Dos hijas para la muerte
Diecinueve
(Parte 2)
Cala sujetó las riendas del caballo cuando Helda descabalgó. Mirada desde abajo, la rebelde tenía un aspecto imponente, el de la clase de persona que comandaba legiones y lideraba con mano de hierro. Entendía que los rebeldes la hubieran seguido hasta el final del mundo, incluso cuando este era totalmente diferente al que se les había prometido.
—Aún puedes matarme —comentó.
—Por supuesto.
La mirada de la rebelde se perdió entre las filas de Segundas Hijas que aguardaban. El cuerno sonó otra vez y el suelo pareció estremecerse.
—Vete —le ordenó Helda. Le dio una palmada en el cuello del caballo y se alejó unos pasos—. Pon a salvo a la gente. Por el Imperio.
—Por el Imperio —contestó la mujer. Hizo una pausa en la que transformó la mueca de sus labios en una nueva—. Por la diosa de la Muerte y la Destrucción.
Sonrió. Había llegado el momento.
Las Segundas Hijas debían mantener la refriega contra los colosos lo bastante lejos del punto por el que ella pensaba acceder a donde la esperaba Vita. Cuando se había consagrado, su hermana había desatado el caos a su alrededor, extendiendo la arboleda por el norte hasta deshacer las fronteras de Numia a su paso. Había limitado la destrucción de la Vida solo por concederle tiempo para pensar en la propuesta.
Helda lo había considerado mientras los árboles crecían a su alrededor en el toque final de la demostración, sin rozarla, pero dejando claro cuál sería su poder. La diosa de la Vida contaba también con despertar a la otra de su encierro y hacerla tomar las riendas. Cada rato que pasaba, Vita y su diosa fortalecían lo que habían creado. Al acercarse de nuevo a la arboleda, transformada ya en un bosque, Helda notó que incluso la hierba parecía vibrar por la expectación.
Sabía que la Vida no era capaz de controlar el crecimiento para permitirle el paso, para ello habría requerido de la ayuda de alguna vena de la Naturaleza, y quizá tampoco lo habría considerado solo para ponérselo más fácil. Las ramas se entrecruzaban, los troncos se habían ensanchado más de la cuenta y el musgo y los helechos estaban por todas partes. Helda se vio obligada a encorvarse y saltar, rehacer el camino al no encontrar posibilidad de atravesar algunas zonas.
Era una prueba para su paciencia. El cuerno de la guerra seguía sonando, y era lo único que alcanzaba a oír por encima de los restallidos del bosque. Aun así, tenía la sensación de estar rodeada por silencio.
La impresión se hizo todavía mayor cuando los árboles comenzaron a mostrarse más despejados. En el corazón del bosque, era donde se encontraba la creación. En todas las historias y leyendas era así, y estaba claro que a su hermana y a su diosa les gustaba esa clase de dramatismo. Rodeada por naturaleza brillante y sombras, Vita sonreía.
—Por fin —dijo su gemela en un tono vibrante. Abrió los brazos en lo que parecía la solicitud de un abrazo, y los bajó poco después—. Estás hecha un desastre, ratoncito.
La armadura ligera, más decorativa que de verdad útil en una batalla, le protegió la piel de algunos arañazos. El vestido, no obstante, estaba roto por varios puntos. Helda lo observó con desinterés y se encogió de hombros. Seguramente el pelo estaría lleno de hojas, tendría tierra en algunos puntos de la cara o manchas verdes del musgo: seguía sin ser relevante.
—¿Eso es en lo que has pensado?
—Sí.
—Qué pena. Pensaba que podíamos hacerlo como hermanas. —Uno de los ojos de Vita centelleó. Ahí estaba la diosa, de nuevo a flote—. Porque no querías una guerra.
—Y no la quiero. Pero no me dejáis opciones.
