Dos hijas para la muerte
Quince
Podía ver en los rostros de las profectas que ese era el problema, que Vita decidiera que tenía la solución. Era evidente que la anterior Emperatriz conduciría a los rebeldes hacia el norte para encontrarse con la reina Antiniara. Una unión entre ellas sería el final de Imperio. El final de Helda. A Titiana no le hacía falta quedarse mirando hacia la nada y hablar con la Fortuna para entender el giro en sus destinos. No le hacía falta para tener el miedo aguijoneándole en las tripas, junto con la culpa.
Recordaba bien la expresión de Vita cuando había entrado en la habitación, y la que había adoptado después cuando había visto que no la conquistaría. Y recordaba, mejor que todo eso, las veces en que había estado con ella en la villa imperial. El día en que se metieron en uno de los lagos que había escondidos en los jardines y nadaron entre los peces dorados del fondo, para luego tirarse a secar en la hierba fresca. Vita le había acariciado la mejilla y dicho que le recordaba un roble, creciendo sin parar. El día en que se habían escapado durante la gala de un aristócrata para beber su mejor vino en el tejado, con toda la villa a sus pies encendida en el ocaso. Vita se había agarrado de su brazo y dicho que solo se fiaría de ella para no caer. El día en que habían ido al mercado de una ciudad cercana, donde habían comprado ciruelas y moras, y luego se las habían comido en la carruca. Vita se había reído y dicho que la recordaría siempre con la barbilla y los labios manchados de fruta fresca.
Lo ocurrido estaba bajo una niebla densa, como si no lo hubiera visto bien. En cambio el pasado, esos momentos, permanecía fresco. Igual que el ver a Helda en el balcón del palacio, el enfrentarla entre gritos en el sur, el hablar en la puerta de su habitación o delante de un mármol antiguo, viejo, apocalíptico. Había visto a Helda dirigirse hacia allí a solas mientras el resto de las hijas y las profectas trazaban planes que no sonaban tanto a conspiración como los de los rebeldes.
Quizá ese fuera el problema, que las Segundas Hijas nunca habían querido participar de verdad en los problemas entre los miembros de la familia imperial. Huían, en lo posible, de las peleas por el control de Imperio y se limitaban al plano religioso, centradas en acercar a los dioses a los numiaros en lugar de jugar a conseguir el poder. En cambio, los rebeldes llevaban años dedicándose solo a eso.
Titiana se alejó de la décima reunión que tenían las hijas en el interior del templo. Se habían prologado, una tras otra, desde que se desató la noticia, sin apenas interrumpirse de verdad para las comidas o descansar esa noche. Era probable que no lo hicieran en la segunda, mientras de fondo sonaban las órdenes de las comandantes para organizar las nuevas tropas. Silva Amato se había mantenido al lado de Quinta todo lo que le había sido posible, interesada por lo ocurrido: sería un problema mientras peleaban contra los colosos. La lealtad de sus guardias, en cambio, les había asegurado, no estaría condicionada. Titiana se encontró a sí misma deseando que fuera así mientras vagaba por el patio.
Estaba a punto de hacerse de noche. El polvo brillaba como si estuviera hecho de pan de oro y el calor dejaba paso a la brisa cargada de rocío que bajaba desde las montañas al valle. El cristal del templo parecía haberse recubierto por una fina capa de gotas que lo hacía brillar más, etéreo e imposible. Le llegaban carcajadas de algunas guardias, al otro lado del templo: nunca se quedaban en la zona de entrenamiento para relajarse, igual que pasaba en el palacio. A pesar de la seguridad que expiraba, Silva no había compartido la información con ninguna de ellas, solo con las comandantes. Titiana deseó no saberlo tampoco, no haber ido nunca a la Torre, y así poder estar bebiendo a su lado.
Podía ir a junto a De Juven, pedirle que le contara una historia sobre sus hermanos, y luego reírse de las muecas de las De Conti borrachas. O podía asumir toda su responsabilidad y solucionarlo todo. Intentarlo, al menos. Era lo que había querido hacer desde el principio, cuando Eos la había encontrado perdida. Un bien mayor, un gran deber, un terrible honor: todas las grandes palabras que se había repetido desde entonces y a las que imperaba darles sentido por fin.
Respiró hondo. Echó un vistazo a su alrededor y se encaminó a una de las naves más pequeñas del templo. En la primera visita, Titiana la había identificado como un pequeño almacén: fruta recogida de los árboles y vino, dos de los pilares que movían los negocios de ese templo con el exterior para hacerse rentable e independiente de los emperadores. Había visto que las hijas conducían hasta allí a Eos, por lo que se asomó al interior con precaución. Creía que todas estarían lidiando con la desaparición de una rehén mucho más valiosa durante un tiempo, pero no podía estar segura.
