Dos hijas para la muerte
Dieciséis
(Parte 2)
El tiempo y la distancia le habían permitido saber mejor cómo era su hermana, al igual que los encuentros controlados que habían tenido antes de la cesión de poder. Como cualquier Rosa, Vita tenía la certeza de que merecía su lugar en el mundo, estaba convencida de que Numia la necesitaba, la quería, la adoraba. Solo que, a diferencia de otros Rosa, tenía claros ciertos principios: si no quedaba nadie en el Imperio, nadie la adoraría; si el Imperio no la adoraba a ella, entonces no adoraría a nadie. Ni siquiera le parecía atroz exponerlo durante sus charlas, porque era la verdad por la que se regía y el único motivo por el que había recordado que tenía una gemela con un poder diferente al suyo, pero útil.
A veces Helda quería regresar en el tiempo y cambiar sus cartas: hacerlas más amables y consideradas, quizá. O a lo mejor lo que tenía que cambiar eran esas reuniones que habían sucedido a espaldas del mundo para diseñar la sucesión. O tal vez se tratara del peluche que había aceptado, o de los juegos, o de todo el palacio en sí. Tendría que existir un punto en todo ese proceso que no las condujera hasta allí. Era imposible saber cuál, del mismo modo en que era imposible cambiar la realidad: Vita era una Rosa, ella era una Segunda Hija. Las Segundas Hijas solo existían porque los Rosa así lo habían acordado.
Ese era el lema de su relación con Vita, lo veía claro mientras se erguía sobre el caballo a unos pasos de la frontera que delimitaba la última barrera entre el Imperio y los colosos. Su hermana la convertía en la segunda, en la otra Emperatriz, en la usurpadora, en la negociadora, en la traidora, en la despechada. Le dolía tanto saberlo con esa certeza que no sabría explicarlo. Porque la verdad había estado ahí desde siempre, lo sabía; la tenía encerrada en una torre por eso. Y aun así. Aun así.
Titiana había elegido a Vita.
Hasta un dios se lo había dicho.
Procuró mantener el caballo tranquilo con unas palmadas en el cuello. El animal notaba su desazón. Lo había llevado con dignidad al inicio del viaje, centrada en todas las palabras que debería usar para aplacar a la reina Antiniara, si acaso seguía en alguna parte. Pero el tiempo esperando a que llegara el momento de la reunión la hacía pensar demasiado. El vacío en el pecho, la ausencia completa, la falta de burla no ayudaban. Dirigir la atención a otro asunto habría sido de agradecer por una vez.
—¿Emperatriz?
Echó un vistazo de reojo a Silva. Estaba espléndida sobre el caballo. Llevaba días viéndola cubierta de polvo y barro, aunque nada de eso disimulaba las ojeras. Las comandantes la habían sometido a un consejo de guerra, o eso le habían contado las profectas, pero había sobrevivido de igual modo: era la mejor para el puesto y no tenían tiempo para buscar una sustituta decente. Eso parecía decir encima del caballo, con la panta de guerra sujeta sobre los hombros, las botas lustrosas y la espada contra la cadera. Incluso los lazos toscos con los que se cubría los guantes parecían una mezcla perfecta de elegancia, imponencia y austeridad. Si estaba dolida por la marcha de su protegida, jamás lo diría. Si estaba asustada por el destino que tenían delante, jamás se le notaría. Helda la envidiaba, porque a veces tenía dudas sobre si ella sería tan buena actriz.
—¿Todo en orden, coronel?
—Estamos preparadas —le aseguró Silva, diligente—. Nos quedaremos a la espera de sus órdenes, en la línea prevista. Las arqueras se encuentran también en posición. Tengo a los capitanes del ejército controlados —añadió—. Y las Segundas Hijas aseguran que cumplirán con lo acordado.
—Bien. —Centró de nuevo la vista al frente—. No hará falta ningún ataque, pero me alegra tenerte al frente, Silva.
—Es un honor, Emperatriz.
Apretó los labios. Era consciente de que para Silva no se trataba de un asunto de lealtad hacia ella, sino hacia el puesto en el que creía. Siempre había sido suficiente para Helda, por mucho que las profectas protestaran. Incluso Quinta. Sobre todo Quinta. No les había permitido acompañarla por mero pragmatismo: si le ocurría algo, necesitaría que las profectas se ocuparan de llevar la sucesión de la Primera Dama y determinaran quién era la más capacitada para el puesto.
No había nadie.
Le dio unas palmadas más al caballo.
—¿Entendiste lo que quiso decir el mensajero de los colosos, coronel? —le preguntó de repente, sin mirarla.
