Dos hijas para la muerte
Once
(Parte 1)
Helda casi deseaba que no estuvieran tan repletas. Las hermanas a las que había reunido para la investigación estaban familiarizadas con esas estanterías tanto como con el secretismo, pero parecían agotadas después de apenas unos días lidiando con la búsqueda. La facilidad de distracción de Maira no la contaba como un efectivo valioso, mientras que Quinta se había cansado de coquetear con la encargada del templo tanto como de leer pergaminos viejos, por lo que ese día ya no se había presentado después del desayuno. Las peleas entre dioses eran eternas y absurdas, variaban desde luchas por el poder hasta simples ataques por mero aburrimiento, y llegaba un punto en que era incluso difícil seguirles el hilo. Hasta ella estaba harta.
Se dejó caer en la butaca que había junto al ventanal. La mesa que había a un lado estaba perfectamente ordenada: libros a la derecha, pergaminos viejos en la parte de arriba, pergaminos limpios en la de abajo, un set de plumas a la izquierda. Ignoró las notas que había estado tomando, todas las que podía llegar a tomar, y oteó a través de la ventana el patio posterior. Le gustaba Rotas. Si el mundo hubiera sido diferente, si su hermana no la hubiera llamado, habría vivido allí: el verdor, la tranquilidad, el frío de las montañas. Había una paz muy concreta en ese lugar, de la que solían hablar las otras Primeras Damas y que poco tenía que ver con la conjunción con el dios que hubieran acogido.
Escuchó un ruido a su lado. Sabía que se trataba de Maira, porque el resto de las hijas nunca se acercarían sin carraspeos que las anticiparan. Observó durante un rato más a la guardia. Llevaba unos pantalones blancos que se habían vuelto marrones por el polvo del patio y una túnica interior que parecía haber cortado a su antojo por allí y por allá, dejando al descubierto más piel de la debida.
—Por favor —le pidió. Carraspeó, como si con eso fuera a disimular el rubor de las mejillas—. ¿Has encontrado algo más?
—¿Y algo que nos sea útil?
La mayoría de los dioses eran así: apoyaban a una de las herederas de Cito al inicio y luego se inclinaban hacia la otra. Eran inmortales, por lo que el fin no era un concepto que entendieran bien en sí mismo, pero tampoco entendía ni de inicios ni lo que implicaba realmente la eternidad. Había muchos libros que lo comentaban. Los había repasado todos, en busca de alguna pista consistente, y solo se había encontrado con más interrogantes. Helda suspiró y se masajeó las sienes.
—¿Tú qué opinas? —soltó Maira. Helda la miró entre los dedos—. ¿Qué amor gana?
—Sí, lo hemos discutido, pero… sigo viendo lo del filial con más capacidad. Y el romántico…, ese sí que es interesante.
—¿Eso dice la Fortuna?
—¿Cómo lo sabes? —Sonrió—. La Fortuna dice que el romántico es el que más juego le da, sí. Venga, no pongas esa cara, que estoy de broma. El fraternal me gusta —reconoció—. Pero fraternal como amistad. Creo que nos habíamos puesto de acuerdo una vez así, ¿no?
—Sí… —Desvió la mirada de nuevo hacia el patio. Titiana había dejado las espadas cortas y caminaba entre las hijas para corregir posturas—. Creo que iré hasta la Torre esta tarde.
—Creo que…
—Seguro —replicó la profecta, rígida.
No era la excusa que la otra esperaba. A Helda no le gustaba hablar sobre el tema, porque sabía que al resto de las hijas les resultaba difícil de entender, incluso a sus amigas. Solo cuando veían los estragos, alcanzaban un mínimo de comprensión y a veces volvía a evaporarse con el paso de las lunas. Era una vena de la diosa más importante que existía, no había discusiones posibles. Todas asumían su parte de sacrificio.
Salvo que si la dejaba libre, lo destruiría todo. Salvo que si la dejaba ganar, nunca le devolvería el cuerpo.
—Deberías contárselo a Quinta.
—¿Por qué?
—Te daría una respuesta más inteligente que yo —contestó Maira. Se revolvió en el asiento, estirándose y encogiéndose a la vez, igual que una niña incómoda—. Sabes lo que opino, Helda.