Cautelosa, esperó un momento incluso después de no ver a nadie en el interior. Nada de pasos, nada de susurros. Esperó un poco más. Nada de sombras extrañas, nada de cánticos. Se deslizó igual que un ratón y se quedó en una esquina. Nada de frufrús de túnicas, nada de oraciones. Solo una respiración pausada además de la suya.
Habían dejado a Eos en lo que parecía una enorme jaula. Titiana dedujo que la habrían sacado de las cuadras; quizá la usaban para transportar a algún animal si lo querían vender. El tamaño era lo bastante grande aun así para albergar a una persona de pie. Eos, sin embargo, estaba sentado en una esquina con las rodillas dobladas, los brazos encima, ocupando lo menos posible. Incluso en la oscuridad, podían distinguírsele las ojeras igual de bien que la herida nueva en el cuello. Esa que le había hecho ella.
Al acercarse a él, pensó en el día en que lo había conocido y en lo inmenso que le había parecido entonces. Tan regio como un alto mando del ejército. Tan cercano como cualquier vecino de aquel pueblo. Tan entregado como la mejor de las guardias. Ya no había nada de eso mientras lo observaba, y no se trataba de la postura ni de las ojeras. No se trataba realmente de él.
—Vaya —musitó Eos al verla. Esbozó una sonrisa reluciente—. Ya me preguntaba cuándo vendrías.
—No debería estar aquí.
—Ese es el asunto, ¿no? Siempre ha sido el asunto… —Sacudió la cabeza—. ¿Qué quieres? ¿Vas a intentarlo por las buenas, porque luego vendrán ellas a meterme las manos dentro otra vez? Ya están tardando, pensaba que solo me habían dejado a solas un ratito y parece que van cuatro o cinco.
Dudó. No sabía que las hijas habrían empezado con su trabajo. Estaba demasiado ocupada asimilando lo que había pasado. Eos amplió la sonrisa al darse cuenta de su turbación y agitó una mano en el aire.
—Solo unos dedos escarbando entre los huesos —le dijo en el mismo tono con el que le contaría una anécdota graciosa. Había sangre seca entre los nudillos, el rastro de lo que parecían arañazos—. Nada por lo que poner esa cara. ¿O creías que venías a salvarme antes de ahorrarme el horror? ¿Se te ha estropeado el plan? Venga, Titiana, usa tu ingenio… Sé que no era tu fuerte, pero… ¿Por qué pones esa cara? Estoy diciendo la verdad: eres alguien a quien dirigir, no alguien hecho para pensar. Y no pasa nada, tiene que haber de todo en la viña de los dioses…
—No he venido… —Carraspeó, sin querer que su tono de voz sonara tan afectado—. Me da igual lo que pienses de mí, Eos. Solo… deberías decir dónde están las crías del templo maldito —soltó, igual que un exabrupto—. Las estás poniendo en peligro.
—Al menos lo dices por ellas y no por mí.
—También por ti.
—Ibas mejor de la otra forma. ¿Qué me van a hacer? ¿Me van a revolver las tripas y a matarme? Bien. A diferencia de otras personas, conozco mis lealtades.
Sacudió la cabeza. Era consciente de que Eos tenía razón con ese detalle y no le parecía igualmente horrible. No era como Silva, que adoraba a toda Emperatriz. Ella había adorado a una muy concreta, sin creer en el puesto. Solo este empezaba a tener sentido de repente, después de todo un recorrido y con los dioses a punto de exterminarlos.
Dio un paso más hacia la jaula. El líder de los rebeldes alzó la barbilla con orgullo hacia ella, la mirada burlona.
—Detén a los rebeldes. Tienen que traer de vuelta a Vita.
Eos frunció el ceño y redujo su expresión a una mueca durante unos instantes. Luego, soltó una carcajada. Se relajó contra los barrotes que había a su espalda hasta que Titiana se acercó un nuevo pasó.
—Eso es imposible.
—No. No lo es.
—Si Helda…
—Yo lo vi, Eos —lo cortó. Había apretado los dedos con más fuerza en los barrotes y se tuvo que esforzar por soltarlos—. Yo lo vi.
