Dos hijas para la muerte
Diez
(Parte 2)
Tenía la espalda tan tensa que podría contar los nudos que se le habían formado en los músculos. Uno por cada preocupación. Titiana había sido incapaz de dormir desde que había visto el despliegue de poder de las dos diosas que se disputaban ese mundo, y no creía que fuera a mejorar. Giove había hecho unas cuantas bromas sobre su aspecto antes de que se marchara y estaba segura de que, de haberla visto después de los tres días de viaje ininterrumpido, habría añadido muchas más y bien merecidas.
Se sentía al borde de un abismo.
Miró hacia la derecha, donde cabalgaban dos de las profectas. Parecían tranquilas, relajadas en lo alto de sus caballos. Quinta y todos sus aros reluciendo, igual que si fuera una reina de otro mundo. Maira y los ojos en blanco desafiando el camino angosto. Habían dejado a Dacia en el palacio, como referente para una Silva llena de furia helada que a Titiana le había producido un miedo infantil: la recordaba enfadarse así con ella cuando era pequeña y hacía alguna trastada siguiendo a Vita. Aquello también era alguna trastada a ojos de la coronel, porque no sabía nada más que su marcha al lado de una Rosa diferente pero idéntica.
—No tardaremos en llegar —anunció Helda, que se encontraba a su izquierda—. Recuerda que esto es un secreto.
—El mejor guardado de la congregación.
Era imposible olvidarlo. Rotas era otro mito más dentro de la cantera de mitos de los que se había visto rodeada en los últimos días, solo que le había parecido menos peligroso. El templo había sido creado en el albor del Imperio. Se decía que habían llevado mármol y oro desde el hogar de los mismísimos Nuris, Miner y Anto Rosa, los hermanos convertidos en Emperatrices y Emperador con ayuda de los dioses, y que luego lo habían recubierto de cristal para que el cielo mismo se reflejara. Las historias decían que todas las Primeras Damas acudían antes o después a ese lugar y lo convertían en su hogar; solo las mejores de entre las Segundas Hijas se formaban allí.Titiana nunca había tenido curiosidad por aquel sitio: no se había planteado conocerlo ni llegar jamás a sus puertas. Sabía, no obstante, a quiénes les gustaría tener toda la información posible sobre el camino a seguir. Esa idea la reconcomía tanto como el resto de lo ocurrido: Luna le sacaría la información con las tripas colgando si fuera necesario, y creía que ante un hecho así ni siquiera Eos la detendría.
—¿Hay algo que tenga que saber? —preguntó, dubitativa. No pudo evitar echar un nuevo vistazo hacia las profectas. Quinta había optado por fingir que no existía, pero le salía mal en muchas ocasiones y la cazaba con una sonrisa estirada, al acecho—. De protocolos o de… lo que sea.
—Solo las Segundas Hijas entran —contestó Quinta, aprovechando la oportunidad—. Podrías hacerte la muerta para que esto resultara menos violento.
—Muy graciosa.
Helda sacudió la cabeza. Se había vestido con una túnica con capucha y ocultaba todos los detalles que la pudieran identificar bajo esa tela de un marrón desvaído. Sin embargo, la mirada dispar era difícil de esconder y Titiana se quedó prendada un momento. Parecía cansada y frágil y débil, y era la mujer que había sido capaz de hacer que la mismísima Vida se doblegara ante ella.
Tragó saliva. Se centró de nuevo en lo que quedaba de camino. Era angosto y estrecho, apenas un surco escavado en la montaña que llevaba hacia el valle posterior entre árboles raquíticos. Sería difícil de encontrar si no se tenía clara la ruta, pero era todavía más difícil hacerlo sin despeñarse. Había visto en varias ocasiones cómo Quinta caminaba de rumbo para evitarles una trampa, bien puesta por la naturaleza, bien puesta por las hermanas del templo. Por detrás, las dos mujeres del coro se ocupaban de ocultar el rastro.
