Dos hijas para la muerte
Catorce
(Parte 2)
A Titiana le resultó tentador. Una botella de licor, ver a Giove perder apuestas hasta reírse de ella, dejar que Juven le contara alguna historia tan inverosímil como que iba a casarse con la otra sombra, quizá acabar tan borracha que la idea de una guerra entre dioses fuera banal. Una anécdota. Un chiste. Podría reírse, vomitar, volver a reírse, y dejar que la resaca al día siguiente lo arrasara todo.
—Me quedaré con Silva —contestó, echando un vistazo vago a la puerta—. Está sola con la profecta.
—¿Quién quieres que te mate, la coronel o la profecta? —se burló Giove. La mueca de después, por una vez, no parecía tan despreciativa—. Suerte. Te guardaremos algo si te quedas con ganas.
—Ten cuidado —susurró Juven mientras seguía a De Conti.
Titiana se quedó sola en el pasillo. Por un momento, temió que fuera a aparecer algún fuego y lo incendiara todo. Ya no sabía qué era lo que tenía que pensar, qué era lo que debía hacer. Solo quería ir detrás de la Emperatriz para asegurarse de que, al menos, nada de eso pasaba cerca de ella. Le daba igual que no le hiciera falta su presencia.
Tomó aire y se acercó a la puerta donde se habían reunido, convencida de ser útil al menos a su coronel. Sin embargo, se quedó quieta antes de entrar. Silva seguía mirando el mapa con el ceño muy fruncido y Quinta se había colocado a su lado con los brazos cruzados. Parecía más imponente que nunca, una columna bruñida en oro que sería capaz de sostener el Imperio por su cuenta. Siempre se había imaginado que ese era el papel de Silva, la clase de persona que sacaría la espada para proteger hasta a la última persona que hubiera en esa tierra. Seguía siéndolo, pensó; sencillamente, las Segundas Hijas habían resultado ser una buena competencia.
—Me gustaría que me escucharas alguna vez, Quinta —comentó Silva, en un tono afilado, sin apenas moverse—. Sé cuál es mi función.
—Y yo sé cuál es la mía. —Con una pausa, la profecta aflojó los brazos—. Te escucho todo el tiempo, ¿lo sabes, verdad? Te escucho y te veo y te observo y te admiro.
Titiana quiso desaparecer detrás del filo de la puerta, pero sabía que un simple movimiento alertaría de su presencia. Se limitó a observar, conteniendo el aliento, cómo Silva levantaba la mirada del mapa ante esa declaración. Tenía el rostro relajado por primera vez en mucho tiempo, los ojos tan abiertos que todo el palacio de cristal del jardín podría haberse reflejado en ellos.
—La admiración es un tema complejo, profecta —comentó, en el mismo tono lento con el que se había movido.
—Sí… Solo…
—Defiendes este lugar, a pesar de que es inmundo.
—¿Perdón?
—¿La villa imperial, el palacio? Son un nido de víboras —la interrumpió Quinta—. Pero tú lo defiendes, lo haces… noble. Eres leal y eres honorable. Sabes hablar cuando debes, y cuando no debes también sabes lo que decir. Sé que podrías dar tu vida por este Imperio. No creo que todo el mundo lo pueda hacer.
—Mis guardias sí.
—No, qué va. No como tú. Y si lo haces, es por ti. —Quinta esbozó una sonrisa—. Acéptalo y ya está, Silva. Dime que tú también me admiras, acabemos con esto.
La coronel le mantuvo la mirada a Quinta hasta que, azorada, carraspeó y se volvió ligeramente hacia el mapa.
—Es difícil no admirarte —admitió en un tono más susurrante. Estiró todo lo que pudo la espalda—. Creo que no había conocido a nadie tan insolente.
—Gracias.
—Oh, ya, claro.
—Y que sigo casada, Quinta.
Fue la primera vez que Titiana escuchaba reírse a Silva como si una tormenta la hubiera atravesado, incapaz de contener las carcajadas, la cabeza echada hacia atrás y el pecho batiente. No creía que la hubiera visto pasárselo bien con ninguna persona en muchísimo tiempo. Notó una punzada de culpabilidad por ver cómo la coronel sonreía después de reírse y sacudió la cabeza, sin querer responder al comentario.
A lo mejor estaba todo dicho.
