Helda soltó el aire y abrió la puerta. La cerró detrás de sí, aunque la sensación de haberse encerrado con una bestia salvaje siempre le resultaba claustrofóbica al principio. Vita Rosa tenía esa capacidad, de volver a todos pequeños e indefensos ratones.
Aunque su posición nunca quería demostrarlo en el primer vistazo. Helda paseó la mirada por la habitación antes de enfrentarla: la colcha de la cama arrugada en el suelo, las sábanas revueltas, la bandeja con restos de comida encima, las joyas esparcidas igual que un pequeño camino, al lado de ropa limpia, hasta la ventana. En el alfeizar, su gemela esperaba la valoración con una sonrisa voraz. Tenía el pelo rubio recogido en una coleta que despejaba sus facciones con tirantez: los ángulos, las curvas, toda la elegancia de los Rosa. No había cambiado ni un ápice en esos años de cautiverio, y sus ojos dispares se lo recordaban: «Uno de tus ojos es mío».
Helda la contempló con el mismo cuidado reverencial que le había dedicado de niña. Sabía desde pequeña que su hermana era la mayor y, por lo tanto, la que sobreviviría. Que nadie hubiera tenido el valor de decírselo no había querido decir que no se susurrara por todas las esquinas. Incluso su madre la miraba a veces como si ya la hubiera perdido, y decidía unificar los esfuerzos en Vita. La había envidiado por ello a ratos, en otros le había estado agradecida. No se había dado cuenta hasta después de muchos años que su hermana había querido exactamente eso. Casi a la vez que se había dado cuenta de que la habría preferido muerta que Primera Dama. Aunque su sonrisa jamás se lo confirmaría.
A lo mejor el convencimiento de Titiana sobre Vita venía de ahí: en algún momento le había sonreído igual que si fuera la única persona del mundo capaz de verla y descubrirla, sin desvelar que estaba pensando en cómo deshacerse de un estorbo. Estaba claro que solo una de las dos había sido una Rosa excelente. Hasta en su abdicación, Vita se las había apañado para gobernar un imperio para siempre con trucos de oro y cristal. Todos la recordaban.
—Casi diría que no estás contenta de verme, ratoncito —canturreó su gemela. Estiró más la sonrisa, idéntica, idéntica hasta lo imposible a la que ella veía en los espejos—. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que subiste hasta aquí.
—He estado ocupada con tu Imperio.
—Oh, no, corazón. Ahora es tuyo.
—Eso no fue lo que me dijiste.
—Sí, bueno, es verdad. —Rio, cantarina, dulce—. Es
nuestro Imperio. ¿Cómo le va, por cierto? ¿Todo bien? ¿Entretenida? ¿Se sigue muriendo la gente o has encontrado la solución mágica con tu séquito?
Apretó los labios. Vita los mantuvo estirados, mostrando la sonrisa reluciente. Era una Emperatriz de las que inspiraban canciones, cuadros y estatuas que perduraban en los tiempos. Como la de Tenas. Lo habría hecho también como él: destruirlo todo para conquistarlo. Si tuviera a la diosa de su parte, no lo habría dudado ni un momento.
—Tengo un problema y me gustaría tu consejo.
—Oh, ratoncito. —Vita hizo un aspaviento y dejó de balancear los pies para sentarse muy estirada en el alfeizar—. Sabes que siempre puedes contar conmigo para eso.
—¿Recuerdas a los colosos?
—¿Bárbaros con máscaras de animales que se creen muy originales y terroríficos? Sí. Eran insoportables. ¿Qué han hecho? —le preguntó. Se le había agotado la sonrisa y le mostraba la indiferencia fría que solía ser lo habitual cuando no había público—: ¿Se han quedado ya una parte de nuestro hogar? ¿Ahora tenemos que mendigarles a ellos? ¿La gente está enfadada o atemorizada por sus máscaras?
—Me he reunido con su reina.
Vita se rio. Un instante después se dio cuenta de que lo había dicho en serio y su rostro volvió a mudar hacia la indiferencia.
