Dos hijas para la muerte
Dos
(Parte 1)
Fue incapaz de moverse a pesar de los golpes en la puerta. El sol ya entraba a borbotones por las ventanas del cuarto, así que las criadas llevarían un buen rato nerviosas al otro lado, deseando entrar a atenderla y, al mismo tiempo, odiando la idea. Quería echarlas. A todas. Que no volvieran jamás.
«Vamos».
El ronroneo en su mente la hizo aferrarse con más fuerza al mosaico. Dónde estaba, dónde estaba, dónde estaba, dónde estaba. Dónde. Estaba.
—Ya está bien —decidió una voz con ímpetu.
La puerta se abrió con un chasquido justo después y Helda cerró los ojos con fuerza. Quinta era la única que se atrevía a entrar de esa forma en su habitación; también la única que olía como si se hubiera bañado con todas las rosas del Imperio ya antes del amanecer. Era una amiga implacable, a veces casi se arrepentía de considerarla como tal en vez de una enemiga.
—Venga, venga —siguió ordenando Quinta mientras ella seguía con los ojos cerrados de forma obstinada—. Abrid eso, que aquí no se respira. Tú, elige una túnica más bonita… O mejor, que la elija una de vosotras que tenga buen gusto. Vamos, no tengo todo el día y la Emperatriz tampoco.
—Si sigues así, te van a embalsamar, ¿y quién hará después todo tu trabajo? —bufó Quinta. Casi podía ver el dramatismo en su gesto aunque no la estuviera mirando—. ¿Yo? O peor aún: ¿Dacia? Por favor, que alguien la saque de ahí antes de que el Imperio se desmorone de verdad.
Al abrir los ojos, la claridad del día la lastimó durante un rato. Se sintió perdida, por culpa de esa enorme ventana abierta de par en par. Llegaba el ruido de los pájaros de fuera, el olor a la hierba. Le hizo un gesto por fin a una criada para que le acercara el batín antes de que le quedaran los dedos entumecidos por la fuerza con la que lo sujetaba. Después, unos cuantos parpadeos furiosos más y se enfrentó a Quinta. La profecta sonreía igual que si hubiera conquistado el mundo.
—Hay mucho que hacer, querida —comentó la profecta. Le hizo un gesto a una de las criadas, que se apuró a echar sales en la enorme bañera que había en la habitación contigua, ya abierta y preparada—. Tú me encargaste que te lo recordara.
—Jamás hice tal cosa.
—Me ofende que me acuses de mentir.
—De tergiversar.
—Deberías dejar de ir a la biblioteca a pasear.
—¿Y perderme la diversión que hay por allí? Ni muerta.
Helda puso los ojos en blanco. La bañera estaba llena hasta el borde, las burbujas y espuma recorrían la superficie; el agua desprendía un olor afrutado al que no terminaba de acostumbrarse. Al igual que el oro con el que habían hecho cada detalle de aquel lugar. Hacía años que había regresado al palacio y todo seguía siendo extraño.
—No tenemos todo el día —canturreó Quinta.
La miró de soslayo. Las criadas parecían nerviosas. Querían acabar lo antes posible, o querían dedicarse a su tarea sin la sensación de que una de las dos mujeres las fulminaría si no cumplían. Helda suspiró y movió una mano en el aire. Hubo un pequeño murmullo de sorpresa, pero después todas las sirvientas salieron en fila del cuarto baño, luego de la habitación. Quinta la observó como si acabara de cortarle el cuello al pájaro que cantaba a los pies de su ventana.
—No lo soporto —argumentó Helda por toda explicación.
Se quitó el batín, que dejó tirado en el suelo, y se metió en la bañera por su cuenta. Aún era capaz de lavarse sola, por mucho que toda una cohorte de personas a su alrededor opinaran lo contrario. La primera de todas, su gran amiga. Aunque sin duda eso venía dado porque la propia Quinta había decidido que a ella misma también le iba bien un séquito que le cumpliera con cualquier actividad que en el templo había llevado a cabo por su cuenta.
