Dos hijas para la muerte
Dieciocho
(Parte 1)
Desde el día de su consagración, cuando supo que el poder que le había tocado al ser la vena de la diosa de la Muerte y la Destrucción la convertiría en Primera Dama, Helda tenía la sensación de que todo acabaría resquebrajándose. Vivía con la certeza perenne de que estaba a punto de estallar y que sus manos serían las únicas capaces de unir las piezas, que usaría su sangre para mantenerlas pegadas si era necesario. Había resultado agotador, saber aquello y no dejarse llevar, intentar hacerlo bien y seguir los patrones que todos querían.
Ahora que todo había estallado al fin, notaba una paz extraña dentro. Una calma que la recorría desde la punta de los dedos hasta la nuca. Había llorado, porque hasta ahí había seguido su camino, y después se había repuesto, recogido todo lo que le pertenecía y erguido: había hecho todo lo mejor posible, a veces lo mejor posible no era suficiente.
Miraba a Titiana y era en lo que pensaba mientras todas las demás hablaban a su alrededor. La había mantenido lejos de su cabeza, con el fin de centrarse en esa guerra y detenerla; pero ni la guerra se había detenido ni Titiana la había abandonado. Resultaba cruel; añadía todavía más valor a esa paz en su pecho.
La guardia tenía el aspecto de alguien que se había arrastrado por el fango, el agotamiento que veía en todas las que la seguían, pero recrudecido. Las vendas que cubrían la mitad de su rostro al menos estaban limpias, aunque a Helda le removían las tripas con la misma severidad que de haber estado llenas de sangre: eso era por ella. Por ella y por Vita. Helda notó la pena por debajo de la calma, astillándola. No era importante lo que sintiera por una guardia, pero si iban a morir, quizá podía permitirse ese egoísmo en concreto.
—No vi la traición —dijo, casi como si fuera una disculpa—. Lo dije desde el principio.
—Eso no importa.
La profecta amagó con una sonrisa. Hacía tiempo que no se refugiaba en sus conversaciones con la Fortuna y resultaba extraño tenerla tan presente. Helda supuso que la Fortuna no podía consolarla en ese momento, pero a ellas seguía teniéndolas. Cubrió con una mano la de Maira y se concentró en la rugosidad de la piel, en el contacto entre la palma y los nudillos. Pensó que Maira se equivocaba, ella se equivocaba también.
Miró hacia Titiana una última vez. Giove De Conti le había pegado un empujón nada más verla y Giune De Conti había tenido que impedir que no se convirtiera en una pelea en el suelo después. Las dos discutían con la mediación de Juven De Juno, que parecía también contrariada por verla: no se enfadaban por la traición, se enfadaban porque no se hubiera puesto a salvo. Quizá Helda también, porque había perdido una oportunidad muy valiosa. Era lo único decente que había hecho Quinta al respecto.
Cogió aire y retiró la mirada despacio. Con un carraspeo, se puso en pie.
—Nadie ha propuesto una salida —expuso, sin esperar a que todas adoptaran unas poses más dignas. Paseó la vista por las presentes sin centrarse en nadie en concreto—. Estamos atrapadas en este punto, creo que es un buen momento para asumirlo.
—Sí. De esa manera podremos trabajar mejor para que no se convierta también en la muerte del Imperio. —Hizo una pausa—. ¿Alguna reclamación sobre este punto? ¿General? Esta es la ocasión que le proporciono para salir de este círculo y de este campamento con todos los soldados —le aclaró, paciente—. Sin represalias de ningún tipo. Los dos sabemos que sus soldados han empezado a desertar, así que al menos les podemos ofrecer una pizca de honor retirándose con este beneplácito, ¿no le parece?
—Emperatriz…
—Seamos prácticos: no son mejores que mis Segundas Hijas y para los colosos o los urcanos que osen atravesar la barrera que la Vida ha impuesto, tengo a las guardias. —Una nueva pausa que nadie aprovechó para decir que serían unos números desequilibrados, ni siquiera el general—. Algunos querrán arrodillarse ante otra Emperatriz, lo que dificulta todo todavía más. Es mejor que los saque de aquí con este permiso y los lleve a algún punto donde defiendan mejor al Imperio, en caso de que no podamos contenerlo todo en la frontera.
