Dos hijas para la muerte
Dieciséis
(Parte 1)
Dieciséis
(Parte 1)
—Tienes que perdonarme de una maldita vez —contestó la profecta cuando ella le dio la espalda—. Lo he hecho por tu bien, y lo sabes. Una traición como esa… Ya te dije que las guardias no eran de fiar y… —Bufó al darse cuenta de que no iba a conseguir que se girara—. ¿Dacia?
—Gracias. ¿Ves? —Helda podía verla igualmente sin necesidad de mirarla: haciendo aspavientos y con los ojos muy abiertos, erguida y cubierta de joyas a pesar de estar en medio de un asentamiento militar—. No podemos saber si estaba desde el principio con ellos, lo cual es fallo mío porque tendría que haberla interrogado con Runa. Habría conseguido todo. Pero sé cómo te habrías puesto…
—Porque lo sabes todo —la cortó Helda.
—No es lo que quiero decir… ¡Sabes lo que quiero decir! ¿Maira?
Negó de forma imperceptible. Solo las Segundas Hijas, siempre las Segundas Hijas. Estaba de acuerdo, por supuesto que lo estaba. Había sido arrancada de su familia y había encontrado lealtad en otra parte, el cariño preciso. Pero era la Emperatriz y todo era mucho más grande que solo la congregación. De lo contrario no estaría al frente de un ejército, en el norte de Numia, a punto de decidir el futuro de tanta gente.
Su deber como Primera Dama era cuidar de las suyas, la carga que había asumido al aceptar la propuesta de Vita siempre había sido mayor. Le molestaba que después de tanto tiempo las profectas se esforzaran tanto por seguir sin entenderlo.
—Salid —dijo.
—Helda…
—Fuera —repitió, más alto. Las miró por encima del hombro—. Fuera.
Dacia fue la primera en moverse: se levantó del diván e hizo una reverencia que bien parecía sacada de todas las clases de protocolo. Detrás de ella salió Maira con la mirada clavada en la punta de los pies. Tan solo Quinta perseveró, inalterable igual que un cuadro precioso en el que se mostraba una colonia idílica en el sur. Inexistente después de tantos años anexionada al Imperio.
Lo que más le dolía a Helda era que su amiga no lo había entendido. Después de tanto tiempo juntas, y todavía no lo había entendido.
—Tú también —dijo, sin inflexión—. Vete.
—Puedo llamar a Pruna, decirle que mire dónde está a través de su ojo. O que…
—Sal, Quinta. No quiero volver a repetirlo.
—Si tanto te preocupa que esté bien, usa su ojo. Para eso te lo conseguí.
—No lo hiciste para eso. Solo fue una demostración de que podías… —Suspiró. No iba a discutir. Estaba agotada, se sentía herida—. Vete.
—Intento protegerte, Helda. Es mi único interés, desde que éramos unas crías. No pretendo hacer…
Notó la rabia conquistar su pecho igual que una tormenta eléctrica. Tiró todas las barreras, abrió todos los caminos. La diosa de la Muerte y la Destrucción tomó posesión del territorio que había descubierto para ella y giró su cuerpo para enfrentar a la profecta. Detrás de un velo hecho de niebla, Helda vio a Quinta inclinar la cabeza, doblegarse. La diosa vibró por el regocijo. Cuando extendió la mano, Helda luchó por reconstruir los muros que las separaban y recuperar su cuerpo.
—De acuerdo —decía la profecta, todavía con la mirada agachada—. Haz lo que quieras.
Helda no respondió. Nunca les había lanzado a sus amigas a la diosa; no solo era peligroso, sino que también era injusto. Ella era la encargada de solucionar sus problemas, la amenaza de reducirlas a cenizas convertida un mero títere resultaba ruin y grotesco a partes iguales. Como si no las considerara dignas ni de su tiempo ni consideración. Quinta salió de la tienda tras una reverencia rápida, imprecisa, que le permitió erguirse bien cuando se dio la vuelta para demostrar que no pensaba perder su orgullo ni aunque por un instante hubiera tenido miedo.
Tenía claro que solo había sido un acto de crueldad por parte de Quinta. Una forma burda y maquiavélica de usar un recuerdo que no le pertenecía y retorcerlo, en un mensaje que no quedaba del todo claro a quién iba dirigido: si a la guardia, a la coronel o a Helda. En cualquier caso, no tenía derecho a hacer algo así, con traición o sin ella. Las Segundas Hijas no deberían ser ni vengativas ni crueles, por mucho que los dioses a los que servían pudieran serlo.
