Dos hijas para la muerte
Doce
(Parte 1)
—¿Crees que Silva quiere mucho a su marido?
Titiana procuró mantener la mirada fija en las dagas que estaba afilando. Era un trabajo tedioso, pero siempre le había resultado reconfortante. Implicaba un momento de tranquilidad, sosiego; podía permanecer en silencio, no pensar en lo que había hecho ni en lo que había que hacer, todo se reducía a mantener el ritmo de la piedra contra la hoja, sin despistarse. A Quinta no parecía importarle ni romper su calma ni que se rebanara un dedo. Cuando no le contestó, le volvió a insistir:
—¿Por qué te importa que sea guapo?
—Porque supongo que debe serlo. A ver. A lo mejor solo es inteligente: está claro que para atrapar a alguien como Silva hay que ser inteligente. Pero sin duda que sea guapo sumaría puntos, ¿no? Guapo y listo… Y simpático. —Hizo un aspaviento y se dejó caer con dramatismo hacia atrás en el diván—. O quizá no es tan simpático. ¿Lo conoces? No me has respondido.
—Porque me estabas preguntando si es guapo.
—Eso no importa. ¿Lo conoces?
—No.
—¿Y conoces a su amante?
Sacudió la cabeza para apartar ese conocimiento y se centró otra vez en las dagas. Ignoró con mejor resultado a Quinta cuando volvió a llamar su atención con uno de sus pies descalzos. Hasta estos estaban perfumados y tenían joyas en los dedos.
—Por favor —murmuró para sí.
—Por favor —volvió a decir. Se dio cuenta de que Quinta seguiría hablando solo porque sabía que la estaba molestando, así que dejó las dagas en el cojín que tenía junto a los pies—. ¿Qué quieres de mí?
—Tener una conversación. Una charla. —La profecta parpadeó con inocencia. No se había maquillado igual que cuando estaba en la villa imperial, pero a Titiana le pareció ver una sombra dorada igualmente al ras de las pestañas; la hacía parecer más deslumbrante—. Creo que hablar estrecha vínculos y se me ocurrió que quizá algo así, insustancial, te iría bien.
—Esto es de todo menos insustancial. Estás hablando de mi coronel.
—¿Y? ¿Crees que tu coronel no tiene…?
—No —la cortó. Alzó las cejas antes de que Quinta se riera o insistiera—. No. De ninguna manera.
—Oh, por favor —le dijo, imitándola—. Las guardias siempre sois tan… así en algunos momentos.
—Prefiero no saber con cuántas guardias has tenido esta conversación. O lo que sea.
—No, aunque tampoco me extraña.
—Algo me dice que no te caen bien.
—No me caen mal. Pero intentaron matarme. De hecho, creo que todavía quieren matarme.
—¿Por qué?
—Asuntos de guardias.
—¿Y no estamos aquí para hablar sobre eso también?
—No —contestó.
—Pero debíamos.
—También podemos hablar de otra cosa —lo intentó, desesperada—. Por ejemplo: ¿qué hay en esa Torre donde estaba la Primera Dama el otro día? ¿Por qué es tan fea?
Le costó mantener la sonrisa cerrada. A lo mejor si no recordaba que Quinta era una profecta capaz también de asesinarla, lo que sin duda pasaría si descubría lo más mínimo de lo que había hecho, le caería bien. No se parecía en nada a Helda y no entendía bien cómo eran amigas. Pero si Quinta estaba haciendo también ese esfuerzo, sabía que era por la Primera Dama.
—Como mi madre fue amiga de la Emperatriz Fauna, creían que podía disponer de privilegios. No se toleran muy bien las hijas de guardias o comandantes o coroneles importantes por eso, se considera que tienen un favor —explicó de forma superficial—, que no se han ganado el puesto.
—Y tú te lo habías ganado.
—Por supuesto.
—A lo mejor también está el detalle de que desprecian a tu madre.
—Probablemente. —Retiró la mirada y amagó con volver a coger las armas, pero Quinta le puso la planta del pie en el pecho—. ¿Qué?
—No estoy muy a favor de saltarse el protocolo que rige todo el Imperio y que ha sustentado Numia desde hace tantos siglos que se ha perdido la cuenta, pero —señaló la profecta— puedo entenderlo. Tu madre era una buena amiga de Fauna.