—Cielo mío, ¿para qué querrías negociar con bárbaros? Mátalos a todos y ya está. Por eso te puse ahí. Yo no podía hacerlo —explicó, igual que lo hacía cuando llegaban a ese punto—. Los generales se ponían pesados con que no ganaríamos o las pérdidas o el mundo o… yo qué sé. Te elegí porque tú podrías ocuparte de matarlos y ya estaría. ¿Para qué negociar nada? Son salvajes.
—Ya. Su reina se ha consagrado con la diosa de la Vida. Parecía necesario tener una reunión.
Rara vez lograba sorprender a su hermana. No resultaba tampoco placentero, en especial cuando le era tan difícil saber lo que estaba pensando cuando ladeó la cabeza, en silencio, y se limitó a observarla. Helda se removió en el sitio, intranquila. Terminó por girarse hacia el lugar donde estaba la cómoda. Más joyas, una vieja tiara, ropa interior.
Un espejo de mano.
Se acercó y lo cogió con cuidado para darle la vuelta. Le pareció que el reflejo le sonreía como lo hacía Vita. Si la diosa estaba tan callada era porque no le hacía falta intervenir, si estaba justo delante. Helda se mordió el interior de las mejillas. La sensación de haber perdido su cuerpo había ido a menos desde la reunión con la reina Antiniara, pero no desaparecía del todo. Era difícil en esas condiciones.
—Si voy a la guerra contra ellos, habrá muchas pérdidas —musitó. Empezó a colocar las joyas de la cómoda de vuelta a los cajones abiertos—. Si no lo hago, nos arriesgamos a que entren en el Imperio y haya muchas pérdidas. Así que estoy en una encrucijada.
—Entiendo.
El tono sosegado era escalofriante. Miró de reojo a Vita, que seguía sentada, muy quieta. Siguió recogiendo, todavía más despacio.
—Fuiste la última en comandar una campaña contra los colosos.
—No salió muy bien —contestó su hermana.
—Lo sé. Pero me preguntaba si viste algo, si supiste algo…
—Perdimos porque era su territorio. Tenían ventaja táctica. Pero no quería dejarlos entrar en el norte, ya ves lo que hacen esos salvajes… Aunque ahora entiendo más cosas.
—No creo que la Vida estuviera ahí entonces —replicó Helda. Se giró hacia su gemela, arrepentida por la velocidad de su respuesta. Sonaba como si quisiera quitarle esa justificación; había perdido porque no lo había hecho bien, no por una desventaja divina—. Creo que utiliza a la reina a menudo y debería haberla desgastado mucho más de lo contrario.
Vita estiró el cuello en aceptación de ese pequeño ataque. Era una persona que sabía utilizar la elegancia para recibir los golpes del mismo modo en que la usaba con crueldad para darlos. Sin embargo, no le ofreció ninguno. Eso era todavía más alarmante. Helda cambió el peso del cuerpo de un pie a otro.
—Vita…
—No sé cómo quieres que te ayude.
—El Imperio espera que sea como tú.
—Pero no lo eres —respondió su hermana, despectiva. Se puso en pie. Caminaba de puntillas, deslizándose—. Solo te pareces a mí.
—Me has entendido.
—Y tú a mí. —Dio una vuelta a su alrededor. Le levantó un mechón de pelo igual que si fuera una cría y Helda se apartó—. Estás sucia. Hueles a sudor y a polvo. ¿Qué clase de Emperatriz se lo permite? Yo no lo haría.
—Estoy…
—Te doy consejos. Todo el tiempo. Te digo: yo haría esto, yo haría lo otro. Y tú… eres benevolente. ¿Qué te dije la primera vez que viniste a visitarme, cuando casi te matan mis guardias?
Helda cuadró los hombros. Su hermana volvía a estar delante. Era verse en un espejo.
—Me dijiste que las ajusticiara a todas de forma ejemplar. Que no dejara a ni una comandante ni coronel.
—¿Y qué hiciste tú?
—Retiré a las guardias. Conservé a las oficiales que eran leales.
—Que creías que lo eran. —Sacudió la cabeza—. ¿Qué te dije la segunda vez, cuando viniste a hablarme de esos salvajes del sur? ¿Y de los rebeldes? ¿Qué te dije sobre el ejército?
