Dos hijas para la muerte
Dieciocho
(Parte 2)
Dieciocho
(Parte 2)
Giove volvió a escupir algo sobre lo desagradecida que era, lo estúpidas que eran todas sus acciones y la cantidad de muertes que le ofrecería si no morían en esa guerra. Resultaba intimidante, Titiana incluso se lo dijo, pero solo sirvió para enfurecerla todavía más. Le habían dado la oportunidad de ponerse a salvo y ella había seguido el camino hacia el norte, persistente como una garrapata.
—Es un bicho horrible —convino Titiana ante el nuevo insulto—. Sin duda me lo merezco.
—Tienes una pinta de mierda y aun así puedes seguir haciendo chistes malos —protestó Giove. La miró como si estuviera visualizando su descuartizamiento—. ¿Sabes lo que quiere decir eso?
—Que soy una garrapata: persistente.
—Que te odio muchísimo. —Suspiró—. Y a lo mejor hasta te echo de menos, porque sería difícil que me encontrara en otra vida a alguien tan insufrible como tú.
Titiana no tenía claro ya que hubiera de verdad otra vida. Una donde los dioses les tendieran la mano para vagar por una de las moradas del Ciclo Alto. Más bien, parecía que todo acabaría allí, porque a los dioses no les importaba en absoluto nada que no fueran ellos mismos. Resultaba triste por un lado, pero por otro era lo más liberador que había pensado en mucho tiempo. Librarse de los dioses, quedarse solo con ellas y persistir así. O concluir así.
—También te echaré de menos, Giove —le concedió. Tendió una mano hacia ella—. Ha sido un placer.
—Vete a…
—¿Sacrilegio? —dudó Giove, como si entre el abrazo y las palabras de Juven hubiera recibido un golpe en la cabeza.
—¿Importa?
Las carcajadas la sacudieron con ligereza, extrañas. Juven le pasó una mano por la nuca y le rascó la piel con la yema de los dedos. Sus ojos se encontraron en medio de ese abrazo peculiar, contenían una ferocidad que había dedicado a la devoción durante muchos años.
—Iremos contigo —le prometió. Giove se removió bajo su otro brazo, pero Juven la atrajo de nuevo hacia el círculo—. ¿De acuerdo, Titiana?
—No voy…
—Iremos contigo.
—Estás tuerta —añadió Giove tras un resoplido de resignación—. No vales para pelear. Necesitas reeducarte. Así que no nos queda otra. Nos harías quedar fatal de lo contrario.
Apretó los labios. Ni siquiera estaba segura de que supieran bien lo que planeaba, aunque quizá no hacía falta ser demasiado perspicaces para eso. Había recorrido Numia detrás de la estela de Helda, se había arrastrado para tratar de impedir que Vita tomara aquel poder. Era su manera de compensar por los errores que había cometido, y la única forma en la que realmente no acababa viviendo aterrada.
—De Nero.
Juven la soltó de inmediato al escuchar la llamada. Formó al lado de Giove como si nunca la hubieran ayudado a salvarse ni tampoco recibido después como si fuera una parte esencial de sus vidas. Salvo por el guiño de ojos que le concedió Juven, salvo por un recordatorio de cómo la mataría que añadió después la De Conti mientras ella se acercaba a Silva.
—Id a prepararos —les ordenó la coronel al ver que se quedaban quietas justo detrás—. Hay mucho que hacer. De Nero.
—Coronel Amato.
—Déjate de gilipolleces —le espetó la mujer. Apretó los labios para controlar el gruñido que le salía del fondo del pecho y le hizo un gesto para que la siguiera—. Has venido a morir, ¿te das cuenta?
—He venido a intentar ayudar.
—¿Tienes un plan que no has compartido cuando tocaba?
—Necesito hablarlo con la Emperatriz.
—Cómo no… —replicó Silva. De pronto, el agotamiento se dejó ver en sus facciones y Titiana tuvo la impresión de que esa mujer era muy mayor, más de lo que había pensado jamás—. Puedo… entender lo que es querer a varias personas, Titiana. Y lo que es elegir el deber. ¿Sabes a lo que me refiero?