Se encogió de hombros. Se podía analizar lo ocurrido desde muchas perspectivas, Titiana lo había intentado y ninguna le gustaba más que otra. En el fondo, la conclusión era que su madre había hecho lo que había querido, igual que con todo, y sin fijarse en las consecuencias que pudiera tener para la gente a su alrededor. Había hecho las paces con esa idea, su madre queriendo más a la Emperatriz que a ella. El resto no le importaba.
Retiró el pie de Quinta de su pecho y cogió las dagas para seguir afilándolas. Todavía le quedaba una de las espadas y quería ir pronto a entrenar a las hijas. Había resultado ser mucho más divertido de lo previsto. Eran entusiastas y estaban dispuestas a creerse todo lo que ella les dijera en las clases improvisadas. Así debería sentirse Silva cuando estaban con las guardias.
—Por un momento, un pequeñísimo momento, he creído que lo decías en serio y no por joder. Muy buena esa, De Nero. —Soltó una carcajada y, por fin, retiró los pies de encima de Titiana hacia el diván—. No me caes del todo mal, ¿sabes? No me fio completamente de ti, pero… no eres horrible.
—Gracias. Supongo.
—De nada.
Titiana soltó el aire por la nariz para esconder la carcajada. Regresó a la tarea del día, metódica y concentrada. Sin los pies de Quinta encima resultaba incluso sencillo por mucho que supiera que estaba ahí, al acecho. Terminó de afilar las dagas, que metió en las fundas que tenía en las pantorrillas, y cogió la espada.
Disfrutó del trabajo más de lo acostumbrado. Tal vez porque se dio cuenta de que, cuando se acabó el silencio, Quinta estaba canturreando entre dientes. No conocía la canción, ni siquiera conocía el idioma que estaba usando. La miró de reojo, pero la mujer había cerrado los ojos, toda estirada en el diván, y no le prestaba atención.
—¿Qué hacéis?
La pregunta desde la puerta la cogió por sorpresa. Dio un respingo, como si hubiera estado haciendo algo terrible y no supiera cómo ocultarlo. Estuvo a punto de cortarse con la espalda. Maira afiló una sonrisa, maliciosa.
—Titiana me daba consejos para ligar con la coronel Silva —dijo Quinta.
—¿Qué? ¡No! —se defendió.
La profecta recién llegada soltó una carcajada y se coló en la habitación mientras le hacía aspavientos a la persona que iba detrás. Había logrado no cortarse, pero Titiana deseó haber sido más torpe: eso la libraría de soportar que Quinta insistiera en su mentira bajo la mirada de Helda.
—¿Y cuáles te ha dicho? —quiso saber Maira. Se sentó en el suelo, sobre unos cojines, con ligereza—. ¿Narcisos?
—Pero que no he dicho nada —insistió. Las dos profectas intercambiaron unos cuantos nombres de flores, así que solo le quedó mirar a Helda que, aunque había entrado en la habitación, mantenía las distancias con prudencia—. Te juro que yo no he estado hablando de eso.
—Venga, relájate —le pidió Quinta. Le dio un golpe con el pie en la espalda—. Aprecian que me des consejos.
—Y sabemos que es una broma —le concedió Helda, benevolente—. A Quinta se le nota muchísimo cuando miente.
Maira se echó a reír ante su expresión de alivio, mientras que Quinta abucheaba a la Primera Dama como si fuera una persona normal y corriente, no la figura de autoridad que las Segundas Hijas se esforzaban por mostrar al mundo.
—Trae agua, Helda —le pidió Maira cuando la otra profecta dejó de quejarse—, y ven a sentarte. A lo mejor la sombra De Nero no estaba dando lecciones para ligar con su superior…
—Claro que no.
—Pero podemos preguntarle igualmente cómo ve el futuro de nuestra amiga con Silva. —Arqueó las cejas—: ¿Predicción?
—Di algo —le pidió Quinta por detrás—. Maira no quiere hablar con su Fortuna por mí.
—Es más divertido así.
Volvió a buscar a Helda. De repente, parecía la única persona normal y corriente que existía, lo cual jamás se lo habría imaginado. Probablemente porque nunca se había imaginado acabar enredada en esa conversación. Después de las amenazas, las miradas detrás de la niebla de los dioses y las teorías conspiratorias, una charla informal no entraba en sus planes con las profectas y la Primera Dama. Al lado de la mesita donde había una bandeja con una jarra de agua y diferentes vasos, Helda parecía divertida y muy poco dispuesta a ayudarla en un plazo breve de tiempo.
