cuerpo; sus ojos se volvieron de un castaño suave. Les sonrió.
—Un placer conoceros —soltó. Se palmeó las piernas con brío—. Vamos a tener suerte con ellas. ¿Paseamos?