No podía permitirse pensar en ella. Todavía no. Tenía una guerra entre los dedos, una hermana fugada, una amenaza de revolución a las puertas; Titiana era el menor de sus problemas. El daño que le había causado el menor de los males. Era tan insignificante que no debería ni considerarlo. A fin de cuentas, solo era una guardia; una guardia especialmente insolente y atrevida, si debía añadir más. Solo eso. Nada más que eso. No se merecía sus pensamientos, ni el dolor, ni la rabia. No se merecía que se hiciera preguntas sobre qué había pasado, qué había hecho, qué habían sido. Sacó el aire por la nariz en un resoplido y se volvió hacia el fondo de la tienda.
Titiana no la merecía. Punto. El dolor que notaba al pensarlo solo podía dirigirla hacia esa verdad; nada más.
El baúl donde estaban los vestidos y túnicas que no iba a utilizar se encontraba ocupando gran parte de una esquina. En el pequeño que había justo encima, estaban las joyas que las sirvientas habían considerado imprescindibles: coronas y tiaras. Las había visto meterlo todo con sumo cuidado antes de salir, envuelto en sedas y terciopelo.
Se dirigió al baúl con un traqueteo entre las costillas. Tenía la sensación de que el ojo de Titiana, en realidad, la miraba y no serviría para lo contrario. Se centró en ese temor, lo concentró todo lo posible, lo escondió en lo más hondo. Abrió el baúl pequeño y rebuscó con cuidado entre las telas hasta dar con el objeto que quería, diferente a todas las joyas. Lo desenvolvió sin pensarlo. El espejo de mano estaba ornamentado con oro y, en el mango, se habían engarzado rubíes que sangraban entre sus dedos.
El reflejo le sonrió.
—Por fin —le dijo—. Estaba deseando volver a verte, mi dama.
Procuró respirar despacio. La diosa sabría cuando tenía miedo, pero no era un motivo para enseñárselo sin más. Podía ver en sus ojos las ganas que tenía de devorarla; usaría cualquier oportunidad.
—¿Has decidido que ya puedo ocuparme de la situación?
La diosa soltó una carcajada, le brillaron los dientes. Helda apretó los labios para cortarla de golpe, aunque en los ojos del reflejo siguió brillando con burla. En una demostración de su capacidad, la diosa agitó una mano en el aire.
—No te pongas así, mi dama —le pidió, llena de diversión. Helda tuvo que apretar los dientes para volver a colocar la mano pegada al cuerpo—. Solo quería dejar clara mi opinión sobre lo que es que tú te enfrentes a la diosa de la Vida.
—Las dos sabemos que Antiniara no está. Mi hermana la ha consumido, no queda nada de esa chica ahí dentro. Y si queda, no será por mucho tiempo… ¿O acaso no te has dado cuenta y entonces tenemos otro problema? —En el espejo, la sonrisa seguía siendo tirante—. Dentro de poco, de esa reina solo quedarán los huesos. La pregunta es si vas a dejar que haya un bonito cadáver en un mundo destruido o en uno que todavía tiene salvación.
—Quiero tener una oportunidad de solucionarlo. Todavía no ha hecho nada.
—Lo hará. La conozco.
Su sonrisa en el reflejo se retorció hasta parecer una mueca. Helda no se vio capaz de contenerla. Tenía los dedos aferrados al mango del espejo, a la túnica; no podía realizar más esfuerzo en mantenerse firme.
—Creo que es la primera vez que usas mi nombre.
—Sí. —Respiró hondo—. Porque sabía que eso te da poder.
—Ah, solo son cuentos que narraban las viejas Primeras Damas para protegerse. ¿Sabes que ellas extendieron el rumor y borraron los nombres de todos los dioses? Los primeros emperadores los usaban…
—Controlaré a mi querida hermana y su hueste, que jamás debieron volver.
—No permitiré que tu venganza destroce este mundo.
—Llámalo «asunto familiar». La venganza es menos molesta.
—Me ocuparé yo —repitió, firme. Vio que la sonrisa de la diosa disminuía y notó la quemazón en el pecho que era su enfado—. Tengo un ejército…
—De hombres con pinchos.
—Y mujeres con dones.
—La respuesta es no. —Hinchó el pecho para combatir la rabia que pulsaba desde lo más hondo—. Y si no me permites ocuparme, sin intervenir, entonces te erradicaré.
Una nueva carcajada llenó la tienda.
—Eso es imposible.
—No lo es. Si no tienes un cuerpo, no tienes opciones —contestó Helda. Por fin volvió a ver su cara en el espejo, sin sonrisas ni ojos que la escudriñaban con maldad—. Si lo hago lejos de todos, ¿cuánto tiempo tardarás en encontrar una vena nueva? ¿Siglos?