El plural hizo que Vita sonriera, que la diosa ampliara esa sonrisa. Helda cogió aire hasta que notó que no podía ensanchar más los pulmones. Entonces, la buscó. Su ausencia había sido extraña, como tener cercenado un brazo, pero lo había agradecido: la primera vez desde su consagración que tenía la sensación de estar bien, sin trampas, sin posibilidades de caer. Pero era una Segunda Hija. Era la Primera Dama.
«Por fin», dijo la diosa dentro de ella, igual que un trueno. La réplica grave de su hermana.
Derribó todas las barreras que había alzado con el transcurso de los años. El poder de la diosa voló sus restos mientras se establecía. Helda la había notado otras veces invadirla, pero nunca nada como aquello, tan brusco. Tan definitivo.
Se replegó hacia el interior de su mente en lo que Kathas tomaba el control. Era igual que estar encerrada en la habitación, con las puertas del balcón abiertas, pero una tormenta en el exterior que le impedía salir. Podía escuchar cómo el viento tumbaba los árboles, podía ver cómo la nieve tomaba el suelo. Kathas no la había eliminado; Helda era consciente de que podría haberlo hecho. La fortaleza de la diosa era arrolladora, una fuerza que escapaba del control de ese mundo.
Ese era el asunto que las había llevado hasta allí después de todo.
Pudo asomarse a las ventanas de la habitación para ver cómo el gesto de Vita cambiaba hacia una expresión de aprobación. La mirada le relucía a la inversa de lo que ella había visto hacía un rato, pero a Kathas no parecía importarle. La voz reverberaba por todas partes.
—Hermana —saludó. Hizo una inclinación—. Cuánto tiempo.
—Por un momento pensé que serías tan cobarde como para no venir.
—Las Segundas Hijas se lo toman todo de forma personal. Lo sabrías de haber seguido las reglas.
Hubo un crujido que se alzó despacio hasta romperse. El bosque se colmó de vida de un golpe, con árboles gigantes que tapaban el cielo y ramas que se llenaron de frutos que estallaron por la madurez que no lograban contener. Pero las hojas se volvieron grises antes de cobrizas y algunas ramas se partieron, pudriéndose a toda velocidad sin llegar a tocar el suelo. Por donde la vida parecía brotar también se extinguía.
Birca se lanzó hacia ella al ver que su trabajo se hundía más rápido de lo que lograba alzarlo. El golpe hizo que le temblara el pecho, la tierra se agitó bajo sus pies. De repente, la vida trepaba por sus piernas. Kathas la espantó con un par de sacudidas de las manos, pero eso la dejó indefensa delante de Birca, que volvió a asestarle un puñetazo.
Iban a destrozarlo todo.
Helda lo sabía desde el principio. Había cedido porque necesitaba esa confianza de Kathas. Pero sobre todo porque necesitaba comprobar que Vita no se rendiría: su hermana iba a dejar que Birca lo destrozara todo solo por conseguir el poder. Le daría igual reinar sobre un páramo yermo con tal de volver a hacerlo sin rivales.
Recogió todos esos trozos que había bajo tantos títulos y se aferró a ellos. Kathas estaba acostumbrada a vivir relegada en el Ciclo Medio, pero poseerlo todo en el Alto. No se fijaba en las rendijas, ahora que consideraba que había alcanzado la libertad que creía suya por derecho. Helda se deslizó a través de ellas.
La diosa de la Vida hizo estallar la primera franja de bosque con un grito de rabia mientras su puño buscaba la cara de Kathas. La respuesta estuvo hecha de hojas secas, hierba muerta y una embestida que empujó a Birca contra el tronco de un árbol que crujió, podrido por dentro. A su alrededor, la tierra se ennegreció, igual que si estuviera cubierta por cenizas. Los brotes verdes surgieron con rapidez de entre los restos mientras Birca se levantaba.
Con una bofetada, Kathas volvió a echarla al suelo. La tierra se resquebró sin control en todas direcciones.
—Vamos, Birca —la provocó.
Podían permanecer en esa batalla mucho después de haber destrozado todo ese campo y llegado al siguiente. Helda sabía que solo estaban aproximándose, tomando la medida de sus venas hasta dar con la clave para luchar de verdad.