No había querido exponer más dudas en voz alta, pero no tenía claro que llevar a alguien que permitía a los dioses ver y oírlo todo fuera conveniente cuando no sabía cuál estaba pasando información. Desde luego, entendía que haber impedido que las acompañara sería una traición. Las Segundas Hijas estaban atadas a tradiciones y costumbres, a leyendas viejas. Llevarla a ella ya era suficiente desacato.
—Ahora en serio —se giró hacia Helda, usando un tono de voz más bajo—, ¿hay algo que tenga que saber?
—No montes un escándalo contra mí y todo irá bien.
Notó que el rubor le subía por el cuello. Fue peor cuando se dio cuenta de la sonrisa de Helda, que le pinchaba las mejillas en busca de pequeños hoyuelos. Titiana se esforzó por mantener la vista al frente, hacer que esa sonrisa desapareciera de su perímetro y solo quedarse con las piedras del camino.
Cuando el sendero comenzó a descender, los caballos tuvieron que colocarse en fila para facilitar el recorrido. A la derecha, quedaba un precipicio lleno de piedras afiladas por el que sería fácil perderse. Se imaginó cómo se lo diría a Eos. Intentó borrar esa idea. Todo por el honor, pero no sabía dónde estaba el honor en esa situación: los rebeldes y los dioses eran dos frentes muy distintos, no había imaginado que convergerían de esa forma.
El terreno se fue allanando a medida que dejaron atrás los barrancos. Habían bordeado la montaña y por fin se podía ver el valle que se ocultaba detrás, entre esa y sus hermanas. A la sombra de los grandes picos se extendía la hierba fresca, un enorme lago y pequeños campos llenos de trigo. Detrás de estos, alzándose como si fuera un elemento más de la naturaleza, estaba el templo. Todas las historias se quedaban cortas al hablar de él. Existía oro y mármol, Titiana se fue fijando en los detalles a medida que se acercaban: las columnas que había en la entrada, los arcos de las naves, los escalones que llevaban hacia la puerta principal. Pero lo que más destacaba era el cristal. La hierba parecía recorrer su fachada, el cielo estaba anclado en el techo, las flores brillaban en las escaleras.
—Bienvenida a Rotas —canturreó Maira por delante de ella.
Quinta fue la primera en descabalgar. Permitió que el caballo se quedara paciendo, sin molestarse en llevarlo consigo. Titiana tardó un rato, después de ver que el resto hacía lo mismo, en liberarlo también. Era poco probable que los caballos intentaran marcharse de nuevo hacia las montañas; y esa idea se le antojó de pronto opresiva. Estaba encerrada con las Segundas Hijas.
La pareja del coro pasó por su lado. Una la miró con los ojos ciegos y procuró recomponerse todo lo posible: no temía a nadie ni a nada. Al menos que los dioses tuvieran esa impresión si la estaban viendo en ese instante justo. Agradeció, no obstante, que las dos mujeres avanzaran más rápido que ella y no tener que seguir mirándolas a la cara.
Fue Maira la que le hizo un gesto. Las profectas y la Primera Dama se separaron del coro para tomar un sendero que bordeaba el templo en lugar de acercarse a su entrada. De cerca, este parecía todavía más una obra de arte, digna de esas que hacían los artistas en las plazas de la villa imperial y de la que tanto se jactaban. «Tocados por los dioses», decían algunos, como si se lo creyeran de verdad. Era probable que las personas que hubieran construido aquel templo de verdad lo estuvieran. Alguna diosa de la Arquitectura, de la Alfarería o quizá simplemente la del Hogar.
—Es uno de los templos más grandes que hay en Numia —le contó Maira. Era un alivio que sus ojos carecieran de la neblina, pero seguía resultando extraño mirarla. Como si algo no encajara del todo bien en ella—. Oasis es más grande y Sintra el templo más alto, pero luego probablemente esté este. La arquitectura es… peculiar. No se ha podido reproducir en ningún otro templo. —Sonrió, ufana—. Me crie aquí, fue todo un privilegio porque apenas hay aprendices sin consagrar.