Silva despegó los labios, dispuesta a añadir algo más. Al final, transformó esas palabras en una sonrisa. Era de las primeras que le dedicaba con tanta sinceridad, al menos desde que se había vuelto a encontrar con ella de adulta. Las había visto de niña, con ese cariño que destilaba en la protección que ofrecía en sus consejos, o en los cuidados cuando le limpiaba la nariz.
—Habría vuelto igual —dijo bajo la sonrisa de Silva—. Por la guardia.
—Seguro. —Le dio una palmada en un brazo y se apartó—. Las profectas acaban de salir. Las hijas dejarán pasar a una sombra, se lo he pedido.
—Coronel.
Se cuadró delante de Silva con la rectitud que le habría gustado ver en todas sus formaciones. Solo consiguió que la coronel pusiera los ojos en blanco antes de echar a andar hacia el resto de las guardias que se preparaban para entrar en combate al lado de las hijas.
Titiana avanzó hacia la tienda de la Primera Dama sin dudarlo. La calma que había experimentado al encontrarla en el campamento seguía instalada al final del estómago, aunque no se ocupó de calmar el temblor de sus dedos en esa ocasión. Las Segundas Hijas que custodiaban los alrededores la miraron cuando se acercó. Runa estaba entre ellas, pero fue la primera en dar un paso hacia atrás cuando Titiana ancló bien los pies al suelo: no se movería de allí si no la dejaban pasar. No debían de tener mucho tiempo para esa clase de situaciones.
Además, Helda le había concedido en persona el derecho a estar allí.
Recordó la forma en que le había atado el lazo al dedo anular, como solo se hacía cuando se distinguía a alguien. Entre las guardias, era habitual que eso quedara para la coronel cuando nombraba a una comandante y la ligaba a ella como segunda al mano. Entre los aristócratas, esos gestos quedaban reducidos al hogar, donde las parejas marcaban la forma en que debían mostrar los lazos en público y se los arreglaban entre sí para ir a juego. Ninguna Emperatriz había hecho algo así antes.
Entró en la tienda mientras rozaba el lazo con los otros dedos, dándose valor: Helda no tenía por qué echarla de su lado después de aquello. Aunque estaba claro que tampoco la esperaba.
Después de todo lo que había hecho para llegar de nuevo al norte, el riesgo que había corrido al entrar en el campamento, y de verdad parecía sorprendida por esa última osadía. A Titiana se le escapó una carcajada.
—¿Para qué? No necesito que me expliques nada, Titiana. Ayuda a las guardias y será suficiente.
—Me pediste que fuera sincera, ¿no? Pues quiero serlo. Por favor —se adelantó a la queja. Sería comprensible que la echara, lo entendería; pero necesitaba intentarlo—. Por favor.
Helda estaba parada en medio de la tienda, con el amago de armadura que le habrían insistido en usar a medio poner, las piezas sin unir y tiradas por el suelo. Parecía igualmente lista para una batalla, para enfrentarse a quien fuera. Titiana decidió que sería a ella, el silencio le servía como concesión.
Dio un paso hacia adelante.
—No me acuerdo de verte.
—Lo sé. Los rebeldes también estaban seguros de eso.
Helda apartó la mirada.
—Ya.
—A Vita le habría dado igual que hubiera vuelto o no, lo sé. Pero no lo pensaba así antes. Creía que…
—Era mejor Emperatriz.
—Era la única Emperatriz —la corrigió con suavidad—. Sé que es mentira. Lo que hacías de forma cruel era para ser lo que se supone que es una buena Emperatriz. Lo entendí hace tiempo, Helda. Y soy sincera. Lo sabes que lo estoy siendo.
Helda mantuvo la expresión pétrea. Igualmente, Titiana siguió sintiendo la necesidad de hablar, y hablar y hablar y explicarlo todo. Las palabras le sabían extrañas contra el paladar.
—Por ella.
Había esperado que la Primera Dama asintiera a sus palabras, que le dijera que la perdonaba y lo entendía, que el espectáculo en el campamento no había sido para calmar los ánimos, sino totalmente real. Cuando negó para sí mientras daba otro paso hacia atrás, Titiana se dio cuenta de que había llegado hasta allí y no le quedaban fuerzas para más. El descanso del que le había hablado Cala era ese, porque no podía moverse, no podía pensar.
