Dos hijas para la muerte
Doce
(Parte 2)
Titiana mantenía el caballo al trote con el resto de las Segundas Hijas. Había intentado hablar con Maira en primer lugar, explicarle que era una mala idea acudir al templo sin refuerzos. Solo había recibido una mirada de reojo enturbiada por la diosa de la Fortuna, lo que le había resultado tan incómodo como las dos parejas del coro que iban a la cola de esa procesión.
Los esfuerzos por acercarse a Quinta habían sido un fiasco desde el inicio. Sin embargo, probó una última vez, acelerando la marcha del caballo hasta colocarse al frente con ella. Quedaba poco para llegar al templo. No habían parado a descansar en toda la noche. Las monturas estaban exhaustas y no entendía cómo las Segundas Hijas resistían ese ritmo.
—Tenemos que parar —le dijo por encima del ruido de los cascos—. Esto es una mala idea.
Quinta ni siquiera la miró. Esas mismas palabras no habían surtido efecto las quince veces que las había usado en Rotas, ni luego al inicio del camino y era evidente que no iban a servir al final. Por delante de ellas, Helda mantenía la marcha frenética del último tramo con otras tres hijas que Titiana había admitido que estaban preparadas para un combate.
Pensó en Luna, en cómo le había arrebatado el puñal sin apenas parpadear. Pensó en el hijo que la había elevado por los aires en una demostración de poder el primer día.
Se acordó de los críos que estaban en el jardín del Templo Maldito. En Vira, la mujer que los cuidaba y que le había contado la historia sobre la Creación.
Había sido ella la que les había dado los datos a los rebeldes para encontrar aquel lugar perdido. Lo que hubiera ocurrido sería culpa suya. Las noticias eran confusas, no narraban bien los daños, pero hasta los mínimos serían obra de todo lo que había contado. Aún estaba a tiempo de evitar más.
—Por favor, Quinta —le pidió. La profecta mantuvo la vista al frente, concentrada en guiar al caballo—: ¿Sabes lo que diría Silva?
—No me…
—Diría que es peligroso. Que la Primera Dama no puede entrar en un lugar así, con ese peligro, sin la protección de las guardias. Diría que ya ha pasado bastante tiempo lejos del palacio —señaló— y que si es la Emperatriz, debería actuar como una Emperatriz. Porque esto es precisamente en lo que se basan los rebeldes para sus ataques: no actúa como una. Es peligroso —insistió. Abrió mucho los ojos cuando se ganó la atención de la profecta—. Por favor. Dile que se detenga. Organizaré una avanzadilla. Iré yo. Contaré cómo está. Lo pensaremos desde ahí.
—No me jodas.
—Quinta.
Un ruido por delante instó a la comitiva a ralentizar más el paso. Unos cuantos caballos relincharon, parecían clamar por detenerse por completo. Les funcionó mejor que las quejas de Titiana, porque unos metros después llegó la orden de parar.
—No os acomodéis demasiado —gritó Quinta desde el frente. Descabalgó—. Dad de beber a los caballos, que coman un poco. Comed vosotras…
Titiana saltó de su montura y notó las piernas cansadas, los músculos tirantes. No recordaba haber hecho un recorrido tan largo sin parar desde hacía muchísimo tiempo. Cogió las riendas del animal y se las entregó a la primera de las hijas con la que se cruzó sin ningún tipo de agradecimiento de por medio.
Se acercó al grupo que rodeaba a Helda con prisa, aunque parecían estar esperándola.
—Irás con ellas a reconocer el terreno —le dijo la Primera Dama. Estaba sacando comida de la alforja del caballo y no se molestó en mirarla. No lo había hecho desde la llegada del mensaje del templo—. Es verdad que será más seguro que no entremos a la vez. Vais, echáis un ojo y volvéis aquí para contar lo que hayáis visto.
—Eso es imposible —zanjó Helda. Le ofreció los azucarillos a su caballo sin inmutarse—. Nadie sabe dónde está Rotas. Tenemos puntos de vigilancia.
—Aun así… tampoco nadie sabía…
—Irás con ellas —resolvió la Primera Dama. Se giró y la miró igual de rígida que la primera vez, hecha de piedra. Titiana apretó los labios, porque ahí estaba el parecido. Era una Rosa—. Inspeccionáis el terreno y regresáis. ¿De acuerdo?
—Sí —respondió la hija que no le quitaba ojo de encima. Se inclinó hacia adelante—. Nos ocuparemos de todo.
—La guardia De Nero está al mando —dijo la menos Helda—. Es la que tiene mejor formación miliar. Hacedle caso. Y volved.