—Vaya… —No sabía muy bien qué decir. Una felicitación parecía absurda. Maira se rio como si se la hubiera dicho igualmente—. Suena… bien.
—Ha habido otras guardias en Rotas. No se lo digas a Quinta, o se enfadará, pero tenemos registros de que no eres la primera. —Bajó la voz al añadir—: Aunque lo habitual era traer a la Emperatriz y sus guardias con los ojos vendados, así que tómatelo como todo un privilegio por esa parte.
—Lo haré.
Maira sacudió la cabeza en un gesto infantil de diversión que a Titiana le provocó un escalofrío. Juven le había asegurado que esa profecta era capaz de ver los hilos que tejía la Fortuna en el destino y había añadido todo un discurso sobre por qué la volvía la más peligrosa de las tres. A Titiana no se le ocurriría llevarle la contraria en asuntos de las Segundas Hijas, y la tensión de su cuerpo, que le gritaba que huyera cada vez que la veía, le daba la razón a su compañera.—El templo se ha ido adaptando con el paso de los años —siguió hablando Maira después de un rato—. Al principio se usaba solo para el estudio de los dioses. Las Primeras Damas eran sobre todo eruditas, ¿sabes? Así que se dedicaban a averiguar más sobre el Valma. Había una biblioteca inmensa, pero se ha ido deshaciendo con el paso del tiempo para que todos los templos tengan parte. Luego, también fue un lugar de almacenamiento: cuando Carme Rosa mató a su marido, Agosto Rosa, llamó a las Segundas Hijas para que la ayudaran a redistribuir el alimento que había estado a punto de agotarse por culpa de las guerras de Agosto —narró. Movía las manos para señalar la importancia de algunos datos—. Por último, se convirtió en el lugar al que acudían las más destacadas entre las hijas. Y de ahí surgió el proyecto de nuestra actual Primera Dama para Rotas.
—¿Qué proyecto?
Una sonrisa deslumbrante cruzó el gesto de Maira. De nuevo, estiró el brazo para que siguiera a lo que le señalaba. El campo había pasado de un verde reluciente a un amarillo seco, de haber cortado la hierba para adaptar el terreno a lo que parecía una pista. La sombra del templo ofrecía cobijo del sol a todas las personas que estaban reunidas en pequeños grupos, concentradas en lo que marcaba la que parecía la líder de cada sección.
A Titiana no le costó reconocer el tipo de formación ni tampoco el estilo de ejercicios que se llevaban a cabo. La sonrisa de Maira se hizo todavía más amplia cuando la miró, anonadada.
—Te dije que no eres la primera guardia —le recordó. Le dio una pequeña palmada en el brazo—. Impresionante, ¿verdad?
Las Segundas Hijas no eran educadas para la guerra. Se suponía que sus talentos eran para los dioses: rezar, adorar, escribir, recoger a necesitados, aceptar ofrendas, organizar festivales y oraciones. Aquello iba contra lo que el Imperio sabía de ellas y lo que habrían esperado. En uno de los grupos, se elevaban columnas de agua; en otro, una de las chicas estaba cubierta por enredaderas. El despliegue de poder se sucedía en pequeñas dosis, incluso tímidas, pero eso no lo hacía menos temible. Las Segundas Hijas se habían organizado para pelear.
Siguió caminando por simple fascinación. No era capaz de apartar la mirada. El corazón se le había subido a la garganta. Aquello era a lo que tenían miedo los rebeldes, a que la congregación pudiera tomar el control de todo lo que había en el Imperio. Se imaginó lo que diría Eos de estar caminando a su lado, de qué forma comenzaría a trazar planes. A ella no se le ocurría ni uno solo: era evidente que no podría pelear contra un ejército de Segundas Hijas.
