Dos hijas para la muerte
Diecisiete
(Parte 1)
Cuando se despertó, la tierra estaba temblando y la cuenca del ojo vacío le ardía. Mareada, se aferró al tronco de un árbol cercano para ponerse en pie. No era la primera vez que se despertaba con la sensación de que todo se derrumbaba, pero en esa ocasión parecía de verdad. Un montón de graznidos la hicieron echar un vistazo al cielo: había bandadas de pájaros huyendo.
El caballo relinchó. Seguía atado a un árbol cercano, así que Titiana se vio con el suficiente valor como para acercarse. Le pasó un brazo por el cuello en actitud tranquilizadora.
—Ya está —susurró. Los pájaros seguían aleteando por el cielo, alejándose de algún punto indeterminado del norte. Al poco tiempo, oyó más ruidos desde el interior del bosque—. Ya está, chico, ya está. Venga…
Le dio un par de palmadas más y fue a desatarlo del árbol sin perder de vista el lugar del que llegaba el ruido. Poco a poco, fue subiendo de intensidad, igual que una marea que no dejaba de crecer. Titiana se subió a la grupa del caballo y se inclinó hacia adelante, sin dejar de acariciarle el cuello ni susurrar.
Los primeros animales comenzaron a salir de entre los árboles. Ardillas y tejones, zorros y corzos, lobos y perros salvajes.
Dirigió el caballo hacia un lado, pero no parecía suficiente. Quería huir igual que el resto.
—Venga, chico —le pidió. Un grupo de ciervos corrió por su lado, saltando sobre otros animales más pequeños—. Tranquilo, tranquilo…
Un nuevo crujido, idéntico al que se había colado en sus sueños, se precipitó sobre ellos. Era un ruido tan intenso que desconcertó a los animales un momento, incapaces de distinguir dónde estaba el peligro. Cuando se detuvo, siguieron con su huida con energía renovada hasta que se perdieron al otro lado del camino.
Titiana soltó el cuello del caballo al ver al último zorro abandonar el sendero que atravesaba el bosque y se enderezó lo mejor que pudo. El caballo continuaba inquieto y tuvo que esperar hasta conseguir que se moviera. No quería avanzar hacia el lugar que todos los demás habían dejado, pero al poco tiempo pareció más confiado.
No había nada aparentemente extraño en el bosque, salvo quizá la quietud. La brisa agitaba las hojas de los árboles, lo que sacaba un murmullo amable al que no se le unían tantos pájaros como de costumbre. Sin embargo, después de avanzar un rato, llegaron los primeros piares, tímidos, casi en búsqueda de una respuesta. Titiana se llevó igual la mano a las armas que conservaba y abrió mejor el ojo.
De un modo retorcido, a Titiana le había hecho gracia. Solo se había mirado en el reflejo del río, pero suponía que con la venda en la cara y el traje de combate parecía más mercenaria que soldado, desde luego nadie habría apostado a que era una guardia. Juven le había aconsejado dejar todos los distintivos antes de separarse: la tomarían por una ladrona o, peor todavía, una asaltadora de cadáveres. Giove le había dicho que tampoco debía preocuparse, porque con ese aspecto solo podría ser de la peor calaña y todo el mundo la dejaría tranquila.
—Venga —le pidió al caballo. Clavó los talones en la grupa y lo obligó a acelerar el paso—. Tenemos que llegar.
Juven le había pedido que buscara refugio lejos, quizá con su madre. Al darse cuenta de que eso era un imposible, Giove le había dado unos cuantos consejos sobre los caminos del norte: se había memorizado los mapas, en su afán por tenerlo todo bajo control. Tenía unas cuantas ideas de dónde podrían ir los rebeldes, si era cierto lo que ella les había contado sobre que querrían acercarse a los colosos, lo cual había puesto en duda. Titiana de verdad esperaba haberse equivocado.
—Solo un poco más, chico —le pidió.
Escucharse hablar templaba los nervios. Quinta se había llevado un ojo, no la lengua. No la había convertido en uno de los miembros funestos del coro. Además, le quedaba otro ojo; sería suficiente. Cuando la encontrara se reiría en su cara mientras se lo decía. La imagen le resultaba reconfortante; al menos había dejado de llorar.