Carraspeó entonces para hacerse notar, a sabiendas de que la sonrisa de Quinta ya no se afilaba y tampoco la había visto antes así. No sabía lo que podía significar.
—Venía a preguntar si era necesaria mi ayuda —soltó cuando las otras dos mujeres la miraron. Cruzó las manos a la espalda, la viva imagen de alguien completamente inocente—. Quizá con la preparación del preso o con el tema logístico en general, ya que he estado antes en Rotas, mi coronel.
—Tu coronel parece capaz de todo, De Nero —contestó Quinta. Entonces sí afiló la sonrisa—. Pero os puedo dejar con vuestras cosas de guardias antes de que Silva me diga que no tengo ni idea de tácticas militares y deba demostrar lo contrario.
La coronel arqueó una ceja, dispuesta a rebatirlo. Sin embargo, Quinta se dirigió a la puerta sin darle mucha oportunidad. Salvo, tal vez, por la sonrisa sesgada que le lanzó mientras salía de la estancia. Silva carraspeó, como si no la hubiera visto, y le hizo un gesto a Titiana para que se acercara al mapa.
Solícita, Titiana se acercó y contempló de nuevo aquella disposición que condenaba al Imperio.
—De Nero —la llamó Silva.
—¿Sí, mi coronel?
Se le atascó un poco la respiración en medio de la garganta. Se cuadró todo lo que pudo, seria, la vista bien fija en el mapa.
—No sé de lo que me habla, coronel. Las dos estamos aquí solo por el Imperio, al igual que la profecta Quinta. Solo se ha comentado eso, ¿no es así?
—Correcto, De Nero. —Le apoyó una mano en el hombro y se lo apretó—. Correcto. Ahora háblame de cuál es tu idea para salvar todo esto.
—No tengo ninguna, coronel.
Silva suspiró.
***
Solo Juven parecía alegrarse de conocer Rotas. Las demás guardias se inclinaban hacia el temor y la preocupación, lo que no había hecho más que aumentar cuando les cubrieron los ojos. Únicamente Silva se había indignado por el trato; ninguna guardia querría ponerse en peligro recordando cuál era el sendero adecuado. Titiana preferiría haberlo olvidado, así no tendría la sensación de que Eos también se las apañaría para sonsacárselo.
Cada cierto tiempo, echaba un vistazo en su dirección. Rodeado por las mismas hijas que lo habían sacado del bosque no tenía muchas oportunidades de escapar y ella estaba convencida de que lo haría. Lo deseaba. Era la única forma en la que se libraría de las hijas de los muertos, como las había llamado Silva. Era la única forma en la que no la delataría.
—Concéntrate en el camino —le aconsejó Maira mientras colocaba el caballo a su lado.
—Sí. —Se enderezó también sobre la grupa para demostrar lo bien que mantenía la vista al frente. Enfocó de inmediato a Helda, que avanzaba con Dacia a su diestra al frente de la comitiva—. ¿Ha dormido algo?
—Dormirá en Rotas —contestó la profecta. De reojo, Titiana vio la mueca que demostraba lo que opinaba en realidad—. A lo mejor si las sombras la perseguís, se esconde en la habitación y termina durmiéndose. ¿Lo ves factible?
—Ojalá.
—Esforzaos un poquito.
Hundió la mirada en el suelo. El polvo del camino se había convertido en una tormenta que custodiaba el avance.
—Me gustaría que esté bien —musitó, más para sí que para Maira—. Así que me esforzaré un poquito.
La profecta soltó una carcajada por toda respuesta. No tardó en alejarse de nuevo al trote. Era demasiado impaciente como para permanecer en el mismo punto de la fila todo el tiempo. A Titiana le habría ido bien su compañía. Tan solo pensarlo se le antojaba extraño, como si ella se hubiera convertido en otra persona y ya no supiera a quién apreciaba o a quién despreciaba; como si de pronto ya no tuviera clara ninguna prioridad. Pero Maira no paraba de hablar y la mantendría distraída de ese círculo de pensamientos; podría tenerle cariño por eso.
Por suerte, el camino se hacía más complicado a partir de ese punto, por lo que pudo mantener la concentración en el caballo, las piedras, las guardias que estaban más cerca. Se le escapó alguna mirada hacia Eos, que fue recibida por una mueca de Runa lo bastante agresiva como para imaginar que estaba diseñando cómo enredarla también a ella en raíces y ramas salidas de ninguna parte. Si no hubiera visto de lo que eran capaces, Titiana no le habría dado importancia.