Titiana sacudió la cabeza. Tenía la protesta en la punta de la lengua, pero sabía que ya había sido lo suficiente sincera y Helda no la iba a escuchar esa vez. Menos aún con tanto público que solo se fiaba de lo que dijera. Miró igualmente a Quinta, en una queja muda, pero la profecta había olvidado las mofas y volvía a ser distante, férrea y la clase de persona más dispuesta a amenazarla que a darle una palmada en la espalda.
Se ajustó bien las correas de las armas y palpó las dagas que llevaba escondidas tras las botas.
—Está bien —aceptó. Les hizo un gesto a las tres hijas que habían rodeado a la Primera Dama—. Vamos. Una delante, que guíe el camino: no lo recuerdo bien. Otra conmigo, otra cierra. Tú, tú y tú —las señaló por orden—. En marcha.
Desearía haber tenido más tiempo para educar a las Segundas Hijas en signos que usaban dentro del ejército y que las guardias habían incorporado. También tendría que haberles dado lecciones sobre formación, sigilo u otras tácticas que de pronto se le antojaban más necesarias que saber sostener bien la espada.
A medida que se acercaban a la ruta que conocía hacia el templo se dio cuenta de que esas enseñanzas tampoco la habrían librado de nada. Iba con las Segundas Hijas hacia los rebeldes, a quienes les había dado los datos para encontrar ese lugar. Le empezaban a zumbar los oídos de la presión. No tenía ni idea de qué podía hacer.
Proteger a los niños, se dijo. Eso era lo básico. Aunque no creía que los rebeldes les hubieran hecho daño, se lo había advertido en la taberna: había niños, deberían tener cuidado con los niños.
Alzó un puño para frenar el avance. El gesto era lo bastante conocido como para surtir efecto, por lo que pudo dar indicaciones en voz baja cuando ya se veía la construcción.
Accedieron por detrás al templo, entre los campos pisoteados y las mesas donde habrían estado comiendo antes del ataque, volcadas. En el interior, el silencio era todavía más angustioso: el día en que había estado no era precisamente lo que más destacaba. Tampoco recordaba las baldosas del suelo agrietadas, ni restos de lo que parecían vasijas rotas por todas partes.
—Vosotras. —Señaló a dos de las hijas y luego a la parte de arriba. Marcó a la siguiente para que fuera con ella a recorrer la parte de abajo—. Atentas.
Era importante que captaran cualquier ruido extraño, porque los rebeldes podrían estar escondidos todavía.
Caminó con un pie delante del otro a través de los pasillos del templo para minimizar el ruido de las botas. Llevaba la espada entre las manos, preparada, y solo amagó con guardarla cuando llegaron delante de la puerta que daba a los baños. Estaba cerrada. Titiana dudaba que esa vez fuera una broma orquestada por Quinta y los niños del templo.
La hija le puso una mano en el brazo para que no enfundara. A Titiana solo le dio tiempo a susurrar un «cuidado» antes de que la joven moviera los dedos contra la puerta. Lo que parecía una raíz se extendió por la madera y se coló en la cerradura al ritmo que marcaba la hija.
—No están aquí —le dijo Vira. La agarró por el brazo—. Es una trampa.
—¿Dónde? —inquirió Titiana, seca. Urgente.
—No, van a hacerlo ya… —Se quitó uno de los puñales de las botas y se lo tendió a la mujer—. Desataos vosotras —le instó. Se giró hacia la otra hija—. Tenemos que irnos ya. Hay que avisarlas. Venga, rápido.
Contaba con alguna protesta, pero quizá había sabido imitar bien a Silva todo ese tiempo con el tono autoritario. La hija no dudó ni un instante en abandonar el rescate y dar un par de gritos para llamar a las otras. Runa, Mina. Intentaría recordarlo.
Marcó la marcha hacia el camino, pero la adelantaron cuando estuvo a punto de tomar uno idéntico, hecho para despistar. Runa, o tal vez Mina, avanzó por el bosque con pasos rápidos y tardó un rato en darse cuenta de que esa facilidad era porque los árboles se movían.
Estuvo a punto de perder el fuelle al reparar en cómo las ramas se apartaban, las raíces se hundían; en cómo el bosque las dejaba pasar. La hija que había ido con ella la sujetó por el codo cuando se tropezó igualmente, demasiado atenta a las copas que vibraban de una forma extraña.
—¿Tenéis poder sobre el bosque?
La Segunda Hija afiló una sonrisa igual que un ave rapaz. A lo mejor le habría ofrecido una respuesta más elaborada de no haber sido por el grito que se escuchó en la lejanía.
Aceleraron el paso sin necesidad de ninguna orden. Titiana se preparó para saltar sobre el enemigo en cuanto llegó al claro, pero una corriente de aire la empujó hacia atrás. Se golpeó la espalda contra el tronco de un árbol a la vez que veía cómo una persona era arrojada más allá contra una roca.