—Sí.
—¿Cuál es tu opinión?
—Es una respuesta ambigua —dijo. Se ladeó lo suficiente como para observarla de frente un instante y le dedicó una sonrisa trémula—. Las dos sabemos quién es la Emperatriz.
—Por supuesto. —Silva seguía igual de impasible, regia—: Aquella que mira por el bienestar del Imperio y nos protege de los peligros que pueden destruirlo. Solo conozco a una ahora mismo, Emperatriz.
Inclinó la cabeza, las palabras se le habían atascado en el nudo que tenía en la garganta desde que se había subido al caballo.
Todo por las Segundas Hijas.
Estuvo a punto de llevarse una mano al pecho y sellar el juramento silencioso. Vio cómo el estandarte de los colosos surgía al otro lado del prado. La frontera no era más que un enorme valle descubierto, con sendos bosques a cada lado y una pequeña arboleada en el centro, que solía usar la gente de los pueblos cercanos como punto de reunión. Allí se celebraban mercados todos los años, grandes fiestas en las que se brindaba con licor de manzana y se sellaban tratos comerciales que favorecían a todo el norte, por muy diminutos que parecieran a gran escala. No se había llevado a cabo en el último año, ante la amenaza inminente de conquista, y a Helda le habría encantado tener la certeza de que se celebraría el siguiente.
El caballo de Antiniara, una bestia oscura que llevaba un antifaz tan grotesco como la máscara de su jinete, parecía un heraldo que le negaba esa convicción. El corcel se acercó a paso suave hacia la arboleda central, dejando atrás al resto del séquito que la había acompañado, salvo por un pequeño caballo que lo seguía a una distancia prudencial.
—Pensaba que sería una reunión a solas —juzgó Silva, sin parecer tampoco ni sorprendida ni preocupada.
Había existido una posibilidad.
—El plan sigue siendo el mismo —le dijo a la coronel—. Solo si transcurre más tiempo de lo acordado, ellos avanzan o a mi señal.
—Por supuesto, Emperatriz.
Clavó las espuelas en el caballo y lo instó a moverse hacia la arboleada que había en el centro del claro. Se bajó cuando llegó al linde. La privacidad resultaba irrisoria tan cerca, porque los dos bandos las verían moverse entre los troncos y ramas, pero era mejor que el salón del trono o un campamento militar. Eso podía concedérselo.
Aunque se dio cuenta de que no era el motivo por el que lo había elegido Antiniara. Después de unos pasos, vio las hojas de los árboles abrirse paso en las ramas y a pequeñas flores brotar entre la hierba. Se observó las manos con disimulo, en busca de señales que indicaran que la Vida también la estaba alterando a ella.
—No te preocupes —le llegó la voz de Antiniara desde el fondo de la arboleda—. Nunca te pondría en peligro y arriesgaría a mi ejército. Has traído más efectivos de los que pensaba.
—Tú también.
Cruzó la última línea de árboles y se encontró de frente a la reina de los colosos. Sin la máscara y sin un gran traje, Antiniara se le antojó más joven que en el palacio, también más salvaje. No sabía cuál de las dos características se debía realmente a que ese era el aspecto de la reina o a que la diosa la estaba devorando. Era evidente que los ojos no pertenecían a ese mundo, Helda se sentía traspasada. La diosa de la Vida había esperado a alguien más.
—Qué valiente —comentó la diosa con la voz de la reina—. Todos los Rosa lo sois, pero… nunca dejo de sorprenderme.
—Hablas como si nos conocieras.
—No somos el divertimento de nadie.
—En realidad sí. Por eso mi padre creó este sitio. Pero no es un asunto abierto a discusión —se adelantó la Vida antes de otra replica—. Estás aquí para negociar cómo no voy a destruir tu Imperio y luego cómo no me voy a apoderar de todo el mundo.
Antiniara, la diosa de la Vida, la miró a la espera de una respuesta decente. Las dos sabían que no tenía mucho que ofrecerle. Era incluso absurdo que lo intentara. Helda había pensado en las posibilidades igualmente, por simple orgullo: eliminaría la consagración de las líneas de las Segundas Hijas, impediría que ningún otro dios las tomase como vena; se ocuparía de abocar a la congregación a su disolución con rapidez, metódica; alertaría al Imperio del terrible momento que viviría, cortaría los lazos y las festividades en las que honraban a los dioses; reduciría las oraciones tanto como se habían eliminado los nombres. Pero la fe perduraría sobre todo eso, se alzaría en alguna parte, deseosa de darles algo más grande en lo que creer.
