Dos hijas para la muerte
Diecinueve
(Parte 1)
Su madre le había hablado una vez de la guerra. Como guardia, se esperaba de ella que velara por la Emperatriz, y para eso su instructora había considerado antes de darle el puesto enviarla a una de las fronteras con el ejército. A pesar de que solo había estado unos meses, las palabras que había usado, concisas y cortantes, bastaban para marcar con fuerza lo atroz que le había parecido: «No hay humanidad en la batalla, Titiana; no es nuestro lugar en el mundo». Ella se lo había tomado como la última reivindicación de su madre sobre la paz, pero de pronto entendía que sus palabras solo contenían sencillamente la verdad.
La frontera se extendía delante de ella como una enorme mancha de color verde. El despliegue de la Vida marcaba la disolución de lo que era Numia y lo que era el exterior; todo le pertenecía. Aunque el crecimiento había parado, no conseguía eliminar la sensación de que estaba a punto de desbordarse de nuevo. La fila de guardias y Segundas Hijas parecía diminuta en comparación.
—Firmes —marcó Silva con una voz que cortaba el viento. Habían dejado libres a los caballos un tramo antes de alcanzar esa posición, así que la coronel se paseaba entre ellas haciendo resonar cada pisada—. Aguantad hasta las órdenes.
Las comandantes recordaban cuáles eran los objetivos desde los flancos. A su vez, las que habían nombrado líderes de los escuadrones de hijas repetían los mismos pasos con una calma que centelleaba. A cada palabra, la pareja del coro que había en cada escuadrón parecía hacerse más grande: servirían de conexión si se desperdigaban y, lo más importante, protegerían las espaldas de cada miembro de su grupo.
Titiana flexionó los dedos sobre la espada. Eran la retaguardia. Su misión sería ocuparse de lo que quedara del enemigo, pero Titiana sabía que deberían interceder antes. No había humanidad en la guerra, y en esa menos que en ninguna.
—Confiad en vuestras compañeras —dijo Silva cuando pasó de nuevo por delante de su zona—. No dudéis de ellas, no flaqueéis porque están ellas. Mantened la mente firme, el objetivo claro. Esto es por Numia. Esto es por el Imperio.
Hubo manos golpeando el pecho y pies retumbando contra el suelo, un eco de esas palabras que recorrió las filas. Titiana cerró el ojo. Había una oración que se enseñaba durante el aprendizaje, la misma que luego le había dicho Eos cuando se la llevaba a un asalto. Se pedía a la diosa de la Sabiduría, a la diosa de la Naturaleza, al dios de los Muertos, a la diosa de la Victoria. Y a las diosas de la Vida y de la Muerte y la Destrucción. Sonaba como un chiste al fondo de su cabeza, pero no logró evitar que aflorara:
—Sean los designios de los dioses los que guíen mi mente y arropen mi cuerpo.
—Sea la constancia de la diosa de la Sabiduría la que temple mi espada —contestó alguien a su derecha.
—Sea el abrigo de la diosa de la Naturaleza el que guíe mi valor —rezó Juven.
—Sea la certeza del dios de los Muertos la que forje el destino de mis enemigos —se alzaron las De Conti, con un eco que resonó a la izquierda multiplicado.
—Sea la esperanza de la diosa de la Victoria la que me ampare cuando caiga de rodillas.
—Sea la gloria de la diosa de la Vida la que me espere cuando cruce.
—Y nos lleve al descanso donde la diosa de la Muerte y la Destrucción pueda completar nuestro trabajo.
El silencio se sobrepuso a las filas mientras las tres venas de la Fortuna avanzaron desde la retaguardia para colocarse al frente. Titiana nunca había escuchado aquel cierre para la oración, pero encajaba igual de bien que los trajes para el combate que llevaban las profectas. La opulencia, la elegancia, el peligro: cada veta de oro en el traje de Quinta, la vara con la que se erguía Dacia, la diadema que despejaba el rostro de Maira. Las profectas eran la protección y resguardo de la Primera Dama, sus generales.
Titiana se llevó la mano al pecho de nuevo.
Un cuerno sonó desde el otro lado del verdor.
—Seremos el ojo que te falta —le recordó Giove—. No hagas nada que no podría ver.
—No me rascaré el culo por vosotras, de acuerdo.
—Si morís —comentó Juven mientras desplegaba la enorme lanza desde la funda de su espalda; el látigo le relucía enrollado en el brazo derecho—, echaré de menos vuestras conversaciones. No lo hagáis.
—No vuelvas a pedírmelo —contestó la De Conti—: no pienso casarme todavía.
A Titiana se le escapó una carcajada. El cuerno volvió a romper la alborada y el resto de las armas escondidas relucieron contra los rayos de sol como si fueran las gotas del rocío. Un silencio sobrevino al despliegue, casi parecía la respuesta.
Después, el fuego se abrió con rapidez desde un punto a la derecha. El torrente de agua salió disparado desde el núcleo de un grupo de hijas para apagarlo, pero el caos ya había cobrado forma y se expandió con rapidez.
—¡Aguantad! —recordó Silva.
Pero pronto su voz quedó solapada por todo el ruido del campo de batalla. Titiana se pegó a Giove como en los entrenamientos que habían tenido en palacio, que de pronto eran una burla a lo que ocurría delante de ellas. El agua caía desde el suelo, el fuego creaba senderos, las raíces de árboles inexistentes trepaban por el aire donde corrían enemigos y Segundas Hijas.