El golpe la hizo estremecerse: primero fuerte, luego viscoso. El desconocido se desplomó a los pies de la roca tras dejar una marca de sangre. A Titiana le llevó unos instantes apartar la mirada de la imagen; no era la primera vez que veía a una persona morir, pero quizá sí fuera la primera vez que la veía así. Porque hasta el momento no había visto a una Segunda Hija atacar de verdad a nadie: sus dones eran para ayudar a la gente, al mundo. Por mucho que las hubiera visto entrenando para algo diferente, ese era el primer contacto que tenía de verdad con esa versión.
—¡De Nero!
Dio un respingo contra el árbol. Era Quinta la que le había gritado y se aproximaba a ella con una tranquilidad imposible en medio de un campo de batalla. A lo mejor se creía que iban a ganar, pero Quinta era inteligente. Habría detectado el problema, igual que lo había hecho ella después de un momento observando. O a lo mejor era la manera en la que Quinta gestionaba el pánico, sin correr ni apresurarse, pero con una espada cortar en la mano que de pronto alzó sin mucho esfuerzo.
El rebelde que había avanzado hacia la profecta cruzó el filo contra el de la mujer. Fue sencillo ver a la Fortuna en los movimientos: esquivar, atacar, clavar. Quinta fintó hacia la derecha antes de que al hombre le diera tiempo a completar el gesto y ascendió con la espada en un tajo limpio que le clavó bajo la axila. La sangre manó a borbotones. Por supuesto que era un golpe improbable, por supuesto que había acertado a la arteria. El rebelde se desplomó, fue como si Quinta nunca hubiera detenido sus pasos para acercarse a Titiana.
—Deja de estar ahí parada —le instó la profecta.
—La están protegiendo en el centro.
—Déjame eso a mí. Organízalas a ellas. Pon a las del bosque en los flancos, con el del aire. La de los bichos en el centro. Coloca a los del coro cerca, en grupo. Tú y la otra Fortuna rotando. ¡Venga!
No se quedó a preguntar si lo había entendido. Eso sería más sencillo de haber llevado a Silva o a las comandantes, eran las que daban órdenes de verdad. Ella tenía que servir, tenía que proteger, así que contaba con que Quinta cumpliera su parte y ella se metió en el tumulto a buscar a Helda.
La distinguió detrás del coro, quieta. Tenía los ojos cerrados y parecía muy concentrada, como si albergara un pensamiento muy profundo que no era el momento de reflexionar. Titiana apretó los dientes.
El hombre se cayó al suelo sin que ella lo tocara otra vez y una fuerza invisible lo arrastró por el sendero. El segundo hijo inclinó la cabeza cuando lo miró, en un gesto de falsa modestia por el que Titiana chasqueó la lengua.
—Lo tenía —musitó. Pero no tenía a la mujer que se acercaba por detrás del hijo—. ¡Cuidado!
Corrió para intentar salvar al chico de la rebelde. Las Segundas Hijas estaban acostumbradas a tener al coro protegiéndolas en los momentos de mayor tensión: los dioses todo lo veían, si tenían los ojos suficientes. Pero habían ocupado esa baza. O quizá los rebeldes se habían cansado de esperar.
Titiana se deshizo de la mujer sin miramientos.
—Presta atención —le gritó al chico. Le señaló la espada que llevaba en el costado—. Y úsala.
El caos de la batalla había dejado de ser fruto de lo imposible a deberse a la cantidad de frentes que se estaban abriendo. Helda seguía cerca, estática. Empezaba a dudar de que fuera una buena señal.
—¡Quinta! —gritó.
Esperaba que eso sirviera para recordarle el plan que había trazado con ella, porque tuvo que centrarse en ayudar a su sección a protegerse. Se libró de otros dos rivales con ayuda del chico. No hacía caso de la espada y la rabia en sus ojos era gris, turbia; no iba a hacérselo porque el dios lo estaba carcomiendo, pero al menos era efectivo en sus ataques.
Le permitió gritar más órdenes y zafarse del último rebelde que quiso apartarla del objetivo que tenía desde el inicio. Se dirigió hacia el coro, que resistía gracias a los dos apoyos de la Naturaleza y alcanzó a Maira, cuya defensa empezaba a fallar por la cantidad de golpes que soportaba.
Se ocupó de desestabilizar la balanza, solo para ver cómo llegaba alguien más.
Pero no le pareció que la estuviera escuchando. Ese era el problema con las Segundas Hijas: no estaba hablando con ellas, estaba hablando con los dioses y esos a menudo no escuchaban. Se tragó la maldición y se quedó al lado de la profecta. Hasta que lo vio. Igual que un destello: rápido, certero, eficaz. No era el caos de las hijas, ni la táctica de los rebeldes de agotamiento. Era la firmeza del ejército.