»Creemos que el tráfico de Segundas Hijas sacó a algunas de las fronteras de Numia y la diosa de la Vida atendió a los rezos de Antiniara. No sé si tiene sentido, no es mi función saberlo. Tú lo has dicho: no soy la del ingenio. Pero sé lo que veo —repitió, vehemente—. Y la diosa de la Vida parece estar enfadada y tener unas cuantas deudas pendientes con la diosa de la Muerte y la Destrucción, por no mencionar que si queda libre, podrá destrozarlo todo. También lo he visto. Puede… hacerlo crecer todo y… —Frunció el ceño al ver que Eos volvía a formar una sonrisa—. No te estoy contando una historia rara para no dormir. Te juro que esto es verdad.
—Bien, vale. Es verdad. ¿Y por qué es mi problema?
—¿No lo entiendes? Los rebeldes han encontrado y liberado a Vita, y Vita quiere ir junto a Antiniara. Y si va, sé que se hará con el control. Estoy convencida, porque es lo que quiere. —Cogió aire—. La conozco, Eos. Sabes que la conozco y que no estaría aquí diciendo todo esto si no fuera lo más peligroso que existe ahora mismo: nos destrozará a todos.
En una ocasión, Eos le había contado cómo se había hecho una de las cicatrices de la cara igual que si compartieran un secreto importante. Había sido el momento en que Titiana había decidido confiar por completo en el líder de los rebeldes: era la persona adecuada para comandar a un grupo de personas desesperadas por salvar el Imperio. Seguía convencida de eso.
—Por favor —insistió—. No te lo diría si no fuera verdad. No habría…, sabes… sabes que la quiero, por eso me uní a vosotros.
—Y yo… —dijo, pero se trabó antes de continuar—. La he visto y…
—¿No es una buena persona? —Eos volvió a reírse—. Es la Emperatriz. Sorpresa: nunca son buenas personas. Solo tienen que ser Emperatrices y mantener el Imperio.
—Es una Emperatriz también, Titiana —replicó. La señaló, despectivo—. Típico de las guardias.
—¡No!
Coló una mano hasta el antebrazo entre los barrotes para cogerlo por muñeca. Eos siseó. A lo mejor las Segundas Hijas también habían escarbado ahí, entre piel y tendones, y Titiana no lo sintió ni un poco esa vez. Notaba la desesperación en la boca del estómago.
—La diosa de la Vida va a…
—Es la Vida, Titiana. Si acaso es cierto.
—Tienes miedo.
Frunció el ceño. Acababa de sonar como una acusación y, de entre todo por lo que la podía culpar, aquello era ridículo.
—Claro que tengo miedo. ¿Cómo no voy a tenerlo?
—Eres una guardia.
El rebelde apretó los labios.
—No van a traer a la Emperatriz de vuelta, Titiana.
—Sí, si se lo pides tú. Si se lo explicas… Diles eso: Vita no puede negociar con dioses. No puedes traer a la diosa de la Vida al Imperio, porque acabará con todo el Ciclo Medio. Diles que deje que esa guerra se solucione por otra vía, que luego se solucionará la nuestra. Eos —sonó a súplica—. Ayúdame.
—Sabes que no…
—No es traición —lo volvió a interrumpir—. Los rebeldes quieren salvar el Imperio, ¿no es así? Dejar a la Emperatriz que lo merezca, que lo cuide. Y ahora mismo esa Emperatriz es la que puede lidiar en una batalla contra otro dios. Eos. —Esa vez, sintió el escalofrío que recorría al hombre al llamarlo—. Ve al norte si quieres, ve lo que hay… Pero luego tráela de vuelta, convéncelos.
El rebelde no protestó. Le sostuvo la mirada con cautela, casi a la espera de que apareciera algún otro elemento en escena que cambiara la situación. Una Segunda Hija con garras en vez de manos. Una tercera Emperatriz que colocar en el tablero. Un rebelde que gritara que jamás les haría caso. Quizá Vita, a punto de convertirse en quien no debía. Titiana apretó los labios, sin querer seguirle apretando a él la muñeca para retenerlo o hacerle daño.
Vita la había besado una vez. Una única vez, y había sido un juego. Se lo había contado a Eos una noche en la que había bebido de más, porque no sabía qué hacer con ese recuerdo, con la sensación agridulce que le producía. No recordaba qué le había dicho él, solo la certeza de que estaba mejor después, de que todo iría bien.
Lo soltó. Antes de que consiguiera sacar la mano del interior de la jaula, el rebelde se la atrapó.
—¿Cómo sabes que no te la voy a jugar? —le espetó.