Su función era cuidar de la retaguardia, acercarse lo que pudieran y esperar a un ejército al que sí pudieran enfrentarse. Era un plan sencillo, que habría dispuesto las burlas de otros de saberlo. Sin embargo, resultaba aterrador encontrarse en esa posición mientras el mundo se resquebrajaba y volvía a soldar. Titiana había sido consciente durante los entrenamientos y en la anterior escaramuza de lo minúscula que era en comparación, pero también podía ver que las demás pensaban lo mismo.
—No están aquí —les dijo por encima del ruido—. Son los dioses y no nos tienen aprecio. Nosotras las protegemos a ellas, ¿entendido?
No tenía claro que eso tuviera sentido, pero el corazón le martilleaba con rabia en el pecho y no era capaz de detenerse para un discurso mejor.
Apartó a Giove del crecimiento repentino de un árbol en el suelo. El coloso que lo había provocado sonrió desde el otro lado de la frontera; solo llevaba la mitad de una máscara, la otra parte había desaparecido, arrancada con lo que parecían las marcas de un animal. Titiana vio cómo la mueca se ampliaba y tiró de nuevo de Giove hacia un lado. El siguiente árbol emergió entre las dos como respuesta.
Se deshizo al instante por un temblor de tierra que la tiró al suelo. Vio a Runa avanzar por el terreno con zancadas ligeras hasta llegar cerca del coloso. La sucesión de árboles que se alzaban y caían, raíces que salían de todas partes o flores imposibles los hizo desaparecer. Titiana se apresuró a poner en pie a Giove.
—¡EH! —las llamó Juven.
Las guardias se habían replegado hacia la izquierda del campo de batalla que no podían asumir. El ejército al que estaban esperando se había dejado ver, aunque los soldados parecían igual de temerosos que habían estado los suyos y lanzaban miradas hacia un posible escape.
—Alentémoslos —rugió Silva. Se llevó la mano con la espada al pecho e hizo rugir la armadura—. Que sepan marcharse.
Dos comandantes marcaron la salida hacia el lugar, sin miedo a atravesar la batalla. Antes de que pudiera seguir al siguiente grupo, Silva les cruzó el camino. No se había fijado hasta entonces en que un reguero de sangre le caía por la cara, desde una brecha que parecía haber en la cabeza y le apelmazaba el pelo.
—Id a por la Emperatriz —les dijo, fatigada—. Van a cortarle la entrada. —Señaló hacia los puntos en que las Segundas Hijas perdían terreno—. Ocupaos de ella. Sois sus sombras.
No le dio tiempo a pensar en si era la mejor alternativa. De todas formas, debía serlo. Silva gruñó más órdenes e hizo marchar al resto de las guardias hacia el nuevo punto de batalla, mientras que Juven se ocupaba de marcar su retirada hacia la retaguardia de nuevo. La otra De Conti hizo un gesto sobre la frente mientras corría mirando hacia ellas.
El fuego le quemó una de las manos y la obligó a soltar la espada. Imparable igualmente, le dio una patada en el pecho a su rival, que se tambaleó por lo improvisto del golpe. Giove se colocó a su lado y le ofreció una de sus espadas cortas.
Había visto pelear lo suficiente a las De Conti como para saber ese movimiento. Se inclinó hacia la izquierda y clavó la espada en la enemiga a la vez que lo hacía Giove. El temblor del suelo frenó de golpe.
—¡A un lado!
Se movió con rapidez hacia el contrario que había usado para atacar coordinada. La lanza de Juven silbó aun así contra su oído. La vio clavarse en el pecho cubierto por retales de un coloso. Giove chasqueó la lengua.
—¡Ten más cuidado!
Juven se rio y desplegó el látigo como si estuviera imitando a la otra sombra. No tenían tiempo para más pullas. Habían abatido a dos urcanos, ya que las mujeres que habían derribado Giove y ella carecían de las telas típicas de los colosos. Eso solo podía implicar que la batalla se estaba volviendo más cruenta, el enemigo pretendía cercar a Helda.
Se afanó por impedirlo. Las Segundas Hijas también se habían dado cuenta de la jugada y se replegaron para mostrar un mejor frente cerca del verdor. Les fue sencillo mantenerse ahí, ataque tras ataque. El cuerno de la guerra volvió a extenderse por el campo.
En esa ocasión, no había nadie que pareciera estarse ocupando del temblor en el suelo. Titiana lo reconoció después de los primeros instantes de duda: el crujido, el clamor, el gemido. El bosque volvía a crecer. Los colosos habían acercado a las Segundas Hijas a su borde, en lo que sin duda era una trampa: Helda habría entrado, pero ellas se quedarían atrapadas también.
—¡Fuera! —gritó. Cogió a Juven del hombro—. ¡Está empezando! ¡Sácalas de aquí!
Giove escuchó la orden y se puso en funcionamiento con gritos secos, urgentes. Sin embargo, Juven la retuvo por el codo mientras el susurro de la naturaleza subía de volumen.
—¿Qué vas a hacer?
—Proteger su llegada.
Echó a correr antes de que a Juven se le ocurriera una forma de retenerla. El verdor donde se había quedado la Vida vibraba como si estuviera conteniendo toda la tensión del mundo dentro. Los restallidos de la madera y el crecimiento de las hojas estremecían todo a su alrededor. Titiana lo observó durante unos instantes. Imaginó lo que podría pasar.
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