Dos hijas para la muerte
Trece
(Parte 1)
Silva no era la clase de persona a la que le gustara recordar que había realizado alguna advertencia. Implicaba perder mucho tiempo cuando podría estar trabajando en generar una nueva. Sin embargo, su pose ante la Emperatriz y las profectas parecía destilar esa clase de superioridad: los hombros derechos bajo la panta perfectamente colocada, la barbilla alzada, los labios reducidos a una línea sobria y tensa, que despuntaba en las comisuras.
—Con todos mis respetos —dijo, siguiendo la misma posición que su cuerpo. Era un arma bien afilada—, pero Dacia no era suficiente.
La profecta no se ofendió. A Titiana le parecía que había envejecido incluso más en su ausencia, con una piel apergaminada y quebradiza que la situaba cerca de la muerte. El mundo estaba acostumbrado a ver a las Segundas Hijas agotarse, pero era una manera diferente: se consumían, no envejecían de esa forma. Sin duda, no habría querido pasearse para mostrar el resultado del encuentro con los colosos, que todavía sonaba en las calles, y esa mezcla había dificultado el trabajo de Silva.
—Diles que hemos apresado a un rebelde, que eso fui a hacer —resolvió Helda, sin mucho entusiasmo—. Diles que hemos tenido una victoria después de días vigilando sospechosos. Diles…
—Todo eso es lo que haría el ejército, Emperatriz.
—Pues diles que ahora lo hago yo. —La Primera Dama y la coronel se sostuvieron la mirada de tal forma que Titiana pensó que rasgarían el mundo en dos—. Le puedo decir a otra persona que lo haga.
—Bien.
Todavía creía que estaba metida en una ensoñación. El ataque al templo, los niños desaparecidos. Los dioses pululando en el campo de combate, los cuerpos. La captura de Eos. Las cuerdas atando a Eos. La culpa, que la había empezado a carcomer tan pronto la emoción de la pelea la había abandonado. Estaba tan nerviosa que ni siquiera había podido sentirse agotada, y eso que le dolía cada parte de su cuerpo de cabalgar, combatir y volver a cabalgar.
Se sentía mareada. Caerse delante de Silva solo le habría dado otro motivo más a la mujer para mostrarse intransigente con Helda. Ni siquiera sabía por qué eso le importaba.
—Tenemos a un rebelde, ¿no? —medió Dacia.
—Lo interrogaremos antes de dar por hecho que es un rebelde y no algo más —contestó Helda, hosca—. Hay que avisar a las hijas del dios de los Muertos. Me ocuparé personalmente con ellas.
—Pero…
Helda miró a Maira antes del argumento y la silenció. De todas formas, estaría en lo cierto: Helda no se podía ocupar de eso. Las hijas consagradas al dios de los Muertos no se podían ocupar; se dedicaban a andar en cadáveres y Eos no lo era. Notó que la culpabilidad seguía creciendo, la angustia del pecho la molestó un poco más.
—¿Y tú cómo sabes eso? —preguntó Quinta.
Tragó saliva.
—Porque son los que se enorgullecen, ¿no? Es lo lógico.
Silva plegó los labios y sacó el aire por la nariz. Volvió a girarse hacia la Primera Dama.
—Tiene razón. Es la teoría más probable, aunque teniendo en cuenta lo… otro —musitó. El resumen que le había realizado Quinta al inicio de la reunión acerca de lo que ocultaba la reina Antiniara, para justificar así la ausencia prolongada y templar los ánimos, todavía no la había calado bien—. Deberíamos tener cuidado.
—Es un rebelde. O se habría ido, ¿no?
—Me da igual —zanjó Helda—. El plan sigue siendo interrogarlo.
—Es que si es un rebelde quizá podemos hacerlo nosotras. Las guardias —insistió Titiana. Dio un paso hacia adelante bajo la mirada de reojo de Silva—. Podría contarnos más…
—Nos va a contar dónde están los niños, es lo que me importa.
—Sí, pero… podría contarnos sobre las ciudades, sobre otros rebeldes… Está claro que no se lo contará a las Segundas Hijas si las odia. Pero quizá a las guardias… —Era un argumento tan endeble que Silva no pudo resistirse a poner los ojos en blanco—. Deberíamos tener una oportunidad de hacer un interrogatorio como siempre y no una tortura.