Titiana se revolvió en la butaca. Seguía con la espada en la mano y lo peor era que no parecía en absoluto un símbolo de que la charla era inadecuada. Las dos profectas sonreían, a punto de reírse, y era todo ridículo.
—¡No! Ahora tengo que subir esas posibilidades y si tú tienes tan claro cómo no las tengo, tienes que aconsejarme —decidió Quinta, con los ojos muy abiertos—. Empieza a hablar de lo que hago mal.
Los vasos llenos de agua tintinearon entre sí cuando Helda dejó la bandeja en el suelo.
—Dejadla en paz —pidió en un susurro quedo. Se sentó en los cojines que había al lado de Maira—. Silva Amato es su coronel.
—Bueno, yo diría que tú más bien le absorberías la felicidad —le contestó Maira, todavía riéndose—, así que Titiana hace muy bien. Buena guardia.
Frunció el ceño, sin saber qué contestar. Por detrás, Helda sacudió la cabeza en una indicación sutil de que no merecía la pena tampoco pensar nada demasiado elaborado. A las profectas no les parecía hacer falta que ella dijera nada para seguir con la conversación.
—Aunque no veía mal lo de los consejos a Quinta —prosiguió Maira—. A veces le haría falta que alguien le dijera que no fuera tan insistente.
—Eres la única que lo piensa.
—¡Qué va! De Nero está de acuerdo conmigo.
Boqueó. Helda volvió a negar, así que Titiana se resignó a suspirar. Tal vez así era la manera en la que la Primera Dama manejaba esas conversaciones: dejaba que se extinguieran, similar a su táctica con las De Conti.
—¿Es verdad, De Nero? —la provocó Maira a pesar de su silencio. Por si podía fingir que no existía, le tendió el vaso de agua que le correspondía—. O sea, tiene mucho sentido, porque solo las oficiales entre las guardias pueden oficializar sus parejas, ¿no?
—Eso no del todo así.
—Oh. ¿Entonces tienes pareja?
—¿Qué?
Estaba claro que a la Primera Dama se le daba estupendamente actuar como si no solo no estuviera allí, si no que el resto tampoco estaban. Maira sacudió una mano en el aire ante la falta de participación y se giró hacia Quinta.
—¿A que es guapa, nuestra sombra favorita?
—Bueno —respondió la profecta—. No es Silva… Pero tampoco diría que está mal.
—Esos brazos conquistan corazones.
—Yo hablaría mejor de sus ojos. Tienen un toque.
—Y las pequitas en la nariz. Muy monas.
—Tampoco me emocionaría tanto.
—Sí. Y le sale un hoyuelo. ¿Te has fijado, Quinta?
—Bueno, ¿qué? —volvió a la carga Maira. Se inclinó hacia adelante—. ¿Tienes pareja o no tienes? Yo no tengo. Quinta está claro que en sus sueños tiene por lo menos cincuenta.
—O cien.
—¿Y tú qué? Dinos algo. ¿Alguna pareja a la vista? Aunque sea de ahí atrás. ¿No estuviste muy lejos un tiempo? ¿Había muchos chicos por ahí? ¿O chicas? ¿O chicas y chicos? ¿O…?
—No —zanjó antes de que siguiera haciendo conjeturas. La voz le había salido tan ahogada como querría estarlo ella—. No. Nada.
—¿Nunca? Venga ya. Algo tiene que haber, si eres guapísima de verdad.
—No —repitió. No quería esa conversación. No quería estar ruborizada hasta el pelo como si fuera una adolescente. No quería esas sonrisas afiladas—. Nada de novias. Nunca. O sea… novias no. Ya está.
—¿Novios entonces?
—Que no.
—¿Y la chica de Hato? —intervino de repente Helda. Había estado tan callada que se había mimetizado con los cojines, pero de pronto era imposible dejar de mirarla. Tan recta, tan tranquila, tan curiosa. Titiana notó que se le enrojecían también los ojos—. Dijiste que te gustaría visitarla si íbamos al sur.
—Era… —Las dos profectas la volvieron a mirar. La hicieron por un instante olvidar su mentira, pero la forma en la que Helda ladeó la cabeza le hizo recobrar fuerzas—. Era una amiga. ¡Una amiga! Nada más. —Maira soltó un abucheo, mientras que Quinta le dio un golpe con el pie en la espalda—. ¿Por qué sois así?
