Dos hijas para la muerte
Diecisiete
(Parte 2)
La naturaleza que había crecido descontrolada en la ruta que ella había usado para llegar a la base parecía tranquila en ese lugar. Sin embargo, desde la altura en la que se encontraba podía verse el eje de todo aquel caos: una zona verde inmensa donde los árboles caían y se alzaban sin control. Resultaba extraño mirarlo, no parecía real de verdad. Igual que el día en que había visto el agua de una cascada subir la pendiente en vez de bajarla.
—¿Cuál es tu plan para que no nos maten una vez que atravesemos las primeras filas? —preguntó Luna. Se rascaba la barbilla mientras observaba el campamento, la tenía roja como la grana—. Los soldados serán fáciles: una distracción, que crean que ese desastre se acerca y listo… Aunque corremos el riesgo de que todo el campamento se mueva.
—Las Segundas Hijas harán de barrera.
—Sí, claro. Me refería a que los soldados saldrán por patas. —Señaló a un grupo bastante grande que cuchicheaba en una esquina—. No esperarás que se queden más tiempo.
Luna estaba enfocándolo mal. El problema no era que los soldados se fueran: era adónde irían. A abrazar a Vita era una posibilidad, ya que no parecía probable que la asociaran con lo que ocurría. Vita era inteligente, eso por descontado; jamás permitiría que los numiaros supieran que se había consagrado. Por su parte, Helda quería demasiado a las Segundas Hijas y sus costumbres como para desvelar ese secreto.
—Cala —llamó uno de los rebeldes, acercándose reptando hacia donde estaban—. Tenemos noticias de la otra base.
—Voy ahora. —Le hizo un gesto al chico para que se alejara y luego se volvió hacia ella—. Encuentra una forma en la que nuestro cuello no acabe rajado. O algo peor.
La mujer hizo una mueca.
—¿Cómo pensabas que me llamaba?
Se encogió de hombros, ya que Luna, o más bien Cala, tampoco esperaba una respuesta. Se quedó a solas entre las ramas de los arbustos, oteando hacia el valle en busca de algún punto de entrada. De fondo, solo podía escuchar los crujidos del bosque, que ni siquiera llegaban hasta allí. Se le habían metido en la cabeza, ya sabía que nunca la dejarían volver a dormir.
Decidió que lo más seguro sería acechar por el grupo de soldados más dispuestos a la retirada. Era también el que se encontraba más lejos de los grupos de hijas y guardias, por lo que podrían garantizar cierta entrada. Con un poco de suerte, tomarían una de las tiendas principales sin sobresaltos y desde ahí enviaría un mensaje. Luego, las Segundas Hijas la matarían sin contemplaciones, porque tenían más que atender.
Así que no. Entrarían por allí y se dirigirían a la zona de los caballos. Eso los ocultaría menos, pero los dejaría más cerca de la tienda principal; entonces solo tendría que entrar y hablar con Helda. Siempre que estuviera Helda, y no alguna otra defensa que la ensartara.
Plan desechado. La mejor opción entonces sería ir hasta las guardias. Entrarían en una de sus tiendas, tomarían a las que estuvieran dentro de rehenes por sorpresa, y haría llamar a Juven y Giove. Les debía la vida y no podía acumular más deudas, pero le perdonarían aquella: con ellas de su lado y quizá Silva, sería más sencillo llegar. Salvo por el detalle de que Silva le había dicho que no habría más concesiones, así que le cortaría la garganta.
No, no podría hacerlo. Respiró hondo y luchó por no rascarse las vendas de la cara. Una de las rebeldes se las había cambiado y limpiado con un montón de advertencias sobre lo terrible que sería todo, el milagro de los dioses que suponía que siguiera con vida y la forma en que le cortaría los dedos como la viera tocándose la zona. A Titiana le habían quedado ganas de responderle, pero todavía más dudas: quizá Quinta había hecho algo de verdad con su ojo, solo que en vez de usarlo para ver dónde estaba había sido para alargar el sufrimiento.
—¿Algo? —preguntó Cala de vuelta.
—No. Solo estoy empezando a sonar absurda en mi cabeza…
—Pues como siempre en voz alta —replicó la mujer. Se tendió en el suelo. Su expresión había abandonado la calma—. Tenemos un problema, así que esto hay que hacerlo más rápido.