—Pero…
Se sintió reconfortada. No era verdad que Quinta fuera a darle una respuesta más inteligente; Maira siempre había sido la más lista de las tres profectas, solo que lo disfrazaba también mucho mejor.
—Gracias.
—No hay de qué —contestó. El gesto se le mudó hacia la seriedad—. Aunque no tengo claro que la Torre sea el sitio adecuado para conseguir nada…
—A lo mejor sí. Es una baza, ¿no?
Maira despegó los labios para protestar, pero se rindió antes. Alzó las manos.
—De acuerdo. Pero esto sí que no se lo digas a Quinta.
—Pensaba irme mientras estuviera intentando quitarle todo el polvo a las joyas.
—Muy inteligente por tu parte.
—¿Verdad?
Se puso en pie. Apenas había salido de detrás del escritorio cuando Maira la llamó:
Prefirió no responder. Sabía cuál era la advertencia y también habían tenido esa conversación antes, no era necesario retomarla.
Se acercó a las hijas que estaban en la biblioteca e intercambió pequeños agradecimientos que implicaban concesión de descanso. No creía que ni una sola de ellas decidiera abandonar la sala en lo que quedaba de día. Por desgracia, no pensaba que eso fuera a servir demasiado. Abandonó la biblioteca de nuevo con la sensación angustiosa en la garganta que le decía que se acababa el tiempo para resolver el puzle. Si la Vida había logrado unirse al dios de los Amantes, era una buena idea llevar consigo a la diosa de la Guerra y la Ira; si la Vida lo había descartado, podía guardar esa baza durante un poco más de tiempo, permitir que la hija que era su vena se entrenara mejor. Necesitaba una estimación de las fuerzas enemigas.
Salió por una de las puertas laterales hacia el pequeño establo. Tres de las hijas que la encargada del templo había destinado a su protección se encontraban allí, como si supieran que aquello ocurriría en cualquier momento. Helda sabía que no era ningún misterio, pero le resultó igual de crudo la facilidad con la que la leían.
—Primera Dama —la saludaron las tres mujeres a la vez.
—Iremos ahora —les indicó, sin más preámbulos.
Ensillaron los caballos en silencio. Las tres hermanas servían a la diosa de la Naturaleza, pero eran tan calladas que parecían miembros del coro. Las había visto combatir juntas en los entrenamientos: armonía y quietud, una buena combinación. Deseó que eso fuera suficiente. Sin duda, se las habían asignado porque así se creía.
—Buenos días —lo saludó en tono dulce—. ¿Necesitas algo de mí, tío?
—Me gustaría acompañarte.
—No es necesario.
—Lo sé. Solo… me gustaría acompañarte.
—Tienes libertad para ir cuando lo deseas. No es necesario que tu deseo se solape con el mío en este momento. —Inclinó la cabeza—. ¿Algo más? Me gustaría marcharme, así las hermanas podrán comer en la Torre con el resto.
León dio un paso hacia la derecha para cortarle su avance. No pareció darse cuenta de que la enredadera comenzó a subirle por la pierna. Helda suspiró y movió los dedos de una mano, sin deshacer la postura, pero marcando el límite: no hacía falta que la protegieran. León no era inofensivo, aunque tampoco resultaba peligroso en Rotas. Por eso lo habían llevado hasta allí.
—No me fío —comentó el hombre. De no ser por la cicatriz, quizá pudiera parecer de verdad un hombre atento, sacrificado, amable—. Eres débil cuando se trata de…
—Gracias, tío. Mi respuesta sigue siendo la misma.
—Sé que va a pasar algo horrible —se adelantó León de nuevo. No era tan estúpido como se dejaba ver, porque en esa ocasión no amagó con colocarse delante de ella para añadirle fuerza a sus palabras—. No me lo han dicho, pero lo sé. Por eso estás aquí. Por eso has venido con otra guardia a que entrene a las hijas. Dime lo que ocurre y podré ayudarte.
Respiró hondo. Apenas recordaba nada de ese hombre en su infancia. Sabía lo que le habían dicho, quizá tenía alguna imagen vaga de él hablando con su madre. Pero igual que Fauna se había marchado de su memoria, dejando un hueco enorme, él también. No eran recuerdos importantes, había decidido con el paso del tiempo. León Rosa no era importante.
—Lo siento, pero no creo que puedas. Tengo a otras personas ocupándose —resolvió. Deshizo la postura y esa vez avanzó—. Puedes seguir rezando, tío. Ten un buen día.
Una de las hijas la esperaba junto a su caballo para ayudarla a subir. Sin palabras, la miró con las cejas enarcadas en una pregunta.
La joven asintió y afianzó las espuelas cuando ella estuvo sentada en la silla. Puso el caballo en marcha sin prestar más atención al hombre que dejaba en el templo. Había dicho la verdad con lo de que quería llegar a la Torre pronto. Solo que no porque pudieran comer con las hijas que estuvieran allí, sino porque cuanto antes hiciera aquello, antes se terminaría.
La Torre se encontraba en el límite entre dos de las montañas. La ubicación permitía que se ocultara desde diferentes ángulos, lo que había hecho que fuera uno de los enclaves más valorados entre las Segundas Hijas. Había servido para alojar a algunas de las que tenían más poder, guardar información u ofrecer asilo cuando las habían intentado enredar en tramas políticas. Llevaba tiempo desalojada cuando ella la había elegido, pero había sido sencillo restaurarla.
Helda bajó del caballo a la vez que las otras hermanas. Gea dio órdenes en el proceso, haciendo que otras salieran del interior de la Torre para cobijar a los caballos y a sus acompañantes por igual. Había un olor dulzón en la ropa de Gea cuando se acercó a ella.
—Les daré pastel —le hizo saber. Luego, sin perder la sonrisa, hizo una pequeña reverencia que obligó a Helda a suspirar—. Primera Dama. Cuánto tiempo.
—Gea. —Le tendió las manos en muestra de afecto y la mujer se las cogió de inmediato—. Siento venir sin avisar… Aunque te habían avisado, claro.
—La profecta Dacia mandó una carta hace unos cuantos ciclos —le informó. Le dio un apretón en las manos para mediar en el disgusto—. Dijo que estuviéramos preparadas por si acaso. La profecta Quinta nos escribió poco antes de que abandonarais el palacio. Y yo me preguntaba cuánto faltaría desde que pusisteis un pie en Rotas.
—Tendría que haber venido a saludar.
—No habría pensado en lo contrario.
—Tenemos también preparado un cuarto por si luego quieres quedarte a pasar la noche, aunque sabemos que hay mucho trabajo en Rotas.
—¿Aquí estáis bien?
—Sí. Es aburrido, pero hay algunas que les gusta —afirmó con rotundidad. Sonrió ante la ceja enarcada de Helda—. Cuando alguien sufre una herida o se lesiona por torpe, este es el mejor sitio para lamer el orgullo hasta que vuelva a relucir. Con la vergüenza también hacemos un buen trabajo. Además, las rotaciones ayudan mucho. Las tres que vienen contigo están deseando volver.
Gea se detuvo al pie de las enormes escaleras de caracol que ascendían por el centro de la Torre. Llegaban hasta las estancias superiores, desde donde se podía contemplar todo el valle. Una de las Primeras Damas había sido la vena de la diosa del Cielo y las Estrellas, por lo que había mandado construir aquel lugar para su investigación. Había muerto muy joven, apenas cinco años después de su consagración, pero el legado que había dejado era impresionante. Al mirar hacia arriba, Helda recordaba lo que había escrito en el libro: «Cambiar la visión del mundo».
—Esperaremos abajo como de costumbre, Primera Dama —le dijo la hija. Repitió la reverencia solo porque sabía que resultaba molesta—. A no ser que por una vez aceptes mi invitación de tomar una de las infusiones…
—Gracias, Gea.
Empezó a subir las escaleras antes de que continuaran las ofertas. Temía el día en que no fuera capaz de rechazarlas. El camino hacia lo alto era cansado, le daba tiempo a arrepentirse y a construir posibilidades: qué pasaba si no iba, qué pasaba si no volvía, qué pasaba si renunciaba a su posición y se quedaba para siempre en lo más bajo de la Torre.
Se detuvo resollando. Estaba claro que la había elegido a propósito: una muestra de buena fe, por la dificultad para escapar tanto como un castigo. Obligaba a las hijas a subir todos los días hasta allí arriba. La obligaba a ella a hacerlo.
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