Helda plegó los labios ante esa palabra. Habría sido motivo de discusión si estuvieran solas, si fuera antes. Titiana no tenía ganas, ni fuerza, ni aplomo suficiente como para repetirlo. Porque no tenía ni idea de qué habría hecho Vita ante todo ese caos. Tampoco qué respuesta era la correcta.
—De los interrogatorios siempre se han ocupado las guardias cuando el agresor atacaba a la Emperatriz —convino Silva, despacio. Seguía mirándola de reojo con reservas, pero afianzó la oferta—. Podemos ocuparnos y que luego lo hagan las hijas. Igual que cuando fue el ataque en el sur.
—Y no conseguisteis nada.
—Las hijas tampoco —devolvió la coronel.
Helda paseó la mirada por la sala. Las profectas no parecían dispuestas a opinar por una vez, cuando se suponía que era el consejo que estaría siempre parloteando, y Titiana intentó permanecer muy seria, muy quieta, cuando se fijó en ella. Helda también parecía agotada, de la clase de agotamiento que no permitiría que durmiera.
—Está bien —resolvió finalmente—. Pero solo dos días. Luego las hijas del dios de los Muertos y yo nos ocuparemos de él.
—Perfecto —aceptó Silva. Cuadró los pies, los brazos, y se inclinó—. Empezaremos ya mismo. De Nero, conmigo. Las penumbras se quedarán en tu lugar.
Era imposible protestar. Necesitaba un baño y comer algo y dormir y asegurarse de que Helda seguía bien, que no iba a pasar nada en represalia por el bosque. Siguió a Silva con el paso vivo que le correspondía, los calambres en las piernas se convirtieron pronto en un murmullo de fondo que podía ignorar.
Silva atravesó las estancias de las guardias en un vendaval. Las que se encontraban reunidas para la cena se levantaron de inmediato, en un resorte bien enseñado en las rutinas, y solo hizo falta una orden seca para que se pusieran en marcha como si jamás hubieran parado a descansar.
Quería cerrar los ojos, dejar que el cuerpo se le cayera hacia adelante y le pisaran la espalda. Quizá empezaba a dolerle menos así.
—Tu hermano está en el palacio —soltó cuando Juven repitió la pregunta con un codazo añadido para llamar su atención. No desvió la mirada del frente—. Parece un buen tío.
—¿Que mi hermano qué?
—¿De verdad has estado en Rotas? —repitió Giove de fondo.
Silva salió a los jardines después de recorrer un pasillo colateral en cuyas habitaciones había un par de comandantes descansando. Se dirigió hacia la casa de cristal que había en el centro, en la que Titiana había conocido a las comandantes el primer día de su regreso. Parecía que hacía una eternidad de eso. Hasta Giove no la amenazaba de muerte, si no que había pasado a lanzarle preguntas discretas a Juven, como si se preocupara por ella después de la noticia que Titiana le había soltado.
—Todo el mundo fuera —dijo la coronel cuando entró a la primera estancia y vio a una pareja limpiando el suelo—. Todos. Fuera. Ya. Sacadlos.
La orden fue cumplida con una diligencia asombrosa. Apenas hubo jaleo, solo susurros en los pasillos y las estancias que conformaban aquel lugar destinado al personal del palacio. Parecía excesivo, cuando la noticia danzaría al día siguiente como si cada persona hubiera estado cuando la Emperatriz apareció con su séquito por el Camino Dorado. Aunque a lo mejor era así, pese a que todavía fuera de noche.
—Abajo —decidió Silva cuando la última guardia regresó a la habitación.
—Hay un acceso a las catacumbas —le informó Juven cuando miró hacia todos los lados, sin entender a qué se refería Silva—. Y a una zona de calabozos. Alguien tiene que limpiar.
Las Segundas Hijas querían privacidad, pero también querían los privilegios que ofrecía un gran palacio. No le habría sorprendido cuando llegó, pero después de conocer Rotas le sonó más extraño. Como si de verdad aquel grupo de gente hubiera tenido que hacer un sacrificio cuando su Primera Dama aceptó el encargo de Vita Rosa.
O a lo mejor era el cansancio.