—¿Qué clase de problema?
—Del tipo en que los colosos parece que se van a poner en marcha y este es el punto ideal para una refriega en la que no tenemos mucho interés por estar. —Cala apretó los labios—. No me mires así: no pienso hacer que los rebeldes se mueran aquí. ¿Cuál es el plan? Dime uno y lo haré realidad.
Titiana se tragó todas las quejas sobre lo que implicaría una huida en ese momento. También se tragó la verdad: los colosos arrasarían a los rebeldes, quizá el Imperio los necesitara más adelante. Respiró hondo y señaló con un gesto vago el camino a seguir.
—Hay que llegar a esas tiendas: son de las guardias. Las dos sombras que estaban conmigo me ayudarán —aseguró.
—¿Y Silva Amato?
—Puede que Silva no lo haga. Pero sé que las otras sí.
—¿Y las profectas? ¿Qué pasará cuando lleguemos a la Primera Dama y estén ellas?
—Espero que no estén.
—Exactamente eso.
—Brillante.
Cala dio una palmada ligera y se deslizó hacia atrás para salir de los arbustos. Tras un último vistazo al campamento, Titiana la siguió. Procuró caminar encorvada mientras la otra ya lo hacía tan erguida como tenía por costumbre. El líder rebelde de ese grupo había muerto en la base de un modo grotesco, así que Cala era la persona que habían designado al mando a pesar de sus protestas. Aunque no lo quisiera, era fácil seguirla cuando daba órdenes, la forma en que pasaba desapercibida generaba confianza y tenía un timbre de voz que llegaba a todas partes.
—¿Saldrá bien? —le preguntó Titiana mientras se acercaban al grupo, que estaba preparando las armas igual que si fueran a un asalto.
Hubo asentimientos generalizados. Los más jóvenes del grupo se ocuparon de repartir las armas y asegurarse de que las protecciones estaban bien puestas; era la forma en que los obligaban a templar los nervios, con una ocupación simple. A Titiana le recordó a Eos, que siempre la enviaba a ella con la excusa de que sabría hacerlo mejor. Había estado en muy pocos asaltos, era absurdo que lo extrañara.
Pero también extrañaba beber al lado de las sombras y, sobre todo, charlar al lado de Helda en un balcón. No se había parado a pensar en que ya había perdido eso; debía mantenerse firme, atenta al objetivo. Por el honor, por el deber.
Cala le dio un codazo.
—Una noche desde que… fue todo. Nada más, y no sé cuándo ocurrió.
—Pues hagamos esto para que puedas descansar un poco, ¿eh?
—¿Y al resto no les das un discurso?
—Ya me conocen. —Ofreció una sonrisa llena de dientes—. Es mejor que no lo haga.
Se imaginó a Cala diciendo que todos morirían pronto, que era una mera cuestión de tiempo. Aunque mirando hacia la naturaleza desbocada que había cerca, parecía que la frase quedaría un tanto deshecha. De todas formas, era cierto que parecía mejor que no ofreciera ningún discurso si esa era la opción.
Titiana se ajustó bien las armas que le quedaban. Necesitaría mucha ayuda si quería vencer a una guardia en un combate, más que los cuchillos que llevaba escondidos en los pliegues. Cala le dio una palmada en el brazo a modo de consuelo: la había vencido a ella. No resultaba un gran consuelo, pero era mejor que nada. Asintió con solemnidad en lo que la mujer trazaba en voz alta los pasos a seguir del plan y distribuía los grupos.
Los rebeldes habían surgido principalmente de una rama descontenta del ejército tras la abdicación de Vita, aunque se habían llenado con rapidez de civiles, desde campesinos hasta ciudadanos que jamás habían tenido un arma en la mano. La mayoría realizaban pequeñas labores de espionaje, otros se ocupaban de ofrecer refugio, y solo unos pocos abandonaban sus hogares para moverse por el mundo. Esos eran los mejores preparados para asaltos: soldados, aprendices, hijos de unos o de otros. Titiana siempre había pensado que se las apañaban muy bien, e hizo un esfuerzo en seguirlo pensando.