Aunque no parecía que estuvieran muy bien coordinadas en algunos casos y, desde luego, el manejo con las armas era bastante deficiente. Titiana se detuvo ante un chico que tenía una montaña de rizos negros en la cabeza y que no parecía muy convencido de cómo usar la ballesta que le habían dado. Incluso en medio de un campo de entrenamiento llevaba los labios pintados de dorado.
—¿Es…? —dudó mientras lo observaba.
—A Quinta se le ocurrió que sería una buena idea —contestó Helda.
—Si tú hubieras tenido un hermano pequeño o a las De Conti les quedara su hermana mayor, te aseguro que también los habría traído —contestó la aludida, ufana—. No pensaba permitir que las sombras de la Emperatriz no tuvieran más alicientes que el honor.A Juven aquello le parecería tan ofensivo que sería capaz de vomitar. Era evidente que la guardia se habría tirado a los pies de los caballos si con eso fuera a salvar a la Emperatriz, no hacían falta más chantajes. En cuanto a las De Conti, no se querían más que a sí mismas y dudaba que fuera un buen método provocarlas por esa vía. Pero tenía claro que habría funcionado en su caso. O por lo menos se habría pensado dos veces su lealtad o traición.
El hermano de Juven, miembro del coro y reconvertido en guerrero, logró disparar la ballesta con éxito después de varios intentos. La flecha se sacudió en la diana unos instantes, hasta que la entrenadora del grupo la sacó a distancia. Algún dios del Aire, dedujo Titiana; de esos que quizá seguían a la diosa que iba a matarlas a todas.
Las profectas y Helda siguieron caminando sin esperarla en esa ocasión. Todas las hijas estaban pendientes del entrenamiento, por lo que nadie abandonó la formación: la Primera Dama había ido en otras ocasiones a revisar la operación, y quizá incluso había llevado consigo a alguna comandante que luego se quedara allí. Eran todas devotas, como le había hecho deducir Silva el primer día de su vuelta al palacio.
Se notó mareada de pronto. Los hilos encajaban, se tensaban, tiraban. Se detuvo en medio del campo de entrenamiento. El polvo se le pegaba a los pliegues de la capa de viaje, le manchaba las botas ya sucias de todo el trayecto. La piel estaba pegajosa del sudor, de esa tierra anaranjada que flotaba. El corazón seguía danzando a toda prisa. El hermano de Juven volvió a disparar la ballesta, la capitana del grupo volvió a usar el don de su dios para retirar la flecha. A lo lejos, alguien hizo surgir espinas en una espada; dos hijas bailaban con las lanzas entre las manos; un chico especialmente flaco mantenía los pies en el aire, una pareja del coro afilaba cuchillos.
—Guardia.
Giró sobre la punta de los pies, al borde del desfallecimiento. No sabía si tirarse al suelo o echarle las manos al cuello a la persona que se le había acercado. Parpadeó con fuerza mientras intentaba aclararse, respirar hondo. Repitió el gesto cuando vio la sonrisa cansada en el rostro del hombre que había ido a buscarla.
León Rosa había sido un hombre apuesto alguna vez, antes de que una enorme cicatriz le deformara la mitad de la cara, fruto de un ataque que había hecho honor a su nombre. La edad tampoco había jugado a su favor, o por lo menos Titiana recordaba más elegancia que cansancio en el hombre que había acompañado a Fauna Rosa hasta su ejecución. El primo de la vieja Emperatriz había sido el que había dado la voz de alarma a las Segundas Hijas sobre el nacimiento de las gemelas y, por ese buen hacer, había sido nombrado protector de Vita desde que se convirtió en una muy joven Emperatriz. Titiana sabía que al que Vita llamaba «tío» se había marchado de la villa imperial hacía años, poco antes de la abdicación. Algunos decían que Vita se había cansado de él, porque se creía manipulada; otros apostaban a que en realidad León había sido envenenado, unos pocos a que un león se lo había comido de verdad esa vez. Desde luego, Titiana no había escuchado a nadie decir que ese hombre se había marchado con Helda a un campo de formación militar para Segundas Hijas.
