Dos hijas para la muerte
Trece
(Parte 2)
Desde la butaca, Helda observó el techo con atención. Faltaban piezas en el mural: se habían perdido estrellas, el mordisco de la luna era más amplio, los colores estaban deshechos. A la diosa le había hecho falta muy poco tiempo para alterarlo de esa forma. Era su venganza particular, suponía Helda. La manera en que le decía que no le estaba dejando resolver aquello como deberían; que no le había permitido acabar con todos los rebeldes.
Quizá era cierto, debería haberle dejado ese resquicio. Habrían muerto todos los rebeldes, quizá alguna hija y las niñas seguirían desaparecidas, pero al menos dejaría el mensaje claro para aquellos que querían derrocarla: no podían con ella. Con la diosa. Desde luego, Vita se habría echado a reír si le hubiera llevado ese dilema a la Torre, igual que había hecho con el de los colosos.
Cogió el vaso de licor de naranja que tenía en el suelo y le dio un trago pequeño. Se lo había llevado Quinta antes de retirarse a su cuarto, ojerosa, contrita: «Duérmete», le había ordenado mientras se iba. Helda era consciente de que le habría echado algún elixir. Si de algo tenía tiempo la profecta era de pasearse por el mercado, entre los vendedores más cuestionables nada más regresar al palacio, con el mundo a punto de romperse. Apoyó el cristal del vaso contra los labios, notó lo frío que estaba y volvió a repasar el techo, más despacio.
—¿Cómo es Rotas? —escuchó en la lejanía.
—Cállate —respondió otra persona—. No te lo puede decir.
—¿Por qué?
—Porque es un lugar secreto y sagrado. ¿Sabes algo sobre lo que significa «secreto» o «sagrado»?
—Más que tú. ¿O quieres…?
—¿Podéis callaros las dos? —intervino una tercera voz. Helda sonrió contra el vaso de forma automática; a esa la reconocía—. Juven tiene razón: no puedo hablar de Rotas.
—¿Ves?
—Tú me preguntaste antes, así que no te vayas de digna.
—Lo sabía —musitó la primera voz, ufana—. Sois lo peor.
—Venga, De Conti. Ha traído a mi hermano. Y no habla, ¿a quién le voy a preguntar?
—¿Eso acaba de ser un chiste? —dudó Titiana.
—¿Lo de que no habla? No. Es verdad. O sea, lo he dicho como un chiste, sí. ¿Qué? Dejad de poner esa cara. A él también se lo dije cuando lo fui a ver: «A ver si me saludas». Le hizo gracia.
—Y tú eres la devota —masculló la que debía de ser Giove—. Menuda desgracia sois las dos.
Hubo una especie de refriega en el pasillo, o por lo menos todos los tintineos sonaban como tal. Helda arqueó las cejas en la soledad de su habitación, entre curiosa y divertida. Sabía de todo el honor y la gloria de las guardias, de toda la rigidez que imperaba entre sus filas; hablaba a menudo con Silva, después de todo, y había visto a su madre dirigirlas cuando era una cría y se acordaba mejor de la firmeza de su voz entonces que cuando le hablaba. Eso no implicaba que las guardias fueran personas que discutían. Titiana era la prueba de ello. Supuso que sería como ella con las profectas: sedas y joyas cubriendo pullas amistosas.
—¿Dónde están mis otras dos sombras? —le preguntó.
—Era el turno de hacer una patrulla pequeña. Están recorriendo el ala rápidamente, Emperatriz.
—¿Antes o después de pelearse?
—Después. —Titiana carraspeó—. ¿Nos estabas escuchando?
—Un poco —le confesó, risueña—. De todas formas, no podía dormir. Tú también tienes un aspecto espantoso.
—¿Gracias?
—¿Silva no te ha dejado descansar un poco?
Titiana sacudió la cabeza, resignada. La coronel seguiría enfadada por haber sido convencida de dejarla marchar con las profectas, sin más guardias. O a lo mejor se trataba de haberle llevado a un rebelde a las puertas del palacio o, antes que eso, a los colosos. Tenía motivos para estar enfadada. No creía que fuera una persona cruel, no obstante; y solo habría ratificado lo muchísimo que le gustaba el deber haciendo que Titiana recuperara el suyo. Con ojeras y los hombros caídos y el pelo aplastado. Tenía la nariz ligeramente quemada por el sol de esos días a caballo y comenzaba a descamársele.
—He escuchado lo de Juven De Juno con su hermano —comentó en tono distendido—. Me alegra que puedan verse.
—Creo que es incomodísimo para los dos, pero bueno. Giove se encarga de aguantarla.
—¿En serio?
—¿Giove siendo simpática? Sí. Me perdí algo mientras estaba fuera.
—Importante.
—Sin duda.
Helda sonrió ante la carcajada que soltó Titiana con esas dos palabras.
—Puedes pasar, si quieres —le ofreció con un gesto—. Estoy despierta y puedes protegerme mejor dentro que desde la puerta.
—No… no creo que esté bien que entre —respondió Titiana tras un instante. Tenía la nariz un poco más roja que antes—. La habitación es privada.