Descendieron hacia la zona donde se encontraban los soldados que cuchicheaban. El ruido llegó poco después, en pequeñas oleadas que imitaban con bastante precisión el horror de la diosa de la Vida. El tumulto no tardó en extenderse por el campamento. Las órdenes llegaron de forma concisa, la formación se realizó como si estuviera atacando cualquier otro enemigo. Pero los soldados que habían estado alejados, una vez agrupados, no siguieron a los demás y corrieron hacia una ruta que ya tendrían analizada.
Eso generó cierto caos entre el resto. Uno de los capitanes envió un pequeño destacamento para buscarlos, mientras se esforzaba por controlar a los que quedaban y mantenerlos con las órdenes más férreas. Se alejaron lo suficiente del campamento, entre gritos y mandatos como para permitir que ellos se internaran.
El sol todavía no había terminado de caer, pero habían coincidido en que la noche podría resultar incluso más peligrosa si los nervios estaban a flor de piel: si los identificaban como personas en vez de la furia de la naturaleza quizá no los matarían de inmediato. Titiana señaló a una de las tiendas tras las que refugiarse, mientras que los rebeldes que habían quedado atrás pasaban a la siguiente parte del plan.
Con una especie de silbido corto, Cala la llamó para que siguiera el plan trazado. La tienda de la que había visto salir a las sombras estaba cerca, apenas una carrera breve. Los otros tres rebeldes ya habrían llegado a los caballos para soltarlos y generar más caos entre las filas, y los dos que iban a la cabeza estarían asentados en la tienda que estaba vacía a modo de arsenal, pero muy cerca del objetivo, por si era precisa su intervención. Eso las dejaba a las dos.
Asintió y corrió el último tramo. Cala cortó sin compasión una de las paredes de la tienda y se deslizó al interior, Titiana la siguió con una mano a la espada y la otra en la daga, dispuesta a sacar la que fuera necesaria. Pero la rebelde ya se había ocupado: las espías debían ser las más rápidas cuando entraban en algún lugar y, sobre todo, intentar la jugada más inteligente. En otra ocasión, Titiana la habría alabado; en esa no pudo evitar que se le encogiera el corazón por un instante al ver el cuchillo contra el cuello de Silva.
—No vamos a hacerle daño a nadie —dijo Titiana. Esperaba que Cala hubiera dejado claro ese punto, aunque tal vez se había limitado a colocar el cuchillo en el cuello más adecuado y mandar callar a la otra parte—. Solo queremos hablar.
—Sí. Por eso estamos aquí.
Quinta soltó una carcajada que la hizo tensarse. Había mandado matar a Eos, la habría mandado matar a ella. Le había arrancado el ojo. Nunca le había mentido con respecto a quién era o lo que haría, pero aun así Titiana consideraba el derecho a sentirse traicionada: también habían hablado y bromeado y compartido comida y bebida.
Con esfuerzo, levantó las manos para señalar que no pensaba tocar las armas. Cala no hizo lo mismo, lo que llevó a Silva a removerse con incomodidad, el cuello bien estirado para no tocar el filo.
—Entendéis que ella es lo único que nos separa de la destrucción absoluta, ¿verdad? —preguntó Quinta.
—Me pregunto por qué.
—Liberé a Eos para que los convenciera de devolver a Vita —soltó. Quinta arqueó una ceja y Silva siguió en silencio—. La vi y…
—¿La viste? —Cala bajó el cuchillo un instante—. ¿Sabías dónde estaba?
Habían hablado lo suficiente desde su encuentro como para aclarar algunos puntos, pero Titiana había eludido aquel con toda la habilidad posible. No era necesario tampoco tocarlo, si no cambiaba lo que estaba ocurriendo realmente. Claro que no había pensado tampoco en descubrirlo así, en parte porque ni Silva ni Quinta lo sabían, y se sentía cansada cada vez que lo pensaba. Como si de pronto la tierra hubiera dado un salto y estuviera en el cielo.
Las miró por turnos. El cuchillo de Cala cerca de Silva, Silva mirándola de reojo para no moverse, Quinta desde luego con facilidad para hacerlo. Era cierto que no tenían tiempo para nada de eso.
Esperó a que alguna de las otras tres mujeres dijera algo. No era el discurso de justificación más adecuado que podría dar, pero no creía que ninguno fuera a servir realmente. ¿Hablar de lo enamorada que había estado desde niña de una persona que era magnífica? ¿Contarles lo mucho que quería ser útil para el Imperio, cumplir con honor un plan? ¿Explicar cómo todo podía cambiar si se tenían todas las perspectivas, si concedía espacios? ¿Intentar entender primero cómo los sentimientos cambiaban, lo que ocupaban, lo que le hacían, y luego darle forma en una frase? Ridículo. Necesario.