Miró hacia el suelo, incapaz de sostenerle la mirada a Helda si esta no la consideraba. Se lo tenía merecido, en el fondo. Días y días y días y noches y noches y noches de mentiras no podían reducirse a la nada, ni siquiera aunque le jurara que había existido un equivalente en verdades.
—¿Y qué debo hacer con eso, Titiana?
—¿Y qué debo hacer con eso, Titiana?
Esa vez la voz de Helda había temblado. Eso le concedió el valor suficiente como para recortar de nuevo la distancia entre las dos.
—Nada. O todo. Lo que tú quieras —le concedió. Extendió las manos que le había arreglado y luego hincó de nuevo una rodilla en el suelo—. Soy…
—Levántate, por favor.
La urgencia en su tono se tradujo también en premura por acercarse y ayudarla a erguirse. A Titiana no le pasó desapercibido el tacto de Helda sobre los trozos de piel que le quedaban desnudos, todavía sin recubrir con armadura.
—Tampoco es tan horrible.
—Sí lo es.
—Sí, es verdad, sí lo es —reconoció Titiana con una sonrisa. Atrapó la mano de Helda antes de que la retirara por completo—. No lo hiciste tú.
Helda entornó los ojos. Había un brillo extraño en ellos, que Titiana no había reconocido hasta entonces pero que llevaba acompañándolos desde su reencuentro: la oscuridad había desaparecido. Solo quedaba la mirada de Helda. Sin la intensidad que la perforaba y anclaba a la tierra, sin esa dureza que lo veía todo.
—¿Dónde…?
—Me ha permitido despedirme a solas —contestó Helda, a sabiendas de cuál era la suposición—. Dentro de poco lo tendrá todo, así que es mi último rato conmigo misma. También el único en mucho tiempo.
—¿Eso qué quiere decir?
Despacio, la Primera Dama retiró la mano del interior de la de ella, aunque no se alejó más.
—¿Eso qué quiere decir? —repitió, ronca.
—El mármol de Rotas…
—No quiero saber nada de ese mármol. ¡Solo es un mármol!
—Habla del futuro de las Primeras Damas, lo quieras o no. Y deja claro que habrá otra Primera Dama y después, nada.
—¿Y?
—Claro que no.
—Es ser justa, Titiana. Me lo pediste tú hace mucho tiempo y tenías razón.
—Es la única forma.
Titiana dio un paso hacia atrás al ritmo que chasqueaba la lengua. Su declaración no funcionaba así. Sus palabras no se acababan así. Pero fue Helda la que avanzó en esa ocasión y le atrapó las manos para que no las agitara, igual que alguien espantando un insecto que no le gustaba.
—Helda…
—Y creo que no es cierto. Porque ahora no está tocándome y sé que soy yo, sigo siendo yo. Es solo que no es definitivo.
Desesperada, buscó los retazos de esa conversación. Habían hablado muchas veces, de asuntos que ni entendía bien, que la aterraban, y no podía ubicar aquel en concreto. Las palabras de Helda rebotaban constantemente de todas formas: no era definitivo, no era definitivo.
Miró hacia la puerta. Las profectas tendrían que saber aquello e impedirlo. Se lo pediría a Quinta, a cambio de su otro ojo si era necesario. Giove estaba en lo cierto: no valía de mucho tuerta en combate, ya daría igual que estuviera ciega si a cambio conseguía aquello. Pero el sinsentido se cortó antes de que pudiera escalar: Helda le cogió la barbilla y le giró la cara de nuevo hacia ella.
—No hay…
Pero las manos de Helda le acariciaron las mejillas y la hicieron retirarse. Helda le sonrió, todavía lo bastante cerca como para notar el aliento contra ella.
—O podrías ayudarme a ponerme la armadura.
—No, porque…
—¡Hermanas!
—No… ¡Helda!
Las Segundas Hijas no tardaron en entrar en la tienda, preparadas para cualquier orden. Titiana sacudió la cabeza, con un paso al frente que Runa cortó de inmediato. Vio a Helda mantener la pequeña sonrisa en los labios, como si fuera su ofrenda de despedida.
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