—Pues al balcón. —Repitió el gesto—. Tengo licor de naranja, aunque creo que Quinta lo ha adulterado con algún somnífero. También hay agua.
—Creo que el agua gana al licor de Quinta.
Dejó que Titiana entrara con calma y se dirigió a la cómoda. Habían retirado el espejo definitivamente, quedaba solo su sombra en la pared; todavía le parecía turbio. Procuró coger los vasos con fuerza, la yema de los dedos presionando bien contra el cristal: la diosa no le había arrebatado el control de su cuerpo todavía. No de verdad. No del todo. Daba igual lo que dijera el mural del techo.
Salió al balcón con los dos vasos llenos de agua, Titiana todavía estaba tanteando el umbral de la puerta. Se sentó en el suelo, la espalda pegada a la pared. Soplaba una brisa tranquila desde los jardines que le llevaba el olor a tierra removida. Desde ese punto, a través de la barandilla que recubría el espacio, podía ver los árboles y un resquicio de la casa de cristal de las guardias. Sabía que los jardines estarían llenos de patrullas esos días, que se acercarían a los pies del balcón de forma intermitente. En Rotas, había dormido sin seguridad, tranquila y con los nombres de otros dioses en la cabeza.
Titiana apareció después de un rato y carraspeó, como si estuviera pidiendo de nuevo permiso antes de sentarse. Dejó la espada a un lado, con delicadeza. Helda la había visto cuidar tanto de esa espada como del resto de sus armas, pero no pudo evitar igual sonreír para sí. Le dio el vaso de agua.
—Gracias —murmuró Titiana, con cierta extrañeza contenida.
—¿No te creías que de verdad te fuera a dar de beber?
—Es un poco… raro para una Emperatriz. O Primera Dama. Pero… me creo todo lo que dices, así que… —Alzó el vaso y le dio un trago.
—¿Por qué es raro? Te pasabas los días diciéndome qué haría ella o qué no: ¿no haría esto?
Titiana soltó una carcajada entre dientes, áspera. Desvió la mirada hacia el frente, como si le costara encontrar una respuesta mejor que ese sonido.
—No —decidió después de un rato. La miró de soslayo, todavía con los ojos encendidos de reírse—. No. No lo haría.
—¿Y tengo que echarte, entonces?
—No. Pero porque me acabo de sentar y creo que no podría levantarme tan pronto.
—Ah, entonces es un asunto de piedad.
La última frase hizo que Helda arqueara las cejas, aunque la guardia no la estuviera mirando. Tampoco parecía que lo hubiera dicho para nadie más que ella misma.
Había un deje de broma en su voz que costaba encontrar, como si también estuviera dolida por esa verdad. Helda suponía que todas las guardias se habían dado cuenta hacía mucho que no era un asunto real de necesidad, por eso se había ocupado sola de la asesina que había entrado hacía mucho en su habitación después de que matara a sus supuestas protectoras. Se trataba de tradición, de lo que implicaba ser una Rosa y una Emperatriz Rosa. Se trataba de dar sustento a muchas jóvenes que se habían criado pensando que proteger a quien ocupara el trono de Numia sería su futuro, que serían indispensables.
Suspiró, porque se le hacía raro que Titiana no lo hubiera visto, que hubiera creído que eso sería lo que haría su hermana. Por supuesto, era mentira: Vita prescindiría de la guardia si fuera capaz de ocuparse de su propia seguridad; pero nadie tenía por qué saberlo.
—Me hacen falta guardias —dijo en cambio, con sencillez. Titiana se rio—. Es verdad.
—¿Para que patrullen por los jardines a la luz de la luna? ¿O para que se peleen a tu puerta?
—Para ambas.
—Por supuesto.
Titiana palideció. No se lo había agradecido, porque creía que sería algo innecesario que las haría sentir muy incómodas a ambas: era el deber de Titiana protegerla, era su deber mostrarse inalcanzable y sin agradecimientos por ello. Sin embargo, recordaba haberla visto temblando y sudando, manchada de sangre, con la espada en el cuello de aquel hombre que podría haberla matado, y sentir una oleada de agradecimiento que la había dejado incapaz de respirar. Por encima de la presión de la diosa, del caos, del miedo y el pánico, se había superpuesto eso con una intensidad incomparable.
No tenía palabras para explicar que le resultaba importante, o digno. O meramente reseñable entre todo lo que había pasado. Porque le había parecido palpar el miedo de Titiana en esos momentos, le había parecido ver el pánico en sus ojos, pero la había ayudado a ella.
—Vaya…, gracias por tu consejo.
—De nada.
Se hizo un silencio tenso. Luego, igual de brusca, la guardia soltó una carcajada y sus hombros se relajaron. Helda se le unió, plácida. Le costaba seguir las bromas si no eran de las profectas, no estaba acostumbrada. Era una pena. O no, porque le resultaba maravilloso redescubrirlas con Titiana, según se estaba dando cuenta.
Se relajó contra la pared del balcón.