Abrió y cerró las manos, sin nada a lo que aferrarse.
—Solo quiero hablar con Helda, Quinta —completó—. Solo quiero explicárselo a ella.
—Queremos ayudar.
—Debería…
—Ya lo sé —se adelantó a la amenaza. No creía que fuera una buena idea que Cala la escuchara, cuando estaba tan callada—. Pero no has hecho nada ni has avisado a nadie, y creo que es porque sabes que no tienes opciones y quieres ayudar a Helda con todo lo que se pueda.
»La diosa de la Vida está dentro de Vita Rosa, ¿verdad?
—No, no le importa —afirmó Titiana.
—Pues a nuestra Primera Dama le importa, así que estamos aquí, a punto de ver cómo todo se desmorona. —La profecta hizo un gesto—. ¿Y qué proponéis? Porque tienes razón con que te podría haber matado ya y no lo he hecho. Pero o me dais algo, o lo haré solo por librarme de una pérdida de tiempo.
Cala se movió hacia un lado, lo que dejó a Silva con espacio por fin para moverse y lo desaprovechó. Las dos mujeres se enfrentaron por un breve segundo, ya que la rebelde enseguida dejó caer el cuchillo al suelo.
Titiana se vio tentada a darle un apretón en el hombro, conmovida por unas palabras tan sencillas pero certeras. La carcajada de Quinta la obligó a detener la mano a la mitad de camino.
—Estupendo. ¿Y en qué cambia eso nuestra situación?
Antes de que Quinta volviera a reírse, Silva se volvió hacia la profecta y se acercó para hablarle al oído. La profecta tensó los labios ante las palabras. Cuando Silva se retiró, se puso en pie y descubrió una pequeña cojera que la hacía renquear hacia la derecha. La lesión estaría oculta, pero quedaba claro que el ataque de la diosa de la Vida había sido eficaz.
Si incluso la Fortuna se veía afectada, Quinta estaba en lo cierto al preguntar qué podrían ofrecer. Al menos parecía evidente que no perderían más: los rebeldes ya no eran ni un problema ni un obstáculo ni una amenaza real. Cala también se habría dado cuenta, por eso había soltado el cuchillo.
—No puedes…
—¿No puedo? —la interrumpió. Arqueó las cejas—. Oh, sí que puedo, pero me haría perder un tiempo que no tengo ahora mismo. Así que largaos.
Silva negó con la cabeza para darle a entender que era la mejor oferta que le iba a conseguir. Por si fuera poco, Quinta demostró que no pensaba concederles más atención dándose la vuelta para salir de la tienda. Titiana no se lo pensó dos veces y esquivó el agarre de Cala para seguirla. Salir de la tienda y quedar al descubierto era absurdo, lo sabía: podían matarla de siete maneras diferentes; podían torturarla de veinte. Pero Quinta tenía razón: no tenían tiempo para eso.
La profecta se giró para mirarla como si le costara entender que de verdad había sido tan osada. O tan estúpida. Parecía que incluso a su alrededor el caos del campamento se había detenido. Titiana no le prestó atención.
—Déjame ayudar —pidió, en voz alta y grave.
—¿Cómo…?
Quinta levantó una mano: podría ser para pedir refuerzos o para frenarlos, porque ella se ocupaba. Aun así, Titiana dio un paso hacia adelante. Tenía el corazón más tranquilo de lo que lo había sentido nunca y logró hinchar bien el pecho.
—Déjame ayudar.
—Eres…
—Quinta.
Y eso tampoco lo hacía.
Quinta inclinó la cabeza y se echó hacia atrás en demostración de que cumplía con órdenes cuando eran tan claras. O cuando había tantas miradas pendientes de lo que pasaba. Titiana también fue de repente consciente de ellas. Sin embargo, solo les permitió un par de respiraciones ese privilegio, porque después todo se redujo de forma inevitable a Helda.
Por fin lo tenía claro. El miedo y las dudas y la angustia, y esa carrera demencial hacia el norte en su búsqueda.
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