Puso al caballo al galope en cuanto abandonaron ese tramo de bosque y visualizó las banderas de Numia ondeando, las canciones y los poetas que perseguían buenas historias; se imaginó las guardias en formación y el ejército por detrás, el centro de todo aquello, el brillo del sol…
Que allí estaba tapado por unos árboles tan inmensos que Titiana nunca había visto nada parecido. Clavó las espuelas en la grupa del caballo, que de todas formas había amagado con frenar por su cuenta al verse ante un imposible. Las copas de los árboles se extendían metros y metros por encima de ella, parecían tocar el cielo, y lo peor era que seguían creciendo. Las ramas se enredaban unas con otras, las hojas caían y volvían a crecer, la hierba tocaba los troncos, se hundía bajo el peso de las hojas, seguía abriéndose paso.
Intentó obligar al caballo a dar un rodeo. Quería llegar a una de las bases rebeldes que conocía, cerca de la frontera, pero el corcel se negaba a avanzar más. Los chantajes en forma de caricia o de azúcar ya no surtían efecto. Ella no era la única a la que le resultaba difícil encajar lo que veía, solo que el animal quería marcharse a toda costa.
Al final, Titiana descabalgó. Apenas un instante después de que soltara las riendas, el caballo salió corriendo hacia el sendero que habían dejado atrás. Cuando lo perdió de vista y se giró de nuevo hacia la otra parte del bosque, tuvo la sensación de que los árboles habían crecido todavía más: algunas ramas estaban cediendo por el peso y caían, del interior del bosque se escuchaban sus chasquidos. Aunque lo peor era que la hierba también estaba comenzando a crecer más allá del linde.
Dio unos pasos hacia atrás mientras calculaba el recorrido que seguía aquel fenómeno. Tras un rato llegó a la conclusión de que no existía realmente: la naturaleza avanzaba sin control. Procuró no apartar la vista igualmente de los puntos que parecían crecer fuera del bosque mientras caminaba en paralelo.
Dedujo que internarse en el bosque sería imposible. Las ramas le caerían encima, los troncos le cortarían el camino, la hierba se la tragaría. Se le secó la boca al pensarlo. La imagen de Eos con la rama saliendo de su boca no la dejaba descansar, a juego con aquella en la que la tierra se lo tragaba. Estaba claro que ese crecimiento y lo del rebelde no tenía nada que ver con las personas, era un asunto de dioses.
Apresuró el paso todo lo que pudo. Todavía estaba débil por la pérdida de sangre y la infección que había sorteado a duras penas, pero al menos ya no le temblaban las rodillas como los primeros días. Llegó al otro extremo del claro sin perder el aliento, aunque notaba un cosquilleo desagradable en la cara. Quería rascarse las costras, arrancar el sudor a golpes.
Un estruendo especialmente fuerte hizo que nuevas bandadas de pájaros salieran volando del bosque. Titiana observó a los ejemplares, a la espera de verlos tan inmensos como los árboles, pero tan solo parecían viejos.
—Venga, chica —se animó.
Otro ruido nuevo la obligó a seguir al trote.
Solo había ido en una ocasión hasta ese enclave rebelde. Los líderes preferían que solo ellos supieran dónde estaban todas las ubicaciones, y algunos de ellos no las conocían todas, por si eran capturados, pero Eos le había dejado acompañarla a la gran mayoría. Iba a ser uno de los efectivos más valiosos, merecía la pena que estuviera enterada por si acaso tenía que solicitar un ataque de improviso. La idea de pronto le resultaba graciosa: su gran intervención había servido para secuestrar unos críos y hacer que mataran a alguien. Se preparó para las represalias mientras le ardían los pulmones del esfuerzo. Había pensado un gran discurso, incluso aunque estos se le dieran fatal.
Tendría que valer.
Se detuvo al llegar a lo que debería ser el otro linde del bosque. Se le nublaba un poco la vista, pero aun así estaba convencida de que estaba viendo bien: nuevos árboles crecían sin control para acaparar el terreno y habían invadido la base que estaba buscando. La vieja casa, que antes ya había estado en ruinas, se deshacía entre los troncos de los árboles; las ramas entraban por las ventanas, el techo se había hundido por el peso de una de ellas y las enredaderas se comían los muros. Aunque lo peor era ver los restos desperdigados entre la hierba, cada vez más escondidos: armas viejas, mantas, utensilios de cocina.
Dio un paso hacia allí, dubitativa. Había un murmullo de fondo, una especie de gemido que a duras penas lograba vencer el zumbido general del bosque al crecer. Se le encogió el corazón y el estómago le dio un vuelco. Alguien se había quedado atrapado. Igual que Eos en las ramas de Runa, igual que Eos en la tierra. No habría nada que hacer.