Tuvo que apoyarse en el brazo de Juven mientras bajaban las escaleras, que quedaban en una de esas habitaciones que el primer día Titiana había creído vacías. Incluso Giove le puso una mano en la cintura para evitar que resbalara, cuando la humedad estuvo a punto de engañarla en uno de los últimos peldaños.
Los túneles eran fríos y estaban cargados de humedad, pero no eran tan angostos después del primer tramo. Se habrían construido con el palacio y perfeccionado con el paso de los años. Era sabido que, en el fondo, los Rosa no hacían apenas prisioneros y, de hacerlos, no les concedían el privilegio de acudir al palacio, por lo que la zona se habría acondicionado para ser bodega, almacén e incluso lugar de retiro. Al menos hasta que habían llegado las Segundas Hijas.
La extensión de esa parte de las catacumbas debía de recorrer la mitad este de los jardines, desde la casa de cristal hasta el ala de las guardias. Una reja de metal oxidado parecía marcar el límite de la siguiente zona, donde de las celdas rehabilitadas se pasaría a las estancias de las hijas consagradas a los dioses de los Muertos. Titiana no quería volver a verlas, así que agradeció que Silva se detuviera con las comandantes, con quienes había ido intercambiando susurros, antes de llegar. Detrás de ella había una sala oscura, iluminada con unas cuantas antorchas que titilaban por pequeñas gotas que les caían desde el techo.
»Es un rehén y efectivo valioso. No se le hará daño —matizó—. Pero obtendremos información fundamental para la Emperatriz. ¿He sido clara?
Los talones de todas las presentes se clavaron a la vez en el suelo. El eco colapsó con las palabras de Silva que todavía flotaban. La coronel había convertido una tarea desagradable en un asunto de honor y deber, así que Eos tenía un problema.
Juven la cogió por el brazo y tiró de ella con delicadeza. Detrás de las comandantes iban las sombras, y Titiana suponía que habría alcanzado una zona entre la reputación y el desprecio al irse con la Primera Dama en una misión secreta. Similar a lo que ya tenía al llegar, pero con energías renovadas, supuso.
Le habría gustado pasar más desapercibida que entonces, pero era difícil en un espacio cerrado y asfixiante, con Juven y De Conti custodiándola como a una inválida. O quizá a una compañera a la que mostrar apoyo ante miradas aviesas. Aunque tampoco era rival para Eos, que acaparó toda la atención en cuanto terminaron de entrar. El rebelde soltó una risotada.
—Vaya, cuánto público para una simple persona —se vanaglorió.
Incluso atado en una silla y con la mandíbula amoratada por el puñetazo que Titiana se había visto obligada a darle en una de las paradas, parecía grandioso. La clase de persona que salía de cualquier compromiso de forma triunfal. La clase de persona en la que era sencillo confiar. O la que se sabía con claridad que acabaría con todo lo que había de por medio si se requería. Las cicatrices eran más profundas con esa luz, la sonrisa se le hacía más cálida; los ojos, sin duda, más inteligentes. Eos se había tatuado el símbolo de los rebeldes en la mano sin ningún reparo; era evidente que sabía que lo atraparían algún día y que, algún día, no lograría escapar. No parecía asustado ni impresionado por estar ante la guardia imperial casi al completo, sino más bien divertido.
—¿Cuál es tu nombre?
—¿Yo sé el tuyo y tú no sabes el mío? Menuda ofensa, coronel.
—Sé perfectamente tu nombre. Preséntate a las demás.
Eos sacudió la cabeza. Titiana tuvo la sensación de que cuando las miró a todas en realidad solo la estaba mirando a ella. Podía condenarla con solo una palabra. Podía hacer que no saliera de esa celda, que se quedara reducida a un charco de sangre a sus pies. Si Silva y las comandantes que le habían susurrado de camino hasta allí habían averiguado en tan poco tiempo el nombre de Eos, no le sería difícil sacar algo más.
—Haga sus preguntas, coronel —decidió Eos después de hacer el repaso. Se centró en Silva de nuevo, despectivo—. Se cansará. Yo me cansaré. Ellas se cansarán. Pero no va a conseguir que hable. ¿O me toma por un traidor?
—Eres un desertor.
Silva no pareció perturbarse por el desafío.
—Vas a decirme dónde están las Segundas Hijas que sacasteis del templo.
—No, no lo voy a hacer. Como comentaba: no soy un traidor.