—No lo sé. ¿Pero qué opciones tengo?
Eos soltó una maldición entre dientes y, tras un paso hacia atrás, asintió.
—Las crías del templo están en el puesto que tenemos en Estero. O por lo menos ese era el sitio al que tenía pensado llevarlas.
Era un trato justo.
Sacó una de las dagas que solía llevar en las botas y comenzó a trastear con el candado que cerraba la jaula. Hizo varias pausas mientras peleaba contra él, pendiente de los ruidos del exterior. Seguía escuchando a las guardias de fondo, muy lejos: la fiesta se estaría terminando. El candado cayó al suelo entre vítores por alguna hazaña muy poco digna del exterior, y Titiana empujó la portezuela hasta abrirla.
Le ofreció la mano a Eos para ayudarlo a salir, una forma más de sellar el pacto.
—Iremos a las cuadras —dijo mientras le ofrecía la daga al rebelde por el mango. Necesitaría algún arma para el viaje—. Podemos llegar sin que nos vean por el patio exterior. Cogerás un caballo e irás al bosque. Vete al norte. Ella querrá ir al norte.
—Deberías venir conmigo —musitó de repente Eos. Se colocó delante y le impidió salir del templo—. ¿Qué pasará si se enteran de lo que has hecho?
—Me ajusticiarán.
—Titiana…
Vio la duda en la mirada de Eos, pero no llegó a decírsela. Si querían tener una oportunidad real, la discusión estaba fuera de su alcance y tenían que hacerlo antes de que regresaran las hijas. Volvió a ponerse al frente de la pequeña expedición. Oteó el exterior antes de indicarle a Eos que la siguiera de nuevo a través del patio.
Caminó ligera, de sombra en sombra, hasta llegar a la cuadra donde había visto marchar a León Rosa hacía lo que antojó medio instante. Un caballo relinchó en la penumbra al escucharlos caminar, Titiana se dirigió al que le pareció más tranquilo de todos ellos y arrojó una plegaria cerca de las crines.
—No te detengas —le dijo a Eos al regresar hacia las puertas del establo con el caballo—. Ve al norte y no dejes de ir al norte hasta que los encuentres.
—¿Sabes…?
El rebelde abrió los labios. Después de un rato, no reunió las palabras suficientes y asintió. Clavó los talones en los flancos del caballo, que echó a andar primero, luego a trotar. Titiana dio unos cuantos pasos para asegurarse que de verdad cogía el camino hacia el bosque sin ningún problema.
El caballo se detuvo con un relincho antes de meterse en la arboleda y estuvo a punto de encabritarse. Titiana echó a correr: o Eos calmaba al caballo o los iban a descubrir. El corcel volvió a levantar las patas delanteras y dio unos cuantos pasos hacia atrás a pesar de los esfuerzos de Eos por mantener las riendas y los talones bien fijos. Pareció acertar cuando le dio unas cuantas palmadas en el cuello mientras Titiana le hacía aspavientos para que se diera prisa. Al descubrirla, con el caballo más tranquilo, Eos levantó un pulgar.
—¡Eos!
Vio que los labios del hombre todavía se movían.
—Por favor… —rogó Titiana.
Las raíces treparon desde su cuello hasta taparle la boca igual que un bozal.
—Ya se lo dije —musitó alguien cerca de ella. No podía girar el cuello para mirarla; aunque tampoco se creía capaz de despegar la vista de Eos—. Los vi cuando lo atrapamos.
Era imposible responder con las ramas en la boca. Ni quería hacerlo. Recibió una nueva patada con la saña suficiente como para obligarla a gemir. Las ramas se retiraron del cuerpo de Eos a gran velocidad justo a la vez. Por un instante pensó que sería una recompensa. Hasta que las raíces treparon desde el suelo por todas partes y se extendieron por el cuerpo del rebelde hasta cubrirlo por completo.
—Runa —dijo Quinta—, que se lo quede la tierra.
Titiana volvió a gritar. Sabía lo que significaba. No quería verlo, no quería verlo. Solo era capaz de mirar la forma en la que la tierra avanzaba y lo conquistaba todo. La garganta le ardió, los músculos aullaron cuando intentó liberarse de nuevo, con más fuerza. Eos estaba desapareciendo cubierto por maleza, raíces, ramas y hojas.
Era un buen hombre. La había cuidado, le había dado un propósito. Era el único que podía ayudarlas con Vita.