El líder de los rebeldes la miró. Parecía una advertencia. Sabía que ella estaría allí. O no lo sabía y la había visto después. Le había dado igual: no lo atacaría. Las Segundas Hijas acabarían desprotegiendo un flanco, él podría avanzar y hacer el trabajo. No lo detendría, no lo desafiaría. Por un momento, bajo el peso de esas cicatrices, bajo el peso de esos ojos, Titiana dudó. Era Eos. Era el deber.
La presión a su alrededor se incrementó de golpe, igual que si le quitaran el aire de un puñetazo. La extrañeza que surgió en la mirada de Eos la hizo saber que no era la única que lo había sentido.
Dio un paso al frente y la espada le rozó la carne del cuello al rebelde. La persona que Eos pretendía matar era la única que los separaba de la aniquilación. Ella lo había visto, lo había sentido.
—Primera Dama, no es necesario —dijo—. Se retiran. Porque te tengo.
Eos entornó los ojos, la última advertencia. La espada se le clavó todavía más, brotó la sangre. Hubo un silbido y la presión dejó de crecer en el bosque. De reojo, Titiana vio cómo la Primera Dama abría los ojos y temió que hubieran cambiado, que solo quedara uno, o que los dos fueran idénticos. O que quizá fueran los ojos de siempre pero no la viera ahí. No se había dado cuenta de cuánto se le había acelerado el pulso durante la trifulca hasta entonces, ni de cómo le zumbaban los oídos. Porque no le importaba el combate, ni las peleas, ni la sangre; pero le tenía un pánico atroz a esa diosa que había visto una vez.
—Es el que estaba dando las órdenes —explicó cuando Helda la estudió con el ceño fruncido—. Ha ordenado la retirada y ahora nos va a decir dónde están los niños. —Se acercó un paso a Eos, que no dejaba de mirarla—. ¿A que sí?
—No hemos hecho ese trato.
Le enseñó los dientes. Por supuesto que lo habían hecho, Titiana había querido ser firme cuando había desvelado el secreto.
Helda le puso una mano en el hombro, deteniéndola. Parecía agotada a pesar de no haberse movido de su posición.
—Haremos otro trato —sentenció. Se giró hacia el rebelde—. No te va a quedar otra opción.
—Lo ataré y nos lo llevaremos —se adelantó Titiana.
Fue consciente de que había sonado desesperada. Quizá porque Eos no dejaba de sonreír y mirarla. O quizá porque el aire alrededor de Helda parecía estar cambiando de nuevo. O a lo mejor solo porque las Segundas Hijas estaban cerca y ella era la que se ocupaba de su seguridad, lo que no había salido bien. Necesitaban irse de allí. Tras unos instantes, en los que la Primera Dama se limitó a observar al líder rebelde, asintió.
—Tenías razón, De Nero —musitó—. Hay que volver a la villa imperial.
Le dio la espalda, cada una de las fibras tensas bajo la túnica. Maira se apresuró a acercarse, de vuelta en su cuerpo, y Quinta no tardó en unírseles para hablar en voz baja en lo que el resto de las Segundas Hijas parecía ir recobrando el sentido.
Titiana echó un vistazo a los cuerpos caídos. Le habían parecido un millar mientras estaba en la refriega. Tanta sangre, tantos golpes. Clavó una mirada enfurecida en Eos. Tantas vidas, igual que la de los niños del templo, y todo por culpa suya.
El rebelde arqueó una ceja. A Titiana ya no le resultaba en absoluto sencillo saber qué le quería decir y notó la pena que le trepaba por el estómago. Lo que acababa de hacer era lo más justo. Lo más honorable. Lo que marcaba el deber. Lo que salvaría el Imperio.
Pero no era lo que le habían dicho los rebeldes durante todos esos años.
—Me cago en todos los dioses —murmuró para sí —. ¡Runa! —llamó, sin saber cuál de las hijas consagradas a la diosa de la Naturaleza aparecerían. La más alta, al parecer—. Ayúdame con unas cuerdas, ¿sí? Tú estate quieto.
Dejó que la otra chica le pusiera las manos a la espalda, pero luego se ocupó de garantizar que los nudos estuvieran bien hechos. A Eos se le escapó una sonrisa mientras ella tensaba las cuerdas hechas de raíces.
—Cierra la boca —le pidió en otro susurro, todavía cerca para comprobar que no se soltaría. Le había provocado a ella un nudo, solo que en la garganta—. Cállate. Por favor.
Runa se había quedado cerca. Cuando se separó, vio que la chica mantenía el ceño fruncido. Titiana le señaló uno de los caballos para que subiera al hombre, decidida a no darle importancia. Estaban rodeadas de cadáveres y estaban heridas, y podrían haber muerto ellas y los rebeldes.
—Nos largamos a casa.