Rotas se abrió paso en el horizonte igual que un espejismo: la representación de que ese mundo existía y la había atrapado. Bajó del caballo para ayudar al resto de las guardias a hacer el último tramo, guiando los de ellas con pequeños sonidos tranquilizadores. A los animales no les gustaba acercarse al patio donde entrenaban las hijas.
Sin embargo, era el mejor sitio para hacer una gran presentación. Titiana apretó los dientes al ver a todas las Segundas Hijas de Rotas formando en medio del lugar de entrenamiento. Llevaban las túnicas azules arregladas y limpias, lo que destacaba todavía más las armas pequeñas que portaban. Las dos comandantes que se habían ocupado de la formación estaban al frente. Cuando Silva se retiró la venda de los ojos, las dos mujeres sonrieron de forma exultante.
—Coronel —dijo Helda, que se había colocado entre ambos grupos con actitud tranquila—. Le presento al ejército de Rotas.
Titiana temió que Silva, por primera vez, no ofreciera la reacción adecuada. Una de las comandantes de Rotas se acercó antes de que todas las dudas pudieran quedar expuestas; las manos tendidas hacia su superior en señal de respeto, de arrepentimiento, de petición. Silva se las cogió con delicadeza y aceptó el abrazo que iba después.
—Te las presentaré a todas, coronel —le dijo la comandante—. Te hemos echado de menos por aquí…
Las comandantes de la villa imperial se acercaron a saludar también con las manos por delante. Fue sencillo de esa forma, un rebumbio de nombres lanzados al aire en lo que unas y otras se mezclaban.
Se colocó delante de las profectas y Helda antes de que entraran en el templo.
—¿Podemos hablar?
—La Primera Dama necesita descansar —se adelantó Dacia.
—De acuerdo.
—Tengo que leer lo que pueda ahora —se justificó Helda. Alargó una mano y la retiró un instante después hacia atrás—. Y contarles que nos marcharemos pronto… Y descansar, también —añadió ante el rugido de Dacia—. Luego.
Asintió con convencimiento. Tampoco sabía qué debería decirle. Confesar que conocía a Eos no iba a aliviar ningún tipo de carga, solo complicaría más la situación. Solicitarle más tiempo para hablar con él y sacarle dónde estaban las personas a las que se habían llevado del templo maldito implicaría una negativa, quizá una discusión, y tampoco creía que Eos fuera a compensar el desafío: no le diría nada, ya la creía una traidora. Por otro lado, preguntarle cómo iban a ir al note a combatir lo imposible era ruin. Aunque lo era todavía más plantear en qué momento dejaría de ser ella para pasar a ser una diosa que quería conquistar el Ciclo Medio.
El dolor de estómago se acrecentó mientras Dacia y Quinta empujaban a Helda con disimulo hacia el interior del templo. Maira las siguió por inercia, perdida otra vez en el limbo que a Titiana cada vez le daba más pena y menos miedo. No podía contar con una aliada entre las profectas, la candidata más plausible ni siquiera estaba ahí de verdad.
Juven le hizo un gesto para que se uniera al pequeño grupo que tenía a su alrededor: varias hijas emocionadas que no paraban de hablar. No se le ocurría nada peor. Le hizo un gesto para que siguiera confraternizando, ya que al plan, fuera el que fuera, de Helda y las profectas le iría bien esa alianza. Caminó hacia el interior del templo antes de encontrar más obstáculos.
Tenía que ayudar de alguna forma a Helda, y a los rebeldes, y a las Segundas Hijas secuestradas, y a las guardias. No sabía en qué momento el deber se había convertido en eso, pero la opresión en el pecho era insufrible. Iba a vomitar.
Se dio cuenta, al poco de vagar por el templo, que la persona tan desubicada como él parecía ser León Rosa. A Titiana le había extrañado su disposición en el anterior viaje: al acecho, sin acercarse ni alejarse del todo jamás. No parecía estar recogiendo información, desde luego tampoco ayudaba al entrenamiento de las hijas, y a juzgar por cómo ojeaba en algunas de las habitaciones del templo, aquello no era un asunto de devoción.