Las Segundas Hijas no tenían ningún voto de pobreza, pero estaba mal visto que se deshicieran en detalles frugales. Realizar tareas forjaba el carácter, eso decían las instructoras, y no prohibían que una Primera Dama y sus profectas tuvieran sirvientas, pero tampoco las miraban con buenos ojos. En la congregación, las opiniones de las instructoras, incluso cuando ya no tenían nada que instruir en alguien ya consagrado, seguían siendo importantes.
Helda se esforzó por pasar la esponja por cada trozo de piel hasta que quedó sonrosado.
—No estás durmiendo —juzgó Quinta. Llevaba más de un suspiro callada, era imposible que se contuviera más—. Tienes una cara horrible.
—Gracias.
—Te lo estoy diciendo en serio, Helda.
Se sumergió por completo en la bañera para escapar de ese gesto feroz durante un instante. Al romper de nuevo la superficie, el pelo hacia atrás y la cara reluciendo por los aceites del agua, Quinta chasqueó la lengua. Salió del cuarto de baño mientras juraba entre dientes.
Eso le permitió terminar el baño con un mínimo de calma. De entre todos los lujos de ese lugar, los baños privados eran los mejores.
«Hay más».
Salió de golpe de la bañera, con un escalofrío en la nuca por el cambio de temperatura. Estuvo a punto de resbalar con el batín antes de recordar dónde lo había dejado. Se envolvió en él de forma automática, sin pensar. Prefería no pensar.
—Deplorable —volvió a la carga Quinta en cuanto apareció en la habitación de nuevo—. Te lo digo en serio.
—¿Por favor?
—Nada de favores. Siéntate aquí. —Dio un golpe a la silla que estaba ante el enorme tocador—. Estás horrible. Tienes que dejar de estar horrible. Y para eso tienes que dormir. Volveré a encargar el…
—No lo quiero.
—Oh, sí que lo quieres. Porque quieres dormir o te volverás loca. Otra vez. Y nadie quiere que eso pase.
Se hundió en los ojos oscuros de Quinta durante unos instantes, procurando decidir con calma si contestar o no. Había gente que quería que eso pasase, desde luego. Había algo muy concreto que quería que eso pasase. Pero quizá Quinta no, claro. Quizá Quinta no. Suspiró y asintió, sentándose por fin en la silla en un gesto de rendición. La profecta le fue dando golpecitos hasta que consiguió que estuviera a la altura que quería para comenzar a secarle el pelo.
—El somnífero es inofensivo —comentó mientras elegía mechones que frotar entre las toallas—. Cuando lo estuviste tomando no te pasó nada.
—Solo tenía la sensación de que me quedaba metida en un hoyo en medio de la nada.
—Dicho así… ¿Prefieres seguir con esa cara?
—Está bien —cedió. Era ridículo pelear con la profecta, sabía que perdería, aunque solo fuera porque no era tan persistente—. Consíguelo. Pero sé discreta.
—Siempre soy discreta.
—Por favor…
—Me duele cuando dudas de mí.
Sacudió la cabeza para mostrar su protesta, pero se llevó un tirón de pelo a cambio. Con Quinta era imposible. Lo agradecía mucho en esos días. Se relajó contra la silla mientras la mujer seguía secando mechón a mechón su pelo. Era mejor que cuando lo hacían las criadas: Quinta era más bruta, más rápida y mucho más real que cualquiera.
—¿Me vas a torturar todos los días con eso?
—Solo era…
—Están bien —la cortó la profecta, con un chasquido de lengua—. Sigo sin entender por qué las quieres. Son peligrosas.
—Son la tradición.
—Pues menuda tradición de mierda si intentan matarte.
—Sigue siendo que intentó matarte, Helda. Deberías echarlas a todas… O a casi todas.
—Por favor…
—¿Qué? Acepté a las comandantes, ¿no? Y entiendo lo de Silva, la verdad. Yo también la mantendría cerca.
Otra sacudida de cabeza, otro tirón de pelo. Al menos Quinta no la podía ver sonriendo; no soportaría que la otra supiera que el tema, en el fondo, le hacía gracia.
—¿Te he dicho ya que Silva sigue casada?
—¿Te he dicho ya que quiere a su marido?
—Bueno, un aristócrata con mucho dinero es fácil de querer. Pero puedo competir.
Se giró despacio en la silla para mirarla con los ojos entornados.
—No está casada con aristócrata.
