Dos hijas para la muerte
Catorce
(Parte 1)
La provincia de Alabastro, perdida al inicio de la nueva guerra contra las fuerzas bárbaras invasoras, todavía se encontraba en ese mapa: alguien la había rodeado con una pintura de color rojo brillante. Silgar, a su lado, había sido rayada; el rojo estaba fresco como si la sangre acabara de ser derramada. Todo lo que había por encima de la región del norte estaba igual de incendiado. Pero también había rastros de ese tono en el oeste, hasta entonces perfilado en el verde que pertenecía a los urcanos y sus glaciares.
Los Rosa siempre habían hablado de la falta de disciplina y honor que danzaba en la sangre de los pueblos salvajes que los amenazaban; gritaban a quien fuera a oírlos todas las desgracias que hacían a los bárbaros ser, precisamente, bárbaros. No concebían la posibilidad de que se unieran, eso solo lo había conseguido el Imperio gracias a todas las ramas de esa poderosa familia y la bendición de los dioses. A Titiana no le había costado encontrar datos que hablaban de cómo en realidad los Rosa habían truncado todas esas negociaciones entre pueblos enemigos, un método para mantenerlos diezmados e inofensivos. Si se habían mantenido así, a pesar de que la presión del Imperio había disminuido, era por las diferencias entre cada grupo. El cambio solo podía tratarse de que habían descubierto lo fácil que sería si se aliaban, y lo fácil que gobernaba la reina de los colosos.
Los urcanos eran los primeros en firmar una alianza con Antiniara. No serían los últimos. La Vida se abría camino, y ese camino la llevaría al corazón del Imperio.
—Todavía no tienen Silgar —dijo Silva, rompiendo el silencio de la sala. El mapa no hablaba, pero todas las presentes lo estaban escuchando—. El ataque ha sido… catastrófico —eligió. El término, según los informes del ejército, no le hacía justicia—, pero no es suya. Es defendible. El general está convencido, y yo…
—¿Apoyas al general? —preguntó Quinta. Tenía una expresión seria rara en ella, y ni siquiera el tono sarcástico era el habitual—. Todas sabemos que es un imbécil.
—Es magnífico —replicó Silva, aunque parecía más incómoda que segura con su respuesta—. Tiene una mente táctica brillante y el ejército confía en él.
—Sigue siendo un imbécil.
—Sí, pero… —Sacudió la cabeza al haber sido cazada en esa renuncia. Quinta afiló una sonrisa—. Sigue siendo un buen militar y, a pesar de todo, hay esperanza.
—Si siguen entrando en el Imperio, no habrá esperanza ninguna —comentó Dacia. Era la única que se había sentado alrededor de la mesa y parecía más vieja que nunca—. Además, si esa teoría es cierta y están con los urcanos…
—Es probable que sea cierta —afirmó la coronel. No merecía la pena engañarse en ese aspecto—. Silgar está al oeste. Los colosos han tenido que contar con el apoyo de los urcanos para descender por el glaciar al primer pueblo de Numia.
Se volvió a formar el silencio. A través de las ventanas, se escuchaba formar a las guardias; Silva había mandado a las comandantes estar preparadas para lo que hubiera que hacer. Nadie tenía muy claro qué era, después de aquel mensaje y la falta de explicación, pero tampoco había existido ni una sola protesta. Titiana se recordaba vagamente diciéndole a Juven y Giove que era un asunto de los dioses, también recordaba vagamente sus caras de desconcierto. Habrían tenido tiempo para asimilarlo mientras vigilaban fuera de la sala.
—Debería haber ido —musitó de repente la Primera Dama. No había dicho nada desde que entraron en la sala; se había limitado a parecer una estatua, alta y recta al lado de la mesa, callada—. Está claro que vino solo porque esperaba que luego me reuniera con ella en el territorio de los colosos.
—Eso es una tontería —se quejó Quinta.
—No lo es. Es lo que quiere. —Mantuvo la mirada fija en el mapa durante un rato—. ¿Qué opinas, Silva?
—¿Sobre ir al norte a enfrentarte a ellos?
—Sabes lo que está pasando.
La coronel tragó saliva. A lo mejor no se había tomado en serio lo que Titiana le había dicho, demasiado pendiente de que tenían a un prisionero rebelde entre manos, pero el mensaje ardiendo en la pared y el resto de pistas que habían dejado los dioses para Helda eran demasiado claros en su conjunto. Se revolvió aun así con incomodidad; preferiría no tener que pensarlo en esos términos.
—Esta pregunta debería hacérsela a un oficial del ejército —musitó Silva, reacia.
—Pero ellos no saben todo. Así que te lo pregunto a ti.
—Ya está en peligro, es evidente —contestó la oficial de las guardias—. Se ha perdido Alabastro…
—Alabastro se perdió cuando había otra Emperatriz en ese trono —replicó la profecta, furiosa.
—Eso a la gente no le importa. Lo que ven es a una Primera Dama en el trono de la Emperatriz que ha perdido Alabastro y que va a perder Silgar, y que sigue sentada en el trono de su hermana, beneficiando a las Segundas Hijas y alejándose del deber. La gente tiene hambre y miedo —expuso Silva. Volvió la vista hacia las otras dos profectas primero; luego, se centró en Helda—. Buscarán un culpable, y serás tú porque no eres lo que el Imperio les ha dicho que serías.