Un crujido a su espalda la hizo girarse con rapidez. Si el bosque estaba rodeándola, necesitaba huir. Pero se trataba de alguien igual que peligroso que el bosque, por lo que no dudó en desenvainar la espada. La risa de Giove cuando le había dicho que seguía siendo hábil le taladró la cabeza un instante mientras Luna arqueaba las cejas: «Tú no dejes que el nuevo cálculo de distancias te mate rápido, De Nero; me lo debes», le había pedido su compañera.
A lo mejor no estaba lista para una pelea, pero no creía que tuviera posibilidad de elección.
Separó las piernas para ganar estabilidad. Había visto a Luna moverse, su agilidad era innegable, por lo que ser más grande y pesada podría ser un factor en contra. Titiana calculó el primer movimiento de la rebelde, y casi sintió el filo en las tripas. Se adelantó a la jugada de Luna en un movimiento seco, rápido, que pretendía cortarle las opciones de seguirse armando. La rebelde solo había sacado una espada corta, pero estaba claro que contaría con más secretos.
Peleó por desarmarla. Luna esquivaba los golpes con tranquilidad, si bien Titiana se fijó en que le costaba frenarlos más a la derecha. Atacó hacia esa zona, con una estocada bien calculada, pero la mujer también se apartó. La precisión la estaba poniendo en un compromiso, Luna se debería de haber dado cuenta también, así que intensificó los movimientos. El baile de pies le permitió esquivar los golpes: la formación le concedía esa pequeña ventaja.
Una nueva estampida desde el bosque hizo dudar a Luna mientras ella bloqueaba por poco un nuevo golpe. Aprovechó la situación y le dio una estocada hacia la diestra. La espada de Luna frenó el corte, pero sus brazos no aguantaron el envite. Titiana se preparó para volver a repetir la jugada, dispuesta a desarmarla. El temblor en el suelo la hizo moverse más despacio y Luna se apartó; su nueva vista no le dejó corregir el golpe a tiempo: la espada pasó rozando el objetivo.
No esperaba que Luna utilizara aquello para acercarse tanto. La distancia entre ambas parecía jugar también su favor, pero Titiana supo lo que pretendía hacer cuando la vio sacar un pequeño cuchillo de la manga. Se echó hacia un lado y se agachó mientras Luna iba hacia su cara. La cogió por la cintura de tal forma que las dos cayeron al suelo. La rebelde perdió el cuchillo con la sacudida: había absorbido el peso de Titiana y se resentía.
La rabia la cubrió. El miedo con el que había vivido los días desde que había visto a la diosa de la Vida se esfumó por completo, ya aturdido desde su expulsión de la guardia. Descargó la cabeza contra la frente de Luna tan pronto como presintió que repetiría la jugada. Cuando la tuvo tumbada por el choque, Titiana recuperó al espada que estaba a un lado y la colocó contra el cuello de la rebelde.
Subió una rodilla para bloquearle un brazo e hizo presión para que notara lo mal encajado que estaba entre ella y el suelo, el peligro que corría.
—Cualquiera lo diría.
—Tampoco quiero que tú me mates —rezongó.
Luna le sostuvo la mirada con orgullo. Tenía un brazo a punto de partirse y una espada en el cuello, pero era imposible que cediera. Le había gustado eso de ella, lo había admirado muchísimo. Sin embargo, ya no estaban en una taberna ni se cantaban canciones de fondo, ya no había túnica ni toque de misterio. Luna estaba sucia de tierra y verdín, tenía el pelo lleno de hojas, la ropa rota por varios puntos, y cortes que parecían recientes en las zonas de piel al descubierto.
Titiana sacó la espada de su cuello y retrocedió. Se quedó sentada lo suficiente lejos como para defenderse si hacía falta, lo bastante cerca como para demostrar que de verdad le ofrecía una tregua. La rebelde permaneció durante un rato más acostada en el suelo, como si se negara a aceptarlo.
—Eos está muerto —dijo. Eso logró mover a la rebelde, que se incorporó sobre los antebrazos. Titiana apretó los labios—. Intenté liberarlo, pero una de las Segundas Hijas nos pilló. Está muerto.
—Ya lo habíamos dado por hecho.