Titiana masculló entre dientes. Dejó que León saliera del establo y luego fue a por uno de los caballos que todavía estaban con la silla colocada. Intentó seguir al tío de la Emperatriz a una distancia prudente, sin saber hasta qué punto realmente él no se había dado cuenta de que lo estaban siguiendo.
La ruta se alejaba de Rotas a través de uno de los bosques de la ladera de la montaña, y luego se alargaba para conquistar el siguiente y bordear por el cruce que la unía con su hermana. Un río discurría para formar la frontera y, después del puente que lo atravesaba con calma, se veía un pequeño lago que servía de acercamiento en común. Había visto a las Segundas Hijas ir hasta allí en alguna ocasión con el pretexto de nadar, pescar en esa zona o incluso llevar más agua, como si los pozos de Rotas no estuvieran lo suficiente llenos y tuvieran que acercarse a ese punto entre las dos montañas, al final del valle. Distinguió la torre que se erigía en medio de las laderas, clavada igual que un alfiler: había ido a buscar a Helda en una ocasión.
Dejó el caballo atado a un árbol en cuanto estuvo lo bastante cerca. León había seguido a lomos del suyo hasta las puertas, abiertas de par en par. Las Segundas Hijas salieron del interior sin necesidad de que las llamara y Titiana distinguió a dos de ellas: habían estado antes en Rotas, las había llegado a entrenar en la espada.
Se acercó entre los árboles, pero no llegó a escuchar la conversación en la que una de las encargadas de aquella torre hacía un montón de gestos. León Rosa terminó llevándose a las hijas hacia el interior del edificio con varias sonrisas amables y aspavientos. No era la primera vez que iba hasta allí. Si aquello era un lugar lleno de libros y documentos de Segundas Hijas eruditas, no entendía por qué estaba él: Helda no lo había puesto a investigar en Rotas ni parecía tampoco interesada en tenerlo cerca en general. El ruido del interior de la conversación se filtraba en oleadas mansas, por lo que tampoco era un punto de formación militar. Ya le había parecido raro en su día cómo había desbancado Helda las preguntas sobre aquel lugar, pero de repente no tenía duda de que era un sitio importante.
Titiana echó un vistazo alrededor y finalmente se coló con pasos rápido en el interior de la torre. Era una estructura sofocante, con una escalera central que subía y subía y subía. Un pasillo serpenteaba por detrás y le llegó la voz de León saludando al resto del personal de aquel sitio. Recordó la mirada que le había lanzado el hombre, de refilón, mal fingida; quería que lo siguiera y quería que entrara en ese sitio.
Las voces subieron de nivel, probablemente regresando a la entrada. Titiana empezó a subir por las escaleras de dos en dos, sujetando todo aquello que pudiera tintinear contra su cuerpo. Los peldaños eran empinados, le faltó el aliento cuando apenas estaba en la mitad. En todos los rellanos en los que había parado, las puertas estaban cerradas o bien daban a estancias vacías en las que no había nada de interés. O por lo menos, no una biblioteca llena de libros importantes sobre mitos y leyendas.
—Por favor, Helda, no hace falta que llames.
Abrió la puerta con una mano sobre la espada que llevaba colgando de la cintura, un pie delante de otro para atravesar el umbral. La habitación estaba tan desordenada como lo estaría en una casa cualquiera, con sábanas y ropa por el suelo, joyas en las mesas y libros entre unas y otras. Vita florecía en medio de todo ese caos, con la luz de la ventana a su espalda arrancándole destellos dorados del pelo, la piel, la ropa.
—Vaya —se le escapó a la anterior Emperatriz. Subió las cejas, doradas y finas—. Titiana De Nero.
No era la primera vez que Vita le daba un abrazo. Cuando eran niñas, lo hacía a menudo y, al crecer, los había convertido en una recompensa por algo, a sabiendas de que ella se estremecía en cada contacto. Lo hizo entonces, mientras le devolvía el gesto con fuerza. Después de tanto tiempo, después de tantas historias y dudas y peleas, la había encontrado.
La había encontrado.
El pánico de esa verdad le aceleró el corazón mientras Vita se separaba. Parecía que estuviera mirando a los ojos de Helda, la persona a la que había dejado en Rotas y por la que marcharía a la guerra. Era idéntica a la Primera Dama. Vita le sonrió y pensó que no, en realidad no, no se parecían en nada. La sonrisa de Vita se alargaba, se profundizaba por sus mejillas hasta agotarse antes de llegar a los ojos.