—Entiendo tu punto, Vita, pero no…
—Me preguntas qué haría yo, qué haría una Emperatriz, y luego tú haces lo que quieres —sentenció. Suspiró igual que hacía cuando las dos eran pequeñas y ella no sabía seguirle el juego—. Además, los dioses son asunto tuyo, corazón.
—Lo sé. Pero…
—Pero quieres mi ayuda, mi noble consejo. Mi voluntad para seguir llevando esta farsa. —Se llevó una mano al pecho, dolida—. Cuando resulta que podrías estarme preguntando si yo también quiero consagrarme.
Helda notó que el calor abandonaba su cara. Sintió que el suelo desaparecía, que su cuerpo se volvía ingrávido.
—Eso no es posible —balbuceó.
—Acabas de decir que una reina bárbara lo ha logrado. Si una bárbara puede, ¿por qué yo no?
—Creemos que es una segunda hija realmente, que fue sacada del Imperio por algún traficante y… —Se dio cuenta de que nada de eso iba a convencer a Vita, que la miraba con la misma atención que una víbora. Dio un paso hacia atrás—. No puedes hacer eso y lo sabes.
Le pareció que el gesto de su hermana se agriaba. Pero un instante después estaba sonriendo y levantaba las manos, en señal de inocencia, como si jamás hubiera dicho nada.
—Relájate, amor mío —le pidió—. Estaba de broma. ¿Te das cuenta de las cosas que me pides? Resolver el Imperio, con todos sus problemas, cuando te lo cedí a ti, porque lo harías mejor… Si lo estás condenando más…
—No lo estoy condenando más.
—Las guerras entre dioses, repito, son asunto tuyo.
Indolente, Vita caminó de vuelta al alfeizar. Se sentó en la misma posición que al inicio, los pies balanceándose y la indiferencia pintada en el gesto detrás de la preciosa sonrisa. Helda se quedó plantada en medio de la habitación, todavía con la sensación de haber perdido la tierra a sus pies y estar a punto de caer y caer y caer y caer y seguir cayendo.
—Solo quería… un consejo —murmuró.
—Ya. —Vita sacudió una mano, despectiva—. Porque eres tú, ¿vale, ratoncito? Pero te lo diría cualquiera Rosa decente: no dejes que entren. Tendrán dioses o lo que tú quieras, pero si entran y la guerra es aquí dentro, pierdes el Imperio. Porque la imagen que hay de él caerá. O lo que quede de esa imagen, porque… Bueno, en fin, esto es una ilusión. Los Rosa creamos una ilusión —aseveró, vehemente—. Y si la rompes, la gente te matará por ello. Así que sal de las fronteras y mátalos en su corazón, tal y como yo no fui capaz de hacer. Aunque al menos le eché el valor suficiente. ¿Quieres algo más? —Lanzó un suspiro teatral—. Me gustaría que un día vinieras a verme por el placer de mi compañía, ratoncito. ¿Sabes cuánto te echo de menos?
—Seguro que sí.
—No seas así, Helda. Hablo en serio. De corazón.
Le resultaba tan difícil creérselo como le resultaba negárselo. A pesar de todo, Vita jamás le había dicho que no la quisiera. A su manera, retorcida y aprovechada, pero seguro que lo hacía. Esa era la peor parte. Porque aunque su hermana había aceptado los términos en todo momento de su acuerdo, incluida esa celda, la hacía sentir culpable.
Dio otro paso hacia atrás.
—Será mejor que me marche.
—Está bien, corazón. Te estaré esperando para otra charla educativa. —Sacudió los dedos en el aire, infantil. Perversa—. Dale saludos de mi parte.
Notó el rugido en el pecho y salió de la habitación con pasos rápidos. Apoyó la espalda contra la puerta, como si una simple hoja de madera la fuera a mantener a salvo. Notó la vibración recorrerla: no sabía si Vita se reía dentro de la habitación, o la diosa dentro de ella.