También podía jugar la baza de una guerra en la que Antiniara perdería a sus efectivos y tendrían que buscar otros cuerpos; sería un trabajo lento para ellos. Las suyas irían más rápidas en esa reposición. Solo que el mundo ya habría sangrado en el proceso y todas las promesas que ella le había hecho a Numia arderían.
—¿Qué es lo que quieres tú? —le preguntó.
—¿Yo?
—Sí. ¿Qué es lo que quieres a cambio de irte? ¿Qué pides para no destrozar mi mundo?
—No quiero destrozar este mundo, Helda. Quiero moldearlo —respondió, con una sonrisa. Estiró los brazos—. Quiero hacer que florezca y que perdure. ¿No es lo que quiere cualquiera, que la vida se abra camino?
—¿Eso es lo que te dice Kathas?
—Es lo que dice la lógica. —Frunció el ceño. Odiaba la sensación que desprendían a veces los dioses, como si la obligaran a jugar con niños pequeños que en cualquier momento se quitarían la máscara para descubrirle que en realidad eran lobos hambrientos—. No puedes apropiarte de este mundo. No es tuyo. No te pertenece. Nos pertenece a nosotros…
—Pertenece al Creador. Y el Creador me lo dio a mí en primer lugar.
—A ti y a Kathas, porque no es de ninguna —insistió—. Si haces que todo florezca, como dices, el equilibrio se romperá. El mundo no podrá sostener que todo crezca sin fin.
—Podemos probar.
—No, no podemos hacerlo.
—Mira este bosque, Helda. ¿Acaso no crees que esté bien?
—Por ahora.
Antiniara entornó los ojos. Las ramas de un árbol detrás de ella se cubrieron con tantas hojas que se inclinaron por su propio peso, los frutos maduraron a tal velocidad que el suelo se llenó en seguida de ellos, que maduraron y se pudrieron llenándolo todo de un olor dulzón que le hizo arrugar la nariz. Helda eligió no señalar nada de todo aquello, solo esperó a que la demostración se terminara.
—¿Acaso tu profecta no está bien? —susurró la diosa, dando un paso hacia ella.
—Le has arrebatado años que le correspondía vivir.
—No así. No por alguien a quien no se ha consagrado.
—Cuando vives rodeada de dioses, ¿de verdad piensas que puedes elegir? —Antiniara alargó una mano hacia ella. Cuando vio que no se movía, la retiró antes de tocarla—. Dame a Kathas, Helda. Eso es lo que quiero. Tengo una cuenta pendiente con ella.
—No. No aquí. Id si queréis al Ciclo Alto a solucionarlo.
—Oh, pero es que mi hermana es una cobarde que no quiere dejarme entrar otra vez. Tiene miedo de que más aliados le den la espalda. Además, ¿para qué vamos a ensuciarlo todo allí cuando nos habéis invitado aquí? —Sacudió la cabeza—. Dile que venga.
—Me ha dejado solucionarlo a mí.
La Vida se rio. Las hojas de los árboles temblaron. El suelo pareció contener un estallido.
—Qué gran mentira, y qué bien te ha quedado. Casi me puedo imaginar a Kathas destruyendo algo en el Ciclo Alto porque no puede manipularte: me encantaría verla… La verdad es que me gustas, Helda —le concedió—. Creo que es raro una Segunda Hija con tanta fe, pero tanta convicción en sí misma. Antiniara… Solo quería que alguien la ayudara a su causa y no tuvo agallas para nada más.
—Hablas como si no estuviera.
—Es que no lo está. Esto es una carcasa. —Alzó los brazos, igual que alguien mostrando una túnica bonita—. Una útil, no voy a negarlo.
La diosa de la Muerte y la Destrucción había tenido razón en eso, si bien Helda tampoco lo había puesto en duda. Lo veía a menudo, en algunas hijas hacia el final de su vida, cuando el dios parecía querer aprovecharlo todo. A ellos no les importaba agotar a la vena, solo querían la experiencia.
—No tienes los suficientes efectivos como para llevar a cabo una guerra aquí —expuso, cansada de los rodeos y las deliberaciones—. Tengo hijas entrenadas para hacerle frente a una guerra divina, así que diezmarán a tus colosos consagrados, y luego mi ejército acabará con aquellos que no lo estén. Te pasarás otra vez siglos condenada al Ciclo Bajo, sin poder pisar este. Retírate, Birca.
—Retírate.
—¿Sabes lo que son siglos para mí? Nada. Llevo aquí desde que tu mundo surgió en el cadáver de mi padre. No me pasará nada —alegó—. Pero tu mundo, después de la guerra, tardará también siglos en reponerse y vosotros, los humanos, sí notaréis ese paso del tiempo, lento y agónico. ¿Crees de verdad que me importa una guerra?