—Tuve que concentrarme —le dijo, a modo de justificación—. Por un momento, pensé que… ocuparía mi cuerpo. Y lo que viste en el salón del trono no sería nada —matizó—. La violencia es propicia para… dejarle paso.
—Ya, imagino. Es la Muerte y la Destrucción.
Titiana cogió aire, hinchó el pecho.
—Lo vi —musitó la guardia—. En la pelea. Algunas… era como si no estuvieran allí.
—Sí… Por eso hago entrenar a las Segundas Hijas en Rotas. Si queremos una oportunidad, no es que tengan que saber usar una ballesta, que quizá también, o tácticas, que sí… Es que tienen que saber controlar el vínculo y regresar a tiempo, incluso en una situación de gran caos, y no dejar que los dioses las arrasen —le explicó—. Hasta las profectas, que van y vienen con mucha facilidad, tienen problemas en esas situaciones. Los dioses las… recluyen, se quedan con ellas más de lo debido.
—Intenté hablarles, pero no creo que me escucharan en absoluto. Aunque tampoco es que sea mi función.
—Lo hiciste bien.
—No lo sabes —se rio Titiana, burlona. La expresión se le agrió pronto y encogió un hombro—. Estabas concentrada en ti. Y no, te aseguro que no fue nada bien. Pero no pasa nada: yo admito órdenes, no las doy. Es lo que sé, lo que se me da bien —reconoció, con tranquilidad—. Recibir órdenes y proteger. Por eso no es estúpido tener guardias.
La guardia despegó los labios, pero no llegó a decir nada más. Asintió, despacio, con la mirada fija en ella. Seguía teniendo las mejillas encendidas, Helda lograba vérselas en la penumbra, pero no parecía en absoluto avergonzada de esa conversación. O de estar en el suelo con ella. Era algo diferente. Helda tenía la sensación de que estaba intentando ver por debajo de su piel, más allá de los músculos y de los huesos. Como si fuera a encontrar a la mayor amenaza y solución para el Imperio justo allí.
Solo que no se mostraba asustada por ello. A Helda eso le resultaba reconfortante.
—Eh…, n-no.
—La diosa se mantendrá al margen, Titiana. Estoy ocupándome de ello.
Un rictus de seriedad le surcó los labios a la guardia.
—¿Durante cuánto tiempo? ¿Hasta que toque enfrentarse a Antiniara? No hemos encontrado otra solución y…
—Me estoy ocupando —repitió, firme. De pronto, aquella conversación había dejado de ser una buena idea—. Me ocuparé también entonces, ¿de acuerdo?
—Sí. —Titiana también había vuelto a cuadrar los hombros—. ¿Me arrodillé, no es así? Apresé al rebelde y fui contigo a Rotas…
Titiana se puso en pie de un salto que parecía imposible después de días cabalgando. La espada volvía a estar en su mano, como si jamás la hubiera soltado, como si fuera una parte más de ella, de las esenciales. Un brazo, un pulmón. El corazón.
—¡Titiana! —La llamada se hizo oír por encima del estrépito general. Las otras dos guardias aparecieron en el balcón y Juven entornó los ojos—. Este es un mal sitio.
—Un sitio terrible —corroboró Giove, sofocada—. Hay que sacarla de aquí. Demasiada exposición.
—Íbamos a entrar.
Juven salió disparada hacia la habitación antes de que Titiana pudiera volverse hacia Helda para convertir lo que acababa de decir en una orden. La siguió igualmente hacia el interior. La alarma que habían instalado las guardias, con campanas que se replicaban por sistema de cuerdas interno, en los puntos de vigilancia habituales, no dejaba de sonar.
—¿Dónde se ha producido la brecha? —preguntó mientras Giove revoloteaba por toda la habitación. Juven había regresado el baño, el látigo enroscado en el brazo derecho y la lanza bien sujeta con la mano contraria—. ¿Dónde? Porque aquí…
—El patio central —respondió De Juno. Titiana chasqueó la lengua, a sabiendas de lo que eso implicaba—. Han visto a alguien.
—Llevadme allí.
—Es peligroso —contestó Titiana—. No. Aquí te podemos proteger.
—No es necesario ahora mismo. No va a venir nadie. Llevadme al patio —repitió. Miró a Juven, que se encogió—. Ahora.
Giove regresó al círculo que habían formado con el gesto serio. Era evidente que Titiana tendría en ella una buena aliada, así que Helda decidió que debía ser de nuevo la Emperatriz. Adoptó el gesto que había visto usar tantas veces a Vita, con esa distancia de superioridad, esa altivez que producía cierto resquemor en todas las personas que la miraban, que sabían que eran más insignificantes para el devenir del Imperio. Implicaba que saldría si lo que quería era salir, y las tres guardias eran conscientes de ello.
Pero era necesario, eso lo sabía.
Adoptó la mejor expresión de indiferencia cuando las guardias le hicieron descender las escaleras hacia el patio central. El humo se olía desde la planta superior, las llamas las vio al alcanzar los últimos peldaños, todavía comiéndose las enredaderas y rosas que había plantadas en las macetas colgantes.
—Ahora ya sabemos qué dios está del lado de la Vida —musitó.
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