Cuando logró recomponerse y separarse de la puerta, convencida de que una vez más Vita no intentaría seguirla, vio el resplandor en la barandilla.
«Deberías darle saludos de mi parte también».
Cerró los ojos con fuerza. Respiró hondo. Comenzó a bajar las escaleras.
«Tiene razón. Vayamos a por ellos. Vayamos a por mi hermana».
Aceleró los pasos, saltando algún escalón de dos en dos.
«Los dioses que estén a su lado recibirán el mismo castigo, da igual quiénes sean. Mueve a las hijas. Libérame, deja que las comande. Yo soy el motivo por el que estáis aquí, Helda. Déjame hacerme cargo».
Estuvo a punto de caerse en el último tramo. La velocidad que quería alcanzar era demasiada para sus piernas.
«Tu hermana tiene razón. Ella tiene razón. Te puso al mando por mí. Libérame ya».
Se sujetó a la barandilla hasta que las palmas de las manos le ardieron. Frenó la caída. Le recorrió las últimas escaleras igualmente rápido.
Salió al exterior de la Torre con el aliento quemándole en la garganta, tenía un nudo que le impedía respirar bien. Se inclinó hacia adelante, resollando. Notaba la piel caliente, los ojos ardiendo. El corazón a punto de estallar. Se sujetó a las rodillas hasta que las manos volvieron a dolerle. Apretó los dientes más, más fuerte.
—¿Helda?
Se revolvió cuando notó el peso sobre los hombros y levantó los puños en una posición ridícula. Las pocas lecciones que había recibido en Rotas le resultaban absurdas cuando se trataba de combatir a la diosa de la Muerte y la Destrucción: ella no era nada. La diosa lo era todo.
Pero la persona que estaba parada delante de ella no era la imagen que tenía de la Muerte y la Destrucción, sino Titiana. La guardia había levantado las manos en actitud conciliadora y la miraba con una mezcla de sorpresa y curiosidad que la hizo intentar recomponerse lo más rápido posible.
Se pasó el antebrazo por la cara, en un intento por borrar las lágrimas y enfriar el rostro. Era poco elegante para una Emperatriz. Era poco orgulloso para una Primera Dama. Siguió luchando por respirar bien mientras Titiana mantenía las manos en alto.
—Perdona… —enarboló, sin saber muy bien de qué otra forma empezar ninguna justificación decente.
—¿Estás bien? Maira me dijo que estarías aquí y me dio las indicaciones para llegar, me dijo que te esperara —comentó la guardia. Echó un vistazo rápido hacia la Torre—. Insistió en que te iría bien que alguien te recogiera… ¿Has venido sola hasta aquí?
Por supuesto que no. Eso Maira ya lo sabía. Pero por supuesto igualmente que le había enviado a Titiana. Helda ni siquiera sabía cómo protestar; tampoco quería hacerlo. Prefería sentarse en alguna parte, fingir que no tenía que tomar decisiones. Ser otra persona.
Se pellizcó el interior del brazo cuando la diosa tiró de nuevo: podía ser otra persona, podía cederle todo a ella.
Titiana le cogió la mano que usaba para pellizcarse y se la apartó. Parecía igual de firme que cuando daba indicaciones en los entrenamientos.
—Será mejor que te lleve de vuelta, ¿sí? Pareces cansada.
—Estoy bien. —El gesto de la guardia dejaba claro que no la creía—. Maira te dice que vengas porque te necesitaré y tú vienes… ¿Así de sencillo?
—Así de sencillo. —Se encogió de hombros—. Oye, seguro que estás bien, pero no me lo parece, así que deja que te lleve de vuelta, ¿de acuerdo?
No pudo evitar echar un vistazo de nuevo a la Torre. Era imposible ver la ventana de su hermana desde ahí, pero tenía claro que Vita la estaría observando, al acecho. Igual que lo hacía la diosa. Las dos querían la oportunidad de conseguir todo el poder. Se volvió hacia Titiana de nuevo.
—Está bien —cedió. Se dio cuenta de que la guardia la seguía sujetando, así que usó esa alianza para tirar de ella—. Llévame de vuelta a Rotas.
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