—Pues no mucho, la verdad —replicó Maira. Se dejó hacia atrás y Titiana pudo ver cómo en uno de sus ojos comenzaba a formarse una niebla. Primero la pupila, en un diminuto vértice, luego el iris y al final la esclerótica—. No me creo mucho eso de que no tuviera una novia guapísima a la que dejó en ese pueblo perdido y…
La voz de la profecta fue bajando de volumen hasta desaparecer a la vez que el otro ojo se perdía también detrás del velo. Quinta chasqueó la lengua.
—Pues nada, nos quedaremos sin la historia dramática que te había asignado, De Nero. Una pena —sentenció la mujer. Dio una palmada y se relajó de nuevo en el diván—. Estaba siendo entretenido.
—Las otras sombras pasaron la prueba, nos quedabas tú.
—No me creo que le hicierais un interrogatorio.
—Esto no ha sido un interrogatorio. Dile que no, Helda.
La aludida sacudió la cabeza y movió los labios en silencio. «Perdónalas. De verdad. Lo siento». Que otra persona compartiera su incomodidad hizo sonreír a Titiana. Lo cierto era que aquello era lo más parecido a una conversación con amigas que había tenido desde hacía muchísimo tiempo y pudiera ser que en el fondo, muy en el fondo, tampoco fuera horrible. Sentir de forma eventual una vergüenza infinita no era lo peor. Terminó por sonreír.
—Iré a ver. Debe de haber llegado alguien —comentó la profecta. Se levantó del diván igual que un gato estirándose y la señaló con el dedo—. Pero pienso volver.
—Eso me ha dado más miedo que todas las amenazas sobre destriparme.
—Empiezo a cogerte el truco.
La profecta la señaló con un dedo para sellar la advertencia y luego le dedicó una caricia a Helda de camino a la salida. Maira seguía tendida en el suelo, por lo que Titiana valoró que era lo mismo que quedarse a solas con la Primera Dama. No era la primera vez, desde luego, pero le resultaba diferente. Igual que si las costuras de una túnica se hubieran ensanchado y vuelto a estrechar hasta volver la prenda extraña.
Se pasó una mano por el cuello, sin saber muy bien cómo llenar el silencio. La Primera Dama parecía tranquila, acostumbrada al despliegue de rarezas de las profectas. A lo mejor era que Titiana nunca se había planteado, pese a que Quinta se lo había dicho, que fueran amigas de verdad. Tenía a Helda como a la clase de ser que estaba por encima de ese tema, a las Segundas Hijas como a un grupo de personas que realmente no creaban vínculos. Entendía que era absurdo, porque resultaba imposible que no se apegaran, pero, igual que no pensar en Silva más allá de su posición como oficial, le resultaba más sencillo.
Era también lo que los rebeldes decían: solo dioses, solo trampas, solo poder. Tenía la sensación de que el mundo se estaba acabando más rápido de lo previsto desde que había visto a dos diosas pelearse en una sala del palacio.
—Porque ya saben la respuesta. —Helda ladeó la cabeza, más risueña que ofendida—. Solo querían ponerte incómoda. Es una actividad que hacen a menudo, pero las otras hijas empiezan a acostumbrarse y las guardias sois una diana mejor.
—Ya. Claro. Es verdad. Sí. Perdón.
—Sí que he tenido.
—¿Sí? Vaya. —Carraspeó—. Quiero decir…, no es que sea una sorpresa en absoluto. O sí. No sé. Es que no tenía claro el protocolo con lo de ser Primera Dama y… —se atoró. Respiró hondo—. Perdona de nuevo.
Helda encogió un hombro. Parecía tranquila, pero desvió un instante la mirada. Era un gesto de timidez que a Titiana le resultó tierno. No se lo había visto jamás a Vita, pensó; y le parecía que era una pena, aunque le gustaba en Helda. La hacía parecer diferente, alguien fuera de esa dualidad. Alguien que tenía amigas y que le tomaban el pelo a la desconocida que ella había querido llevar de viaje, y que tenía opiniones y, al parecer, incluso había tenido una pareja. Alguien que no tenía nada que ver con su gemela. Con los rebeldes.
Era tímida y extraña. Y tenía la costumbre de mirar hacia otra parte cuando estaba incómoda en una conversación normal, sin órdenes ni conjuras políticas que resolver. Le brillaba el pelo mucho en esa posición, reparó también Titiana; estaba hecha de cristal, pero era sólido y firme, y no parecía ir a cortarla solo por acercarse. Ni a deslumbrarla demasiado, como habría hecho Vita.
Se sentía imposiblemente tranquila de repente.
—¿No funcionó?
—¿Qué?