—Verás, sí que vas a hacerlo —repitió Silva. Ladeó la cabeza. Desde detrás, Titiana no podía ver su expresión, pero imaginó que no jugaría con sonrisas socarronas. Aquello era un asunto de deber, no una broma para ella—. Porque nosotras somos tu opción buena. Después, vendrán las hijas de los muertos a meterte las manos en las tripas y hurgar. Así que tú verás si te quieres ahorrar esa parte o no.
Incluso a alguien como Eos le fue difícil ocultar la expresión de pánico ante la imagen, la aprensión por el término «las hijas de los muertos». Era evidente que Silva jamás habría usado ese nombre fuera de aquel lugar, pero allí sí podía y, además, surtía el efecto deseado. Era gráfico, era real.
—¿Dónde están las niñas y los niños que sacasteis del templo? —formuló Silva con claridad, palabra a palabra. Se inclinó ligeramente hacia adelante—: ¿Están vivas?
—Están vivas —le concedió Eos. Había eliminado la sonrisa, aunque todo en él seguía rezumando orgullo—. Y no las encontraréis sin mí.
—Dime dónde están entonces.
—¿Mientras siga aquí dentro? Luego me echaréis a los lobos.
—¿Existe la posibilidad de no salir culpable? ¿Desde cuándo, coronel Amato?
—¿Acaso insinúas que no sería un juicio justo? ¿Esos no son tus crímenes?
—¿Acaso el Imperio habla contigo por las noches y te dice lo que quiere, para que tú puedas coger a crías inocentes y sacarlas de su hogar para chantajear a la Primera Dama? —Silva hizo una pausa. Cuadró los hombros—. Dime dónde están.
Por un momento, Eos hasta había parecido impresionado. Igual que cuando Titiana acertaba lanzando un puñal a la diana, casi con fascinación porque hubiera otras personas igual de salvajes que él en un buen combate.
—No.
—¿Qué es lo que quieres, rebelde? —siguió Silva, sin darle tregua ni mostrar disgusto por la respuesta. Se la esperaba, aquello solo era para poner todas las cartas al descubierto y que el rebelde viera la antesala de lo que le deparaban los siguientes dos días—. Dime eso entonces.
—Lo acabo de decir: busco lo mejor para el Imperio. Para que no se destruya.
—¿Y tú eres lo mejor para el Imperio? —lo provocó la coronel.
Eos resopló.
—Buscamos volver a colocar en el trono a una Emperatriz de verdad.
—La que tenemos es de verdad. No está hecha de arcilla.
—Es un pelele de los dioses —respondió el hombre, desdeñoso—. La verdadera Emperatriz es Vita Rosa.
—Que abdicó. —Silva pareció dudar un instante y fue suficiente para que Eos recuperara la sonrisa—. Vita Rosa murió. Vuestra causa es un fraude.
—Última oportunidad por ahora, rebelde —volvió a intentarlo Silva, la voz todavía más inflexible—: dime dónde habéis metido a las aprendices del templo.
—Sácame de aquí y quizá lo haga. Podemos hacer ese trato.
—Somos tu mejor oportunidad, cabo Lima.
—Así que era cierto que sabía mi nombre. —Inclinó la cabeza—. Qué honor.
Los hombros de Silva se tensaron. Finalmente, se dio la vuelta hacia ellas con un aplomo que no parecía haberse dañado ni un ápice a pesar del fracaso. Contaba con él; después de todo, era la antesala de los interrogatorios.
—Dadle de comer y beber —expuso. De pronto, Eos ya no existía. O tal vez sí y quería que escuchara las órdenes con claridad—. Pero que no duerma. Las comandantes organizarán los grupos para el interrogatorio. —Una de ellas dio un paso al frente y señaló a tres de las guardias que se quedarían en el primer turno—. El resto tenemos más que hacer en el palacio mientras. Id saliendo.
En el mismo silencio sepulcral que habían usado para entrar, las guardias comenzaron a salir de la sala en orden. Titiana observó a Eos mientras tanto, en un intento por saber qué diría, qué haría. No era la clase de hombre que hablaba, ya lo había advertido él mismo porque era verdad; pero sería difícil mantener quien era cuando llegaran las Segundas Hijas. Intentó decírselo de alguna forma, con esa mirada o quizá con la curva de las cejas al alzarlas lo mínimo: solo tenía que decirles dónde estaban las crías del templo, nada más que eso.