Seguramente, pero eso no implicaba que la voz de Luna pareciera afectada. Hasta donde Titiana sabía, la rebelde y Eos eran amigos, llevaban años trabajando juntos y protegiéndose. El darlo por muerto no era lo mismo que tener la confirmación.
—Lo siento —murmuró Titiana.
La rebelde volvió a tumbarse, despectiva.
—Tú lo atrapaste.
—Sí.
El pecho de Luna se hinchó y deshinchó de forma rítmica durante un rato. Los crujidos del bosque al seguir creciendo les llegaban de lejos, igual que una tonadilla conocida. Titiana echó un vistazo para asegurarse de que todavía seguían a salvo; ya no se oía ningún gemido.
—¿Dónde está Vita? —musitó, sin apartar la mirada de las copas que no dejaban de ascender hacia el cielo.
—Cómo no: Vita, Vita, Vita… Solamente Vita contigo. Se lo dije a Eos, que era una mala idea.
—¿Qué era una mala idea?
Lentamente, Titiana le devolvió la atención a Luna, que seguía tumbada en la hierba.
—¿De verdad piensas que habría hecho todo este camino hasta aquí, tuerta y cansada, si no creyera en el Imperio?
—Sí —respondió la rebelde, sin dudar.
—No me conoces.
—No. Ese era Eos y has hecho que lo maten.
Encajó el golpe lo mejor posible, pero lo cierto era que escocía tanto que notó que el ojo se le llenaba de lágrimas. Decidió ponerse en pie, la espada todavía en una mano, y se acercó hasta donde seguía tumbada Luna. Le dio un golpe con la bota en el costado; la mujer no iba a defenderse de ningún ataque.
—¿Dónde está Vita? —repitió. Luna se negó a mirarla, así que volvió a patearla—: ¿La habéis dejado ir con los colosos? ¿Esto lo ha hecho ella?
Eso logró hacer que moviera la cabeza hacia ella con el ceño fruncido.
—La reina Antiniara consiguió consagrarse a la diosa de la Vida —dijo Titiana, monocorde—. Lo vi. Vi lo que era capaz de hacer. Helda era la única capaz de hacerle frente, así que decidí darle una oportunidad: por el Imperio.
—Esta vez sí.
—No. —Luna cerró los ojos. Al volverlos a abrir, también se sentó. Tardó unos instantes en ponerse de pie y mirarla a una altura que ambas reconocían de otros encuentros—. Pero supongo que no importa.
»León Rosa nos dio la ubicación. Vita accedió a acompañarnos a cambio de que la trajéramos con los colosos. Haría un trato con ellos, eso nos dijo. Y sonaba razonable para recuperar el poder. —Cogió aire—. León Rosa siempre ha sido una puta serpiente.
—Sí.
—Pero Vita Rosa… —musitó. Sacudió la cabeza—. Antiniara aceptó el trato y luego se reunieron con Helda. No sabemos qué pasó, solo que… todo eso —señaló hacia el bosque— empezó a crecer sin control. Se llevó a personas por delante, fue… —Se trabó y carraspeó—. Nunca había visto nada así. Y dices que esa es la diosa de la Vida, ¿no?
Procuró mantener la calma. Vita se había reunido con la reina y luego con Helda. Era justo lo que habría querido hacer, dedujo, cuando pidió la ayuda de su tío y los rebeldes.
La vio con facilidad de pie delante de ella en la Torre, sintió cómo volvía a tocarla. Quería consagrarse, tener el poder que poseía su hermana, y destruir a todo el que amenazara su Imperio sin pensar en las consecuencias para el resto de la gente. Notó de nuevo la quemazón en las tripas, en la base de la garganta: esa era Vita, una Rosa después de todo.
A Luna se le escapó una carcajada.
—¿Necesitas que te maten? —La rebelde levantó una mano—. O te matarán los soldados o las Segundas Hijas o la Primera Dama, si es que está viva, lo que, por cierto, tampoco sé. Mírate, estás hecha una mierda. ¿Te han dejado tuerta de verdad? Joder… ¿Por qué fue? ¿Un juego macabro con eso de los ojos? Vita dijo algo de eso. Ah, mierda…
Un ojo para ella.
Un ojo para Helda.
—Nos cogieron a Eos y a mí. Sí, me dejaron tuerta de verdad en vez de matarme. Por favor —insistió—. Necesito que me ayudes. Y tú y los rebeldes necesitáis ayuda.
—¿Qué puedes ofrecer ahora, Titiana?
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