—Has venido a buscarme —dijo la Emperatriz. Se rio de nuevo—. Claro que sí. Siempre supe que tú vendrías a buscarme.
—¿Has estado aquí todo este tiempo?
—¿Qué?
—Ah…
Vita ascendió un poco más las manos. Le acarició las muñecas, los antebrazos, llegó a la flexura del codo. Le sonreía, hecha de una pasta cálida que encajaba a la perfección en sus recuerdos. Titiana intentaba pensar, pero era incapaz de hacerlo si la Emperatriz no dejaba de tocarla. Rara vez lo había hecho desde que habían crecido, desde luego no así.
—Sé que los dioses están dando bendiciones a gente fuera de las Segundas Hijas —le confesó la Emperatriz—. Ya no hay ningún motivo para que me quede aquí y le done todo mi Imperio a una persona que no sabe controlarlo. Puedo hacerlo yo. Puedo conseguir cualquier dios y ocuparme. León sabrá los trucos para la parafernalia, ha estudiado; y lo conseguiré.
—¿Cómo sabes eso?
—Están invadiendo el norte, sí… Pero es…
—Antiniara Loa Coloso, sí. —Vita afianzó la sonrisa. Se acercó un poco más hasta que su pecho rozó el de Titiana. Tenía que ponerse de puntillas para mirarla mejor a los ojos—. Lo sé. La mataré. Me quedaré con el dios que sea que esté dispuesto a darle la bendición a una bárbara y la mataré, sí.
Titiana intentó respirar hondo. Eso no tenía sentido, pero las manos de Vita seguían subiendo y se estaban afianzando en sus hombros. Eso tampoco tenía sentido, solo que resultaba agradable. Se amoldaba a ella, a cómo la había venerado mientras vivía de cría en el palacio, a cómo la había preservado después.
—Una guerra destrozará el norte. Y más una guerra divina. Podría ser peligroso…
La Emperatriz sacudió una mano. Titiana notó el frío que dejaba la palma ausente contra su piel, deseó no haber dicho nada.
—Puedo hacerlo. ¿Y a quién le importa el norte si puedo ganar y ponerlos a todos en su sitio?
—¿Qué?
La cuestión era que no había ido a buscarla allí. No sabía en qué punto había dejado de hacerlo, en qué momento había renunciado a los rebeldes para convertirse en una traidora entre los traidores. Pero no estaba allí por Vita. Había ido para ayudar a Helda. Porque su tío parecía estar tramando algo. Porque la Primera Dama no quería destrozar regiones enteras solo porque luego podría tomar otras.
Quería decírselo, pero Vita chasqueó la lengua. Había subido la mano que tenía todavía en sus hombros hasta su cuello y conseguido que Titiana se doblara hacia ella sin pretenderlo. Podría haberse colgado, que la sostendría. Solo tenía ojos para los de Vita, que estaban tan cerca que podía ver cada veta de verde, cada veta de azul. El pánico de su estómago, la angustia en su pecho, todo se había convertido en una vorágine tan rápida y tensa como lo que estaba ocurriendo, y amenazaba con tragársela.
Supo lo que había dicho cuando Vita soltó una exclamación rabiosa entre dientes y la soltó. Se alejó de ella como si fuera corrosiva; tan solo tocarla parecía producirle desagrado.
—Vita —la llamó—. Helda tiene a la diosa de la Muerte y la Destrucción. Puede ocuparse de la reina Antiniara de tal forma que haya el menor número de daños posible.
—¿Eso crees?
—Sí.
—¿Y qué pasará cuando no gane? ¿Qué pasará cuando no tenga valor de hacer lo que hay que hacer?
—Hará lo que haya que hacer —repuso ella, con el ceño fruncido.
—No, no lo hará. Porque se lo he dicho un millón de veces y… En fin, sigue con los mismos problemas. En cambio, yo —dijo, señalándose— podría solucionarlo. Le quitaré el dios ese de mierda a Antiniara. —La expresión hizo que Titiana se tensara—. ¿Qué? ¿Un poco de escándalo? ¿Desde cuándo eres piadosa?
—Desde que los he visto.
—Por favor… Solo habrás visto el espectáculo de alguno. Titiana —la llamó de nuevo, más firme—. Tienes que sacarme de aquí.
—No puedo hacer eso. Helda…
Boqueó. Solo sirvió para que Vita volviera a reírse.