Juven le apretó el brazo y tiró de ella para que se pusiera en marcha cuando llegó su turno. La otra sombra las había adelantado para subir las escaleras con su hermana. Ellas serían las últimas en acudir al interrogatorio, quizá incluso ni siquiera tenían que hacerlo, pero eso no quería decir que la gravedad de la situación no las tocara. Las De Conti subieron las escaleras con las cabezas muy juntas, muy serias.
—De Juno —llamó Silva desde atrás cuando llegaron otra vez a la casa de cristal. Las guardias salían hacia los jardines en pequeños grupos—. Ve con el resto. Cenad y descansad un poco antes del cambio de turno.
—Por supuesto, coronel.
—Voy a ser muy clara: no te daré una tercera oportunidad, Titiana —le dijo. Se acercó todavía más a ella, hasta que pudo ver cómo le relucían los ojos en la penumbra—. Mi deber va por encima del amor que te tenga, ¿he sido clara? Responde.
—Sí.
—¿Lo conoces? Responde.
—No.
—No me mientas. —Hizo presión contra su pecho. El tamaño de Silva era menor que el de ella, pero parecía capaz de romperla igualmente—. ¿Lo conoces?
—No.
—¿Por qué me parece lo contrario?
—Porque… —El brazo de Silva subió hacia sus clavículas y le cortó un momento la respiración—. Estás paranoica.
—¿Qué?
—Me fui con las profectas y la Emperatriz. Y te molestó. Y estás paranoica. No lo conozco. —Notó que el pulso se le aceleraba, pero la coronel no podía interpretar eso. Deseó al menos que fuera así—. No lo he visto nunca.
—¿Y por qué sabías que era un líder rebelde, Titiana? No me creo lo del orgullo de mostrar la marca. ¿Y por qué te has empeñado en que lo interroguemos nosotras cuando esto es un asunto de las Segundas Hijas?
Respiró hondo por la nariz.
—Respóndeme —instó Silva, afilada.
La coronel la observó con los ojos entrecerrados. Cuando dio un paso hacia atrás, Titiana tuvo que sujetarse a la pared para no caer de rodillas al suelo. Procuró mantener toda la postura erguida, aunque quisiera desmoronarse.
—Los rebeldes creen que Vita Rosa está viva —expuso Silva, despacio—. Las dos sabemos bien lo que te pasaba con Vita.
—No sé de qué me hablas. —Le sostuvo la mirada a su oficial con todo el cuerpo rígido. No había previsto que mentir le fuera a doler tanto—. Te he dicho la verdad, Silva. ¿Por qué no…?
—Estás rara —se adelantó la mujer. Retrocedió un par de pasos, como si así pudiera tener una mejor perspectiva al observarla—. Desde que llegaste. Algo te pasa.
—Vi a la reina Antiniara Loa Coloso. Lleva a la diosa de la Vida dentro. Y he visto luchar a las hijas de Rotas con los dioses metidos dentro de ellas… sin ser ellas de verdad… A la Fortuna, a Quinta, a la Fortuna con el cuerpo de Quinta —reformuló—. Estoy intentándolo.
Silva ladeó la cabeza. Era evidente que quería creerla, por eso había esperado a hablar a solas y por eso le daba la opción de responder una vez más. Titiana notó el pánico entremezclarse con toda la pena que había sentido desde que capturó a Eos: no sabía qué hacer ni con una emoción ni con la otra, y estaba atrapada. En un palacio. En una guerra. Era justo lo que había esperado cuando se había unido a los rebeldes y aceptado su plan, solo que no lo era en absoluto.
—No sé si Vita está viva o no —musitó, con todo ese miedo y esa pena—. Pero no es en lo que pienso ahora.
—No me lo creo —contestó Silva. Titiana despegó los labios, pero la mujer negó con la cabeza—. Tampoco importa, con todo lo que has dicho… Volverás a tu puesto.
—De acuerdo, coronel.
Titiana asintió ante la mirada implacable de la coronel. Satisfecha con esa respuesta, la mujer salió de la casa de cristal con el paso firme que indicaba que tenía más trabajo que hacer. Ya le había dado las órdenes que necesitaba, aunque ella fuera incapaz de moverse.