—Quinta me ha dicho que eres De Nero —volvió a hablar el hombre ante su cara de estupefacción—. Acabarán los ejercicios para el momento de la cena, así que puedes descansar mientras. Se ha preparado una nave para la Primera Dama y las profectas, hemos pensado que a ti te gustaría quedarte también allí —señaló—. Para estar cerca.
—Sí… Claro. —Se pasó la lengua por los labios. Le sabían a tierra. A la misma que había tenido encima día y noche durante toda su formación—. Eres…
—Solo León —contestó el hombre. Cruzó las manos a la espalda—. ¿Me acompañas? Puedes quedarte viendo los ejercicios. Imagino que a una guardia le gustarán. Aunque es mejor que no estés en el medio. —Sonrió. La cara se le retorció por culpa de la cicatriz. A Titiana le había dado miedo cuando era pequeña, pero él no daba muestras de acordarse en absoluto—. Hay algunas que no tienen muy en cuenta los límites y enseguida se salen del espacio que tienen establecido, así que hay que tener cuidado.
Titiana se fijó por primera vez en los rectángulos que estaban dibujados en el suelo: convertían el patio en un enorme tablero. Asintió y dio un paso para salir de la marca en la que se había metido.
—Iré dentro —decidió. León inclinó la cabeza y se puso en marcha—. Gracias.
No pudo evitar echar varios vistazos hacia atrás mientras avanzaba detrás del hombre. La disciplina de las hijas era, sin duda, digna de admiración: ni una sola desvió la mirada al verla pasar, por muy desconocida que fuera.
León la condujo hasta una entrada trasera del templo, que daba acceso a una de las naves laterales. Echó la vista hacia arriba al pasar el arco principal: el techo estaba cubierto por un mural colorido, sin ningún resquicio sin cubrir, y mostraba representaciones de los dioses que le habrían arrancado escalofríos hasta a los más incrédulos. Cito y Crea se peleaban en medio de un enorme espacio negro y de entre sus manos surgían los retazos de sus hijos.
—Tu habitación está arriba, al lado justo de la de las profectas —le indicó León, deteniéndose de repente. Titiana se obligó a apartar la mirada del mural y fijarla en él—. Si quieres darte un baño es mejor que preguntes a una de las hijas que estarán arreglando los cuartos arriba: a Quinta no le gusta compartir y te pueden llevar a otro que sea más privado.
—¿Y Helda? ¿Dónde está? —preguntó de repente.
—Por aquí.
El hombre siguió a través del pasillo central hacia un recodo que había a la derecha, disimulado detrás de la escalera que ascendía a la planta superior. Había dos escalones que descendían hacia una pequeña sala de paredes rocosas. Distinguió la silueta de Helda al fondo.
—De Nero.
Le pareció que esa vez León había dicho su apellido con otra entonación, más consciente quizá. El hombre se giró para marcharse sin permitirle ninguna pregunta. Tendría que seguirlo si quería hablar con él, pero ni siquiera sabría por dónde empezar.
Además, no iba a conseguir nada. León se había marchado del palacio antes que Vita, no iba a tener información sobre ella. Salvo a lo mejor anécdotas en la última temporada en el trono o algunos cuentos infantiles en los que el primo malvado de la familia expiaba su traición ayudando a la congregación a tener formación militar. Resultaba tan absurdo como apropiado para la figura de aquel hombre que había vendido a Fauna. A su madre. Titiana tenía claro lo que haría la vieja guardia de encontrárselo de nuevo. A las De Nero se les hacía muy difícil el perdón.