Escuchó más palabras de fondo, pero no llegó a conectar con ellas. Tal vez Quinta proponía su turno para la tierra, o a lo mejor Runa enumeraba todas las traiciones que le había visto cometer. Solo tenía atención suficiente para los restos de Eos, que hacía dos instantes estaba montado a caballo, que hacía un instante estaba todavía moviendo los labios. Había muerto atrapado por las Segundas Hijas, justo como había predicho, justo como más odiaba: en la demostración de un poder inmerecido para unas personas indeseadas y, lo peor, después de haber dicho que las ayudaría.
Perdió las fuerzas a medida que las voces se extendían sobre ella igual que un manto. Quedó floja atrapada entre las enredaderas, todavía pendiente de cómo el suelo se comía a Eos lentamente. O demasiado rápido. Apenas distinguía dónde estaba su cuerpo y dónde no cuando alguien se inclinó a su lado y peleó en su lugar con las raíces hasta quitárselas de la boca.
—Silva…
—Tranquilízate.
—De acuerdo. Pero se requiere un pago.
—Es…
No llegó a comprenderlo. Apenas lograba seguir la sombra de Silva: a su lado, de pie, a su lado, de nuevo de pie, otra vez a su lado, muy cerca; ni tampoco la de Runa, que no dejaba de moverse a la sombra de la escena. Tampoco podía buscar a Eos, si había desaparecido. Quería correr, era todo cuanto llenaba su mente de verdad.
Era lo correcto, supo; el instinto estaba en lo cierto cuando Quinta se inclinó sobre ella y las raíces volvieron a surgir del suelo para aferrarla todavía más. Silva le pasó una mano por el pecho, como si midiera, y Titiana se imaginó otros dedos entrando en su pecho, hurgando, sacando todo cuanto Eos no había dicho.
—Las niñas del templo están en Estero —soltó, desesperada. No pareció que Quinta la entendiera—. En un sótano que tiene uno de los puestos que vende pescado frito. Los rebeldes tenían allí un sitio. Estarán allí.
—Cállate —le espetó la profecta.
Las sacudidas la obligaron a centrarse de nuevo en un punto muy pequeño de toda la negrura. Silva la miraba de cerca, sin dejar de moverla. Tenía salpicaduras de sangre en la cara, las manos rojas, y Titiana quiso gritar. También tenía la boca tapada, aunque no fuera por las enredaderas que le habían tendido para sujetarla al suelo y que no se moviera. Se dio cuenta de que todas habían desparecido. Ya no parecía estar tampoco en el mismo punto del patio. Silva debía de haberla arrastrado.
—N-no…
—Silva —rogó. La coronel sacudió la cabeza, empeñada todavía en colocarle aquel trozo de tela en la cara. Titiana le apartó la mano—. Silva.
—De acuerdo —le respondió—. Márchate ya.
—Silva… Vita estará en el norte. Silva, tienes que oírme.
Era una vieja frase que se usaba para asustar a las terceras hijas caprichosas, aquellas que se creían con derecho a triunfar en todo y contar con la bendición de cualquiera porque lo peor había pasado. Nunca le había dado miedo, hija única como era ella, pero supo que sería verdad: Runa iría tras ella igual que un perro de caza. Tenían un ojo suyo, lo usarían de alguna forma.
Apenas consiguió sentarse. Notó el vacío en el interior de su cabeza, igual que un reducto del inicio de los tiempos.
—Vete —instó Silva. Se apiadó en un último momento y la ayudó a ponerse en pie, cogiéndola por debajo de los brazos. La estabilizó antes de apartarse de nuevo, definitivo—. Ponte a salvo.
Se puso en marcha tan solo porque la coronel seguía mirándola, había un instinto arraigado dentro, como si le pidiera que no la decepcionara así. No otra vez. No más. Se concentró en mantener un pie delante del otro mientras avanzaba hacia el bosque por el que tendría que haberse ido Eos.
Giró sobre el costado al escuchar unas pisadas que se hacían más rápidas. La habían estado siguiendo, a la espera de que se rindiera. Le temblaban tanto las manos que no consiguió sacar la espada de la funda. Pensó que no sabía si merecería la pena morir peleando cuando todo dolía tanto.
—Aquí estás.
—Silva… —tanteó Titiana, sin colaborar para ponerse en pie. Necesitaba un momento.
—Y no protestes —añadió Giove, con un gruñido—. Piensa que yo me pedí primero matarte y no ellas. Venga, deja de hacerte la dramática. Mi hermana está vigilando, pero no tenemos toda la noche. Arriba.
Las miró por turnos, mareada. El pánico y el miedo se retiraron un momento.
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