Quinta sonrió, tan ufana que resultaba insultante. Le soltó los últimos mechones de pelo y dejó la toalla muy bien doblada sobre la cama, todo a una velocidad que ampliaba la ofensa.
—¿Ah, no? Vaya —comentó. Se encogió de hombros—. Entonces tanto no debe querer a su marido, ¿no? Quizá haya un tercer hueco en su corazón y todo en ese caso…
—Eres lo peor.
Helda torció los labios en una mueca.
—Lo hemos hablado —resolvió—. Es la tradición. Seguiré esa tradición…
—La puta Claudia Rosa era insufrible, ¿lo sabías? —escupió Quinta. Ante las cejas arqueadas de Helda, volvió a hacer un ruido de disgusto—. Montó un cuerpo de élite de mujeres que matarían por ella, que se matarían por ella, que harían lo que fuera… Y luego las envió a matar a la mitad de su familia porque creían que estaban conspirando en su contra, y en esa parte de la familia había cinco niños pequeños que no sabían ni hablar, como para conspirar.
—Claudia no era una buena persona.
—¿Eso es lo que dices de la historia? ¿No te hace reflexionar sobre la guardia?
Se volvió a colocar bien en la silla, dando por zanjada la discusión. No le importaban los debates con Quinta o las profectas, pero no quería escuchar cómo todos sus antecesores eran personas horribles, obsesionadas con el poder y la gloria, con seguir siendo considerados dioses cuando eran incapaces de nada que no fuera disponer de muerte a su alrededor. Los Rosa habían forjado un imperio a base de cenizas y esqueletos.
Pero el pueblo los adoraba. Creían que habían estado a salvo con ellos todos esos siglos, por mucho que hubiera muertos bajo los adoquines de las calles de cada ciudad y aldea. La tradición lo era todo para mantener la calma.
Además, creía con firmeza que la guardia era una buena respuesta a cualquier problema. Era cierto que una había intentado acabar con su vida a los pocos días de la abdicación de Vita, pero podía entenderlo. Tampoco había vuelto a ocurrir, pese a conservar a todas las comandantes y algunas de sus adeptas favoritas. A las guardias no les gustaba conspirar, eso iba en contra de los principios de su puesto, el cual se enseñaba prácticamente desde la cuna y hacía que cada una de las mujeres que servían lo tuviera tatuado bajo la piel. Todo por el Imperio, todo por la Emperatriz.
—Como quieras —cedió Quinta después de un rato dándole vueltas a si merecería la pena seguir con las quejas—. Las chicas están bien, pero ya me dan dolor de cabeza. Compraré tu somnífero y un analgésico para mí, ya verás qué alivio…
—Ten cuidado.
Quinta le hizo una mueca. Compraría cualquier cosa en el mercado negro. Si alguien sabía de trucos y puestos a la sombra, esa era Quinta. La Fortuna le sonreía cuando se trataba de hacer esa clase de apuestas.
—Te tengo que arreglar esas ojeras hasta que lo solucione todo con cuidado —dictaminó la profecta. Se colocó delante de ella, calculando qué sería necesario, y luego se giró hacia el tocador con los brazos en jarras—. ¿Has vuelto a tirar los polvos?
—Odio tu maquillaje. No pienso usarlo.
—¿Ni un poquito?
—No es un evento…
—Vienen de lejos, Helda. Quieren ver a la Primera Dama.
No era lo que querían ver. Helda no pensaba ceder a esa petición. El maquillaje daba un efecto estupendo para intimidar a la gente, nunca lo había negado, y le resultaba de mucha ayuda en sus actuaciones de persona importante, pero le provocaba picores en la cara. Por muy de lejos que llegara la comitiva de ese día, no eran tan relevantes como para arriesgarse a tener la piel irritada semanas.
Por supuesto, ese argumento no era suficiente para Quinta, que resopló unas cuantas veces para mostrar su desacuerdo.
—Los ojos —cedió con un suspiro—. Las ojeras. Ya está.
«Podrías hacer lo mismo».
Parpadeó con fuerza. La profecta no se había dado cuenta, demasiado concentrada en la elección de colores para crear una cobertura decente para lo que quería.