El hombre dudó. A su lado, Silva parecía tan orgullosa de sí misma, tan noble y leal, que resultaba intimidante. Aceptar la oferta era sentenciar al ejército con todos sus oficiales a un segundo plano para siempre, tal y como habían querido siempre las guardias; el general sería una vergüenza histórica. No hacerlo, por otro lado, condenaría a los soldados que quedaban a la muerte o a ser repudiados si se marchaban.
Helda esperó en silencio a que el general se rindiera a lo evidente: no podía hacer ese sacrificio, no podía cargar con todo eso en su conciencia. Al menos no cuando había dioses de por medio. El general hizo una reverencia, a punto de hincar las rodillas en el suelo, y luego se cuadró delante de ella.
—Los llevaré a la siguiente ciudad. Quizá podamos defendernos allí… si la invasión prosigue.
—Proteja a la gente, general —le concedió Helda. Hizo un gesto con la mano para marcar su bendición—. Puede irse.
A pesar de la rivalidad entre ambos y la victoria que acababa de concederles a las guardias, Silva le puso una mano en el hombro al general antes de que se marchara. El abrazo fue rápido e incómodo, pero hizo que el hombre temblara un momento antes de separarse. La tienda no pareció más vacía cuando se marchó, aunque Helda se sintió más ligera.
Miró a Silva entonces, pero la coronel se cuadró de inmediato.
—Mis guardias se quedan donde están —decidió. Alzó las cejas antes de que Helda pudiera protestar—. Está hablado.
—De acuerdo —aceptó, sin más discusión. Era imposible movilizar a las guardias sin Silva, y todas habían demostrado que o bien no entendían de dioses, o bien habían asumido que lidiarían con ellos mientras Helda fuera Emperatriz—. Tú… —Se volvió hacia la rebelde.
—Cala.
—Los rebeldes también deberíais marcharos. Sabemos dónde metisteis a los niños del templo, no tenemos más deudas.
Helda levantó una mano para acallar las protestas de Dacia. Tenía toda la razón.
—Los rebeldes ayudarán. Somos pocos aquí, pero… podremos hacer algo —expuso Cala—. Además, ya saben que podían irse y tuvieron su oportunidad. Nosotros estamos aquí por el Imperio, y el Imperio está pendiendo de un hilo.
—Bien… ¿Y todos saben que van a enfrentarse a la que creen que es su Emperatriz legítima?
—Sí… —La duda hizo que Cala se removiera—. Más o menos. Porque no es ella de verdad, ¿no?
Por lo menos mientras la Vida se conformara con la negociación que habían hecho. La diosa obtendría el enfrentamiento que deseaba, Vita obtendría la vuelta al trono, solo que el Imperio estaría convertido en una ruina y el mundo en otra.
—Quedaos lo más lejos posible —determinó—. Marchaos si podéis cuando podáis, así al menos alertaréis a la gente, ¿no? Tenéis efectivos en todas partes, o eso habéis dicho.
—Lo haremos —concedió Cala sin dudar. Tenía la ferocidad de alguien que llevaba una vida preparándose para esa batalla, incluso cuando no era de la forma que había esperado—. Iré a decírselo.
Algunas guardias se habían empeñado en mantener a los rebeldes aislados. Eran pocos, estaban famélicos, y su capacidad de acción parecía diminuta, pero aun así era buena idea que Cala los calmara con aquella resolución. Y que alguien les diera de comer en condiciones. Se lo dijo también a la líder rebelde, que sonrió al escuchar lo mucho que se parecía a una orden.
Eso la dejó delante de un público que era más asequible. Las sombras con su coronel y las profectas. Una barrera de seis personas. Se alegró de haber mantenido la firmeza suficiente como para sacar al coro de ese debate; no quería oyentes ni visionarias de los dioses cerca. El problema siempre habían sido ellos, que aquel mundo no era suyo y querían tomarlo igual.