Estiró su conciencia todo lo que pudo por todas esas rendijas que había creado. Las mismas que intentaba extender noche tras noche para saber si la diosa estaría cambiando el mural del techo, las mismas que usaba para defenderse. Cuando Kathas se inclinó hacia adelante y el árbol sobre el que estaba su hermana volvió a crecer, Helda tiró.
Metió la conciencia de Kathas de nuevo bajo la superficie y salió a flote. Tomó una bocanada de aire como si se estuviera ahogando. Desde el suelo, Birca ladeó la cabeza. Sus ojos volvieron a cambiar de lado: uno para la diosa, otro para Vita; uno para ella, otro para su hermana. Solo le era tan fácil porque estaba cada vez más claro que habían llegado a un acuerdo sobre las cenizas del Imperio.
«Helda».
Notó cómo Kathas se sobreponía al ataque por sorpresa con un acceso de rabia que la hizo temblar. Tampoco Birca se quedó quieta. Pero no le hacía falta demasiado tiempo. Todo a su alrededor estaba destrozado, tan solo tenía que coger una de las ramas partidas y clavársela.
«Estúpida».
Rápida, la diosa de la Vida se aproximó para sostenerla. Podía ver cómo Vita salía a la superficie y se sumergía de forma intermitente, una y otra vez, mientras sus manos se esforzaban por frenar la sangre que manaba del cuello. No había pretendido matarse rápido, eso no funcionaría, pero Vita le había dado la idea.
«Maldita seas».
—Maldita seas —se quejó Vita. Las manos llenas de sangre se alejaron de ella. Su gesto se torció hacia una sonrisa, el bosque vibró; luego volvió a acercarse—. Maldita seas.
«Nos has condenado».
—Esto no tenía que ser así.
—Lo siento —contestó Helda.
Era cierto.
Su hermana frunció el ceño, todavía sin entender. No conocía a las Segundas Hijas, porque no era una de ellas. Pero Helda sí. Lo seguiría siendo hasta que se muriera. Dentro de poco, probablemente. Estaría bien.
Estiró una pequeña sonrisa y comenzó a pronunciar las palabras adecuadas para una consagración. Kathas la hizo temblar, la voz se le apagó, pero incluso la diosa se dio cuenta de cuál era la oportunidad que le estaba ofreciendo: una vena no le valía, pero en esa situación podía escoger otra si estaba cerca. También la diosa de la Vida pareció darse cuenta y tomó el control del cuerpo de Vita con brusquedad.
Helda apresuró las palabras mientras Birca dejaba de taparle la herida para apretarle el cuello con fuerza. La asfixiaría; el bosque comenzó a estallar por todas partes, lleno de vida y de rabia. Helda siguió hablando, con la voz extinguiéndose.
«Hazlo, mi dama».
Gimió con la última palabra antigua. Birca aflojó los dedos con una sonrisa de victoria. Hasta que todo lo que había hecho nacer se destruyó de repente. El mundo se sumergió en la oscuridad durante un parpadeo. Al encenderse otra vez, el cuerpo de Vita se encontraba tirado en el suelo. La diosa de la Vida pataleaba para intentar librarse de la presión invasora, mientras que la diosa de la Muerte y la Destrucción pugnaba por un espacio.
No existiría.
Retiró la mirada e intentó alejarse de la pelea. Le fallaron las fuerzas. Se llevó las manos al cuello, donde la sangre seguía manando. Notó que el bosque se nublaba a su alrededor, los gritos de Vita se ralentizaban, o quizá se estaban apagando ya con ella.
—¡Helda!
El cielo cubierto por árboles comenzó a resplandecer cuando estos cayeron. Había hojas danzando por todas partes, puntos negros que corrían de unas a otras. Escuchó su nombre otra vez.
Alguien la zarandeó por los hombros.
—Helda…
Quiso buscar a Vita. Era su hermana, su mitad. Morían juntas igual que habían nacido. Así se conservaba el Imperio.
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