—Fue después. No me he explicado bien a lo mejor… Es que estaba consagrada a la diosa del Mar y la consumió muy rápido y… Estás poniendo una cara muy rara, así que supongo que no lo estoy explicando bien.
—No, para nada. Sí lo explicas. Es que… suena como… frío —eligió.
—Sí, lo sé. Y… —dudó—. Y a veces no lo entiendo. ¿No podéis elegir vivir? Quiero decir: libraros del trato.
—¿Dejar de ser una Segunda Hija? ¿Cómo dejas de ser la segunda nacida de una familia?
—Ah, pues… de alguna forma, imagino. —Sacudió la cabeza—. Siempre he pensado que tendría que haber una forma en la que después de un tiempo os deshacéis de esa carga. Sé que es renunciar a quienes sois, o algo así, pero lo pensaba.
Helda estudió su gesto como si estuviera buscando alguna trampa, pero no se la tendería en ese momento. En esa conversación.
—Vivir hasta que os mate o morir, ¿solo eso?
—Había textos antiguos que hablaban de cesiones en caso de graves enfermedades, para permitir que el dios, si era muy necesario, mantuviera una vena, pero… —Suspiró—. Son textos viejos. ¿Y quién serías entonces?
—Alguien con vida —contestó Titiana, contundente.
Intentó verlo desde esa perspectiva: un grupo de mujeres que aceptaban entregar su vida por la de otra, incluso si eso conllevaba morir en alguna batalla. Intentó encontrar la manera de explicar que no era lo mismo. Como guardia tenía más posibilidades: tenía la opción de perdurar, de quizá retirarse a alguna casa perdida donde nadie la encontrara y tener un huerto y dos gallinas cluecas. No conocía a ninguna Segunda Hija con esa opción. Pero quizá Helda tampoco conocía a una guardia como la que ella planteaba.
Suspiró.
—Es horrible igualmente.
—Supongo —repitió la Primera Dama—. Pero lo tenemos asumido.
—Eso es todavía más horrible.
Personas que eran conscientes desde que eran pequeñas de que morirían jóvenes si les tocaba un gran don. Crecer pensando en que eso llegaría pronto, en que cualquiera se iría de un momento a otro y no tenían derecho a relatarlo como un hecho trágico. Titiana apretó los labios. Se había negado a sentir lástima por las Segundas Hijas, pero quizá pudiera hacerlo. Ellas no lo elegían en realidad, solo lo aceptaban. Por eso había familias sacando a sus hijos de Numia, por eso había colosos convertidos en venas. Por eso estaban allí.
Al observar de nuevo a Helda, pensó en que ese era otro tipo de deber, de honor. A lo mejor podía entenderlo.
—Es un trato. Siempre hay que dar algo.
Helda despegó los labios. Lo que acababa de decirle era sacrilegio y Titiana era consciente de ello; no debería habérselo dicho precisamente a la Primera Dama, pero tampoco debería estarle preguntando si había tenido una pareja o charlando con las profectas. Solo que había sido agradable, solo que quería saber esa respuesta y solo que era justo lo que estaba pensando.
Plegó los labios y bajó la mirada.
—Creo que me he excedido. Lo…
—No —la cortó Helda. Se inclinó hacia adelante, buscando que volviera a mirarla—. No me gusta que las Segundas Hijas se mueran antes de lo que merecen. Puede que no sea justo. Y gracias —añadió, a media voz—, era una buena chica.
No sabía qué responder a eso. Se le ocurrió sonreírle. La reentrada de Quinta en la habitación hizo que el gesto terminara en una mueca. El estrépito de la profecta no era una buena señal, menos cuando desde lo alto dejó caer un pergamino arrugado y sucio sobre la bandeja con los vasos.
Helda fue más rápida al cogerlo. Aunque tampoco era necesario. Maira se incorporó en ese momento, los ojos de nuevo en aquel mundo e increíblemente serios. Dolidos. Titiana notó que se le encogía el corazón. Todo el calor que había notado subirle desde el cuello se enfrió de golpe.
—«Nosotros también queremos una audiencia con la Primera Dama» —leyó Helda.
—No…
Titiana se detuvo cuando Helda clavó la mirada en ella. Ya no estaba la persona con la que había hablado; parecía que ya solo uno de los ojos relucía. En medio del silencio, Helda se puso en pie; había arrugado el pergamino.
Luego, Helda salió de la estancia con la firmeza de la Emperatriz. Idéntica a Vita, supo Titiana. Totalmente diferente a quien había visto que era de verdad.