—¿Hay noticias del Silgar? —preguntó Helda. No quería distraer a su amiga, pero necesitaba distraer su cabeza con más urgencia.
—Lo mismo de siempre.
—¿Lo mismo de siempre es nuevas revueltas y más gente pasando hambre?
—Eso creo.
—Quinta…
—Lo que dice el último emisario es que tu desvío de trigo ha funcionado para la parte del hambre, así que hay menos revueltas. Pero a la gente le dan miedo los colosos. Ya sabes —comentó, desinteresada—: a la gente siempre le da miedo el que parece ser más bruto.
—Es una buena manera de hablar de ellos.
—Hay otras vías.
La profecta estaba concentrada en la siguiente parte de su plan de maquillaje, así que al menos no se enzarzaron en una nueva discusión sobre si elegir barbarie o diplomacia. Helda no había dormido lo suficiente como para tenerla, y era todavía muy temprano; ya la tendrían en otro momento del día.
—¿Hay noticias de Alabastro entonces?
—El emisario no ha vuelto. Dacia quiere enviar a un grupo de hermanas —contestó Quinta, algo más tensa—. Le he dicho que es una mala idea, pero ella está convencida de que encontrará candidatas.
—Dacia siempre encuentra candidatas para todo.
—Es su talento.
Quinta dio una palmada triunfal y se volvió hacia ella. La juzgó durante un rato, Helda arqueó una ceja, desganada. Después, la profecta se volvió hacia el tocador y retiró la tela que cubría el espejo antes de que a ella le diera tiempo a protestar. Su reflejo quedó a la vista.
Helda contuvo el aliento.
Odiaba mirarse. Odiaba verse. No podía soportarlo.
—No pongas esa cara —le rogó Quinta—. No es para tanto.
Seguía sin entenderlo. Helda recordaba habérselo explicado más de una vez, alguna incluso borracha para poder encontrar las palabras precisas, pero a su amiga le resultaba imposible atisbar la complejidad que había en observarse en un espejo. Porque no podía entender que de verdad no se estaba mirando a sí misma. Esa era Vita.
El día en que se habían separado, una al palacio y la otra a la congregación.
El día en que se habían vuelto a juntar, una al palacio y la otra a la congregación.
Quinta se puso en medio y Helda se hundió un poco más en la silla.
—Siempre te pones rarísima —comentó la profecta—. De verdad que no os parecéis tanto.
—Es mi gemela. Idéntica, Quinta.
—¿Porque yo iría con algo azul y ella rojo?
—Sí, por ejemplo. Por eso te he dicho que dejes de usar el rojo. Además, no te queda bien.
Apretó los labios. El rojo era el color de los Rosa, lo habían usado desde el inicio de los tiempos, cuando se creó el Imperio. Cada muesca, cada obra, cada bandera, todo llevaba el rojo de los Rosa, incluidos sus emperadores. El día de la abdicación Vita había estado perfecta en ese color: las manos, los pies. Parecía estar pisando la sangre de sus enemigos, aquellos a los que había abierto en canal con sus uñas antes. Era una imagen poderosa. Se iría del trono, renunciaría al título de Emperatriz, pero lo haría dejando una escena muy concreta en la mente de todos a los que había congregado para verla: solo había una Rosa legítima para el Imperio, y no se trataba de aquella que usaba el azul de las Segundas Hijas.
—Deja de moverte —la reprendió Quinta—. Casi he terminado.
El pincel se deslizaba por la línea de sus pestañas tan suave que le hacía cosquillas. Igual que los recuerdos al final de la cabeza, igual que esa voz.
«¿Cuál de las dos?».
—Bueno, basta —protestó. Se enderezó todo lo que pudo en la silla y soportó el gesto decepcionado de Quinta lo mejor que pudo—. Tú misma dijiste que había mucho que hacer. Llevamos aquí más de lo necesario…
—Estaba creando un buen ambiente para iniciar el día.
—Pues ha sido suficiente.
—Te veo tensa todavía…
Helda entornó los ojos. Notaba las pestañas pegajosas.
—¿Qué ha pasado para que necesites tenerme de buen humor, Quinta?
—No he dicho de buen humor, tú siempre estás de buen humor… Quería decir el humor adecuado.
—¿Adecuado?
—¿Disculpa?