—No soy Vita Rosa —concluyó Helda.
—No lo eres, no. Así que si se pierde Silgar, si se sigue muriendo gente…, los rebeldes lo tienen hecho. No me ha hecho falta preguntarle al que tenemos encerrado: es evidente.
Quinta soltó una protesta que la Primera Dama acalló al levantar la mano. Estaba más pálida que de costumbre, se le marcaban las ojeras debajo de los ojos y Titiana tenía la sensación de que todo el tiempo uno brillaba más de lo debido. Se había fijado en cómo se apretaba las manos, una contra la otra, o cómo presionaba las yemas en los muslos, los brazos, la punta del esternón.
—¿Así que tu propuesta para que no se subleven es lanzarla a los colosos? Sin preparación, sin datos coherentes, sin un plan —expuso Quinta.
—No digo que tenga que entrar en combate. Tan solo ir.
Silva dio un paso hacia adelante.
—No podéis ir a Rotas otra vez. —Pareció darse cuenta de lo que acababa de hacer y lo tarde que era para retractarse—. Los rebeldes incitarán a la gente si no vais al norte o si lo perdemos, pero si desaparecéis de nuevo en un templo, con todo lo que está pasando, no les hará falta. La villa imperial se caerá a pedazos, los aristócratas están hartos…
—Lo sabes de primera mano, ¿no? —musitó Quinta.
—Sí. —Silva se enderezó, como si la hubiera atacado y estuviera dispuesta a lanzarle una dentellada al cuello si volvía a hacerlo—. No les gusta que haya una Primera Dama como Emperatriz y no les gusta la pérdida del consejo, que no les escuche apenas, y no les gustará que huya. Porque será lo que parezca.
Helda le sostuvo la mirada a la coronel durante un rato. Estaba claro que tenía razón, pero el mapa que tenían debajo también. Las posibilidades de triunfo, eligiera lo que eligiera, estaban viciadas por demasiados factores que poco tenían que ver con el verdadero problema.
—¿Quiere que lleve a las guardias a Rotas? —dudó Silva.
—No serán las primeras en entrar y nos ocuparemos de que no vean el camino —resolvió Helda con tranquilidad. Miró hacia las profectas, a cada cual más tensa que la otra—. Salvo que a alguien se le ocurra una solución que no vaya a producir el final del Imperio o de las Segundas Hijas al completo.
En esa ocasión, el silencio fue desolador. A alguien debería ocurrírsele una alternativa, solo que incluso Maira, que había dejado a la Fortuna observando el mapa, permaneció callada. Si no iban al encuentro de los colosos, estos arrasarían el Imperio. Si iban al encuentro de los colosos, la guerra divina arrasaría el Imperio. No sabía si Silva había establecido también esa línea de pensamiento, pero cuando la miró parecía pedirle que siguiera callada.
Helda se apretó con fuerza los antebrazos antes de relajarlos a ambos lados del cuerpo. Ante la falta de más protestas, la decisión quedaba tomada.
—Prepara también a nuestro invitado, coronel. El trato que hicimos sigue en pie con él —dictaminó Helda. Dio un paso hacia atrás—. Nos vamos en cuanto anochezca. No quiero parafernalias.
Silva dudó ante el mapa.
—Debo escribirles a los oficiales del ejército, Emperatriz. Sería bueno que se avisara también a los aristócratas y… —Boqueó. Finalmente, asintió—. Me ocuparé de todo.
—Quinta puede ayudarte.
Sin más, la Primera Dama se dio la vuelta para salir de la sala. Las otras dos profectas la siguieron y Titiana se apresuró a hacer lo mismo. No había nada que se le antojara peor que colocarse en medio de una conversación entre Silva y la primera profecta. Además, tampoco sabía qué más hacer. Se sentía perdida y aterrada y la oportunidad de Eos acababa de hundirse por completo.
Fuera, Juven y Giove la miraron con las cejas enarcadas, a la espera de más noticias. Las ignoró y siguió detrás de Helda durante un rato por el pasillo. Era su guardia, podía seguirla. O podía no hacerlo, a juzgar por cómo se volvieron las profectas a mirarla antes de torcer por el pasillo.
—Quédate con las guardias —le aconsejó Dacia, en un tono suave y cascado—. Que se preparen para lo que hay en Rotas. La Primera Dama necesita descansar.
Iba a protestar. No había descanso posible, no podía quedarse sola. Pero el peso de una mano en el hombro la detuvo. Se giró hacia Juven, que le dedicó una sonrisa tan cansada como el resto de su postura. Por detrás, Giove soltó un bufido que sonaba extrañamente a una invitación, o tal vez una forma burda y salvaje de consuelo.
.
***
¡TÚ ELIGES!
De nuevo, tenemos que ayudar a Titiana a decidir:
- OPCIÓN 1: Titiana acude a la fiesta de las guardias
- OPCIÓN 2: Titiana se queda para ayudar a Silva
*Tomaremos en cuenta las respuestas con fecha hasta el domingo (12/03/2023).