—Birca se cansará dentro de poco de esperar —expuso. Vio que la coronel se estremecía ante el uso del nombre de la Vida, pero parecía justo utilizarlo. No había más poder que conceder—. Mandará a los dioses que tenga cerca a atacar, en un ultimátum. Las Segundas Hijas y las guardias deberían ocuparse de ellos antes de que ocurra y se generen más destrozos lejos de aquí.
Nadie contestó. Era una táctica tanto asequible como lógica: no permitir que la guerra divina siguiera alterando al menos el interior de Numia, concentrar los destrozos en ese punto. Seguía sin resolver lo que de verdad importaba.
—Kathas me ha permitido decidir mis últimas conversaciones —expuso, con la boca seca de pronto—. Es una cuestión de tiempo para ella…, ya no tiene que esperar mucho más.
—Helda… —murmuró Quinta.
Negó. La expresión de la profecta le hizo cerrar los labios antes de seguir hablando. Las últimas conversaciones, acababa de decir.
Se volvió hacia Silva.
—Ve con las Segundas Hijas, coronel. Lleva a las comandantes y todas las guardias, que se preparen todas juntas —le pidió—. No queda mucho.
—Sí, mi Emperatriz.
—Y lleva contigo a las sombras. No pueden protegerme donde voy.
De pronto, sí que se notaba vacía. Inmensa. Era absurdo que le hubieran concedido aquel espacio en medio de una guerra. Los emperadores nunca habían sabido cuál era su lugar de verdad en el devenir del mundo. Ella sí. Creía que sí.
El Imperio siempre había sido lo más grande. Más que los dioses. Más que ella. Se había regido desde el principio por eso, y lo haría al final.
—Helda… —volvió a repetir Quinta.
—Os quiero de verdad —añadió mirando a las otras dos—. Sois las hermanas que tengo.
—Helda, no —le pidió Dacia.
—Algún día tenía que ser. La Fortuna siempre tiene más ventajas que la Muerte, o eso creo. —La broma le quedó tibia y solo consiguió que las profectas aumentaran su seriedad. Se encogió de hombros, la ligereza tampoco casaba bien en ese momento, pero debía intentarlo—. Si lo vemos por el lado bueno, puedo hacer que el mármol de Rotas tenga razón: una Primera Dama más y se acabó.
—¿Eso qué significa? —preguntó Maira.
—¿Cómo?
Le había costado encontrar una forma, había tenido que leerse todos los libros de Rotas, todos los archivos que estaban escondidos y todos los documentos podridos, e incluso así había tenido que hablar sobre quiénes eran, lo que se esperaba de ellas. La resignación a un final. Había tenido que llegar hasta Titiana.
Se levantó una vez más de la silla. No había entrenado con las hermanas o algunas del coro para fortalecer su cuerpo y resistir en combate, como un soldado; se arrepentía en ese momento. A lo mejor habría parecido más impresionante si tuviera las piernas fuertes y unos brazos mejores, si tuviera sentido que llevara una espada en el costado y pudiera blandirla. A lo mejor no se sentiría tan frágil y tan ridícula. O encontraría una forma de pensar en que le hacía falta una corona y un vestido mejor, o un montón de anillos, o los pies pintados de rojo.
Eso último, de todas formas, sí pensaba concedérselo al mundo.
—¿Podemos tomar un último té? —preguntó. Dacia chasqueó la lengua—. Es lo que quiero, de verdad.
—¿Quieres que nos sentemos todas juntas a beber en porcelana antes de que vayas a matarte contra tu gemela malvada? —escupió Quinta.
—Exactamente eso es lo que quiero, sí.
—Que te den —contestó Quinta. Apretó los labios y sacudió la cabeza—. Eh, Maira, elige tú. Eres la que mejor gusto tiene para esto.
—¡Por fin lo reconoces!
—Me ocupo de las tazas —musitó Dacia.
Helda se rio entre dientes. Las miró dirigirse a un extremo diferente de la tienda para cumplir con el capricho, como si simplemente fueran a comentar las tareas pendientes para el próximo día. Quinta apretó los dedos que seguía teniendo entre los suyos y tiró con suavidad para acercarla hacia sí. El abrazo se enredó entre las dos.
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