—Condenarás a todo este ciclo.
No hubo respuesta. Notó que la rabia amainaba hasta ser capaz de esconderse en algún lugar recóndito. Lo único que quedaba en el espejo era ella misma, temblorosa y sudando. Lo dejó caer al interior del baúl sin contemplaciones; hubo un tintineo cuando chocó con las joyas. Cerró la tapa. Con las manos todavía sujetándola, casi temiendo que una fuerza pudiera abrirla de nuevo, respiró hondo. Y volvió a respirar hondo otra vez y otra y otra más.
La tensión en la espalda se relajó al mismo tiempo que las lágrimas le corrieron por las mejillas. Se las apartó con unos manotazos, porque todavía no había terminado. Solo acababa de empezar.
Cogió una de las capas más adustas de entre todas las que le habían empaquetado y se la echó sobre los hombros antes de salir de la tienda. Las penumbras que custodiaban la puerta se cuadraron al verla. Quinta y Dacia habían insistido en exiliar a las dos sombras que le quedaban bajo el argumento de que habrían estado compinchadas con Titiana: era sabido por todas que las guardias no tenían secretos entre ellas. Sin embargo, habían accedido a un interrogatorio sin ningún tipo de temor y no habían encontrado nada digno de mención. Sus vidas eran reducidas y serenas, centradas en el deber, y a Helda no le había hecho falta que nada de todo aquello se alargara por mucho que las profectas insistieran. Tenía asuntos más importantes que atender.
Las guardias la siguieron mientras avanzaba por el campamento hacia la zona donde se había congregado una de las facciones del ejército. Los soldados dejaban sus tareas para girarse hacia ella y ofrecer sus respetos. Podía ver que estaban asustados: no les había gustado que ella apareciera con las Segundas Hijas, y la promesa de que sabrían qué hacer en combate estaba fuera de todo cuanto conocían sobre la congregación.
La tienda del general se encontraba en el centro de la zona. Las puertas siempre estaban atadas a una de las barras superiores, por lo que Helda no encontró obstáculo para entrar; la presencia de los murmullos era suficiente aviso de su llegada. Solo las dos sombras la siguieron al interior.
El general se enderezó de golpe e hizo el saludo correspondiente. Helda no terminaba de acostumbrarse al nerviosismo que exudaba un hombre que tenía a uno de los mayores ejércitos del mundo cuando estaba delante de ella; resultaba impropio. Sobre todo cuando lo comparaba con la apacibilidad fría de Silva Amato. La coronel se limitó a inclinar la cabeza en señal de respeto. A la mesa se encontraba sentado un hombre delgado que esperó a la señal de Silva para ponerse en pie.
—Emperatriz —dijo el hombre. Había un deje burlón en el tono, aunque lo peor era la forma en que la miraba. Se reconocía a otro dios cuando estaba cerca—. Tengo un mensaje.
—¿Dónde quiere que nos reunamos? —se adelantó Helda, sin querer alargar aquello más tiempo.
—La frontera. Antes de que caiga la noche. Y la reina pide que sea una reunión privada.
—¿Solo quiere llevar a una parte de su ejército?
—Sí. Me ha pedido que le transmita que es para no generar mayor impacto entre sus tropas, Emperatriz.
Notó el escalofrío en la base de la espalda. Había evitado pensarlo con todas sus fuerzas y, con todo lo que estaba ocurriendo, casi lo había conseguido. Pero su hermana siempre estaría ahí, al acecho a cualquier oportunidad. Vio la sonrisa voraz del mensajero, la que hablaba sobre lo capaz que era de destruirlos a todos, porque no estaban al nivel de una divinidad. Se preguntó cuál sería: ¿el dios de los Mensajes? ¿El dios de los Caminos? ¿Tal vez la diosa de la Ventisca? Había un deje frío en él, quizá fuera eso.
Asintió con sobriedad y se echó a un lado, en señal inequívoca de que lo dejaba marchar. Vio cómo el general se revolvía a punto de protestar, pero Silva dio un paso hacia adelante para cortarlo y esperó a que el hombre estuviera lejos de la tienda, guiado por soldados hacia la salida del campamento.
—Es peligroso —señaló la coronel.
Su hermana había llegado junto a los colosos, ayudada por los rebeldes y la guardia en la que había confiado. Ni siquiera creía que «peligroso» fuera la palabra adecuada: no se acercaba para nada a lo que estaba ocurriendo.
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