—Sí, creo que de verdad te importa. Porque no quieres seguir lejos del resto. ¿O me equivoco? ¿No estabas aquí por eso?
La reina ladeó la cabeza en lo que parecía un gesto de apreciación, como si quisiera premiarla por ser tan perspicaz. Era evidente que el tiempo no era lo mismo para ambas, pero si estar en el Ciclo Bajo recluida no fuera tan horrible, no se estaría tomando todas esas molestias: nadie quería volver al lugar al que la habían repudiado.
—No.
La Vida rio. El bosque tembló.
—Fui un error —expuso Helda, tranquila—. Pero sé cuál es mi papel ahora para enmendar todo eso.
Sabía que ese momento iba a llegar y había luchado por prepararse. Era imposible estarlo. No había olvidado a Vita el día en que orquestó su abdicación, volviéndose inolvidable. Era su forma de reclamar el futuro del Imperio: todos la querrían como la Emperatriz legítima, todos la amarían hasta el final. Caminando sobre las hojas doradas que le había dado la Vida, parecía que estaba volviendo a descender del trono, con los pies pintados y los lazos frágiles alrededor de las manos.
Helda se sintió igual de minúscula que ese día. Se había rodeado de hermanas, coro y profectas, y había seguido con la sensación de que era insignificante delante de Vita. Sola en el bosque, el efecto no cambiaba. Claro que Titiana había elegido a Vita, pensó de forma insidiosa; era imposible no rendirse. Todas las diferencias entre ambas resaltaban a un simple vistazo, como cicatrices.
—Hola, ratoncito —la saludó Vita con una sonrisa deslumbrante. Ocultaba a la perfección la suciedad y las injurias del camino hasta allí—. Cuánto me alegro de verte aquí.
—No sabes lo que estás haciendo —contestó, cansada.
—Claro que lo sé. Tengo mi oportunidad. Se lo he dicho a ella —señaló—: tengo un ejército.
No se refería a los rebeldes, las dos sabían que eso era poco más que una agrupación molesta que había tenido suerte en su último golpe. Se trataba de las tropas que estaban en el campamento, las que sin duda hincarían la rodilla, encantadas de no tener que servir al lado de las Segundas Hijas. Bien podría usarlas para aumentar las de los colosos o para luchar contra estos; con Vita era difícil de saber.
—¿Quieres que abdique? —planteó sin reservas. Subió las cejas—: ¿Justo ahora?
—Aliarte con la reina de los colosos no salvará ningún imperio, Vita. ¿Es que no has entendido nada?
Su hermana ensanchó la sonrisa. Cuando se rio de su estupefacción sonó igual que lo haría una diosa capaz de moldear el mundo. Entendió entonces cuál era el último truco que guardaba su hermana, cuál era el que le presentaba la diosa de la Vida para la suya. No había considerado esa posibilidad, no realmente, aunque todos los indicios estaban ahí. La diosa de la Muerte y la Destrucción se lo había dicho siempre: su hermana había abdicado porque no tenía el poder suficiente, no la tenía a ella para respaldarla. Pero ya había encontrado cómo solucionarlo.
El corazón se le subió a la garganta mientras negaba. Dio un paso hacia adelante, las manos tendidas para pedirle que la escuchara.
—No puedes, Vita. No sabes a lo que te enfrentas.
—¿Y tú sí?
No fue lo suficiente rápida como para detenerla. Vita sacó el cuchillo de entre los pliegues de la ropa y degolló a la reina Antiniara como el pelele en que se había convertido: como si ya no fuera una persona a la que considerar. En el proceso, se cortó la palma de la mano y cercenó el dedo meñique.
El rugido de la diosa al ser expulsada de un cuerpo sin vida obligó a Helda a taparse los oídos. Cerró los ojos también cuando vio a Vita echar la cabeza hacia atrás. Su consagración también había sido así, como las de todos los dioses mayores: cegando y ensordeciendo al mundo. Hasta que todo se detuvo con brusquedad y la calma pareció todavía más terrible.
Vita se puso en pie, las hojas en las que había caído parecía haber reverdecido, el bosque a su alrededor crecía de nuevo. La miró con una sonrisa en la que Helda fue capaz de reconocerla todavía: un ojo para Vita, un ojo para Birca. Aquello era un trato con la diosa, no una imposición.
—Lo siento mucho, ratoncito —le dijo Vita. La sonrisa se amplió todavía más y levantó las manos mientras Helda daba un paso hacia atrás—. Aunque, la verdad, tampoco lo siento tanto.
.