—No te ofendas, cariño, si yo te quiero así.
—Quinta.
La tensión en el tono fue suficiente para que la profecta dejara las bromas. Sabía hasta cuándo eran necesarias, sabía hasta qué punto podía fingir desinterés y desidia. Sabía hasta qué punto podía ser solo Quinta, y cuándo se necesitaba a la profecta. Quinta colocó el pincel sobre el tocador, enderezó los hombros y eliminó la sonrisa amigable de su gesto.
—Ha habido un ataque en el templo de Carde.
—¿Otro ataque? ¿Otra vez los rebeldes?
—No lo han reclamado como suyo, pero teniendo en cuenta que han destrozado un par de estatuas y dejado todo lleno de pintura roja, yo diría que han sido ellos.
—¿Cuántas…?
—Ninguna hermana —contestó Quinta, diligente—. Solo hay una visionaria herida, pero se recuperará. Atacaron cuando estaban en una consagración.
—¿Y la consagrada?
—Bien. La diosa del Mar tiene una nueva vena por la que llegar —sonó complacida—.Les he dicho que la pueden enviar a Rotas, nos aseguraremos de que recibe la mejor educación. La diosa del Mar parece útil.
«No seas sacrílega, Helda. Se te da fatal».
Se pellizcó el puente de la nariz. Respiró hondo. Quinta seguía esperando para contarle el resto.
—Es el tercer ataque durante esta luna —le resumió la profecta—. Cada vez son más osados y cada vez eligen templos más grandes. Vas a tener que responder.
—¿A un grupo rebelde que hemos acordado que no existe, para no asustar a la gente?
—Sí. —Apretó los labios—. O sea, no. Es buena idea que no sepan nada sobre ellos: cuanto menos ruido, menos importancia tendrán, se sofocarán más rápido. Pero eso no quiere decir que no tengas que responderles, Helda.
«Hazlo».
Levantó una mano. Pero la bajó con rapidez. En el fondo sabía que Quinta tenía razón; que la diosa tenía razón.
—¿Por eso estabas tan pesada con las guardias?
—Precisamente por eso —contestó, aprovechando la pausa dramática de la profecta. Se puso en pie. Por encima del hombro de Quinta, vio su mirada enmarcada en azul en el espejo; parecía que el ojo de la diosa brillaba más de lo necesario. Era evidente que Quinta lo había hecho apropósito. Apartó la vista con rapidez—. Cubre el espejo —le pidió—. Tengo que vestirme.
Esperaba que Quinta iniciara unas cuantas protestas sumadas a sugerencias sobre lo que podía ponerse para ese día, pero se mantuvo en un silencio discreto. Eso quería decir que estaba más preocupada por los ataques de lo que había demostrado, y ya había sido bastante.
El Imperio y las Segundas Hijas, el poder y la fe habían sido siempre diferentes para los numiaros. Las hijas velaban, los emperadores proveían, los dioses los cuidaban a todos. Aquello se había profanado; no era tan sencillo asumirlo pese a que habían pasado unos años. Sobre todo cuando algunos susurraban en las calles que las Segundas Hijas querían apoderarse de todo, corromper el poder que los dioses les daban, quizá a los dioses mismos, para someter a la gente. La prueba era que una hermana había matado a otra hermana, decían; o de lo contrario Vita Rosa los salvaría de la desgracia.
«Que así sea».
Se ajustó el fajín con más fuerza de la que se requería y se volvió hacia Quinta. Era una túnica lisa, de un blanco prístino, sin ningún tipo de adorno. Ni siquiera las sandalias, de un cuero anodino, destacaban y había prescindido de los lazos en las manos. La profecta suspiró, todo el dramatismo de regreso.
—Algún día me harás caso.
—Algún día —aceptó Helda.
.
***
¡TÚ ELIGES!
Andrea no se decide entre estas dos opciones para completar el capítulo 2, ¿qué quieres que suceda?:
- OPCIÓN 1: Helda va al juramento de las guardias
- OPCIÓN 2: Helda va a los jardines
*Tomaremos en cuenta las respuestas con fecha hasta el domingo (11/09/2022).
[/sociallocker]Tienes
A los jardines
A los jardines también. 😝
A los jardines, vamos!!!