—Vas a sacarme de aquí, Titiana —le dijo con la última carcajada. Dio un nuevo paso, pero esa vez Titiana retrocedió—. Te lo estoy ordenando.
Fue como si la hubiera golpeado. Titiana se arrepintió de inmediato, pero también se cuidó de dar otro paso hacia atrás por si acaso, la mano de nuevo cerca de la espada. Todo lo que estaba diciendo Vita era terrible y destructivo, y acabaría con la vida de la gente sin darles oportunidad. Sin dársela a su hermana, que estaba buscando la manera de enfrentar la situación.
Respiró hondo.
—Lo siento, Vita… —probó—. Pero no eres mi Emperatriz. Y no puedo ayudarte.
Era incapaz de negarlo. Tampoco podía permanecer allí más tiempo. Tenía que regresar al templo, decirle a Helda que su tío estaba conspirando en su contra. Pero sobre todo tenía que alejarse de Vita, que le mantenía la mirada como si fuera a desafiar al mundo. Así era como miraba siempre, y a Titiana le había parecido valeroso e imponente, digno de su cargo; ya no lo tenía claro.
Salió de la habitación mientras los labios de la anterior Emperatriz se curvaban. Le pareció escucharla a pesar del groso de la puerta ya cerrada: «Huye, traidora».
Fue exactamente lo que hizo. Silenciosa, como le habían enseñado los rebeldes en pequeños asaltos a los que la habían llevado; sigilosa, como la había entrenado Silva con el resto de las guardias para hacer las rondas sin molestar a las personas importantes de verdad del palacio. Abandonó la Torre con los puños apretados mientras todavía le llegaba la voz de León desde alguna habitación perdida. Sabía hacer aquello. Sabía conspirar, sabía engañar, sabía huir. Sabía traicionar.
Notaba la boca seca y la mandíbula tan tensa que le costaba moverla cuando llegó de nuevo al templo, después de dejar al caballo en el linde del valle. Lo había hecho porque dos jinetes habían pasado a toda prisa cerca de su camino y le había asaltado el miedo: la descubrirían antes de poder contar la historia de forma adecuada. Le dolían las rodillas de aquellas escaleras, le dolían los pies de caminar tan rápido, le dolía el pecho. El patio seguía sumido en el bullicio cuando lo atravesó, pero le pareció que era diferente, más tenso y exaltado, más vibrante.
Entró en el templo con la determinación firme de encontrar a Helda. El jaleo del patio se había trasladado a la sala de descanso, en la que había afilado armas y repasado notas y visto a las profectas lanzarse pullas o historias viejas. Había una pareja vestida de azul sentada en el suelo cubierta por polvo y sudor. Las voces del resto de las presentes se alzaban por encima de ella, atronadoras, caóticas. Nunca había visto a las Segundas Hijas de Rotas perder el control de esa forma en el interior del templo. La mayoría seguían bien la actuación de ser dignas eruditas, herederas de las Primeras Damas antiguas; o por lo menos tenían mucha dignidad y odiarían que ella las viera así.
Pero quizá ese era el asunto: ni siquiera la estaban viendo. Titiana era consciente de que creaba una impresión al entrar en una sala, sobre todo cuando llevaba la indumentaria de guardia y una espada colgando de la cadera, sobre todo cuando no era su lugar, cuando todo en ella rezumaba a esa desesperación concreta. La que solo aumentó y aumentó y aumentó, porque una parte de ella sabía lo que estaba pasando.
Encontró los ojos de Helda en medio de la tormenta que había en la sala. Quinta le hablaba al oído, tensa y seria como una estatua. Maira había abandonado todo contacto con ese mundo, solo quedaba de ella una Fortuna cuyos ojos blancos no traían buenos presagios. Por detrás, Dacia había renunciado a cooperar en ese caos y se había sentado muy recta, igual que si fuera una reina de un lugar muy lejano. Helda apretó los labios cuando supo que Titiana no apartaría la mirada ni se iría, incluso si todas las hijas allí reunidas optaban por sacarla a rastras.
La Primera Dama se separó de su primera profecta y atravesó la tormenta hasta quedarse delante de ella. Las Segundas Hijas siguieron hablando, en busca de una salida y una explicación que no implicara que se habían confiado cuando, durante siglos, no habían confiado en nadie que no fuera ellas mismas.
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