Se giró hacia el interior de la estancia donde estaba Helda y bajó los peldaños. Mientras que el resto de la nave parecía revestida en riquezas, ese espacio estaba tallado en simple roca. Debía de ser un sótano viejo, quizá una bodega. Hacía frío entre las paredes de piedra, en el suelo había pequeños charcos de humedad. Justo al fondo, había un banco de madera en el que Helda se había sentado para admirar lo único destacable de ese rincón del templo: una pared entera hecha de mármol. Había nombres tallados con precisión formando dos columnas, en una lista a la que solo le quedaba un pequeño espacio al final.Había oído hablar antes del mármol de Rotas. A los rebeldes les gustaba esa teoría acerca de que no quedaban muchas Primeras Damas: afianzaba su idea sobre derrocar a la actual. Juven también le había dado un auténtico discurso sobre el poder de esa pieza única, ya que al parecer había sido entregada por los dioses mismos. Nunca lo habría dicho hasta entonces, pero se fiaba más del cuento de Juven que de las teorías de los rebeldes, y eso solo empeoraba la sensación en el pecho. Seguía notando el corazón revolucionándose, como si cada instante que pasara fuera un argumento para abrirse paso y abandonarla.
—Tengo muchísimo miedo.
Helda se giró de golpe en el banco y la miró con los ojos muy abiertos. Un ojo de Vita, un ojo de Helda; esa era la historia. Odiaba mucho a la anterior Emperatriz por habérsela contado, porque le resultaba imposible hacerle frente. Sobre todo cuando ni siquiera sabía muy bien por qué acababa de decir aquello.
Cambió el peso del cuerpo de un pie a otro. Silva la había instruido cuando era una cría para encontrar la firmeza en cada gesto, en cada paso; era importante que una guardia diera buena imagen, más allá de las pantas bonitas que usara. Su madre, tiempo después, había insistido en las mismas lecciones, todo por el bien de la Emperatriz, todo por el bien del linaje, del honor, del deber. Incluso Eos parecía convencido de que todo era un asunto de actitud. Ella debía de parecer un espantajo, con la ropa del viaje, la panta olvidada y el cuerpo torcido de un lado a otro, tan grande que si no se erguía parecía un árbol destruido por un rayo. Delante de la Primera Dama, de la Emperatriz, y diciendo que estaba asustada.
Una guardia no debería temer a la persona a la que protegía. Una rebelde no debería temer a la persona que acabaría matando. Le dolía muchísimo la cabeza, el pecho; tenía pesadillas, si acaso era capaz de dormir.
—Tengo muchísimo miedo —repitió. A eso se reducía todo. Dio un paso más hacia adelante, a pesar de que Helda parecía cada vez más sorprendida y quizá no fuera una buena idea. Al igual que pasaba con los animales salvajes y peligrosos, lo mejor era dejarles espacio—. Quería venir aquí porque… porque dijiste que había una guerra divina y que podíamos hacer algo. O podías. Es que… Es que creo que ni siquiera lo entiendo, ¿sabes? Porque el patio del templo está lleno de Segundas Hijas entrenando para ser un ejército y, sinceramente, nunca nada me había dado tantísimo miedo. Excepto tú. Y te lo digo porque… porque quedamos en que sería sincera, así que por eso lo digo y porque… porque no sé callarme a veces —reconoció. Notaba que la presión en el pecho decaía, pero necesitó coger aire de todas formas—. He visto a la diosa de la Vida enfrentarse en un pequeño duelo a la diosa de la Muerte y la Destrucción, y solo fue pequeño, y no dejo de darle vueltas. Y tú… tú eres esa persona. La diosa de la Muerte y la Destrucción, y esa porción de ti y… ¡Y ahora estoy en un templo lleno de soldados de los dioses! No creo que… que no tener miedo sea una opción, la verdad.—No —contestó Helda después de un tiempo en silencio—. No parece una opción. Yo también tengo miedo.
No sabía si eso era un consuelo, teniendo en cuenta que era la persona que había diseñado un proyecto para armar a las Segundas Hijas y prepararlas para la batalla desde hacía años. Había intuido lo que pasaría, o al menos había querido dejar un legado que les diera posibilidades a las suyas. Seguía resultando aterrador. Pero cuando Helda le hizo un gesto para que fuera a sentarse a su lado, no lo dudó.
El banco crujía y desprendía un olor extraño, a la humedad de la madera vieja que pronto cedería. Debía de llevar allí desde poco después de colocar el mármol.
—Quinta está convencida de que debería tener hijos —soltó la Emperatriz. Titiana la miró con sorpresa, pero Helda había vuelto a fijar la mirada en la pared que tenían delante—. Solo hay dos huecos en el mármol, y uno de ellos es para que escriba yo mi nombre. El otro para quien me suceda. Ella cree que si tengo hijos, el segundo entrará en la congregación y es probable que tenga requisitos para albergar a un buen dios. Y lo criaremos nosotras, así que saldría bien. La idea de seguir buscando a candidatas es más… latosa, supongo, al menos para ella. Y ese plan tiene cierta consistencia: los Rosa como los mejores receptáculos.
—Ya…
—¿Te suena absurdo?
—No… Bueno… No es que sea absurdo. Es que no lo entiendo.
—Si yo muero y la diosa de la Muerte y la Destrucción se queda sin vena… o incluso si consigue una vena poco adecuada, que le permita deshacerse de todo, estamos acabadas. La Vida lo conquistará todo. —Se encogió de hombros—. Nunca lo había enfocado así, ¿sabes? Solo pensaba en la responsabilidad de tener una sucesora que fuera a ser la última Primera Dama, pero ahora tiene todavía más sentido y es todavía más importante que esto se haga bien. Si desaparezco, si… si me muero y esto no está arreglado, no sé cuál será el futuro para el resto del mundo.
Si los rebeldes la mataban, nunca encontrarían a Vita.
Si los rebeldes la mataban, esa guerra acabaría antes de empezar y todos estarían condenados.
Titiana se hundió un poco más en el banco, que crujió en protesta por sus movimientos.
—No parece un buen momento para ponerse a tener dos hijos —soltó. Hizo una mueca al conseguir que Helda la mirara—. Quiero decir, parece algo que lleva cierto trabajo, ¿no? Y tiempo. No tengo claro que tengamos tiempo para… el proceso.
—¿Eso es lo que tienes que decir?
—Sí. Aunque como guardia, creo que Silva me mandaría decir que tienes mi apoyo. Como persona matizo el resto por si acaso: que se acabe el mundo mientras estás embarazada sería… un fiasco.Por un instante, creyó que Helda iba a mandarla salir de la sala y procuró estar todavía más seria. Solo que la Primera Dama se echó a reír. Despacio al principio, más fuerte después. Las carcajadas se deslizaron igual que lo hacía el agua por las paredes, Titiana notó que la empapaban. Era la primera vez que veía reír a Helda. No se parecía en nada a Vita. Era más suave, más delicada. Más sincera.
Agachó la mirada, incapaz de contener la sonrisa. A ella misma se le escapó un poco la risa entre los labios.
—Usaré ese argumento cuando Quinta me lo vuelva a proponer.
—De nada.
Se quedaron en silencio. Todavía el eco de la risa afloraba entre el ruido que hacían las goteras.
—Puedes irte cuando quieras —musitó Helda—. Lo que dije aquel día sobre los sacrificios es verdad: no los quiero, puedes irte.
—¿Y dejar que el mundo lo salven un montón de Segundas Hijas que no saben sujetar bien una espada? No sé si me convences —replicó. La Primera Dama se giró para mirarla. Titiana se encogió de hombros—. Quiero lo mejor para el Imperio, eso es todo. No me marcho a ninguna parte por ahora.
—De acuerdo.
Despacio, Helda le apoyó una mano en la rodilla. La caricia fue suave, pequeña, apenas existente. Pero Titiana tenía claro que la había vuelto a tocar, esa vez no para defenderse, sino con la premeditación suficiente como para saltarse sus propios decálogos. Era un gesto profano, Titiana notó el calor que emanaba del contacto y observó a la Emperatriz con fijeza mientras se levantaba del banco.—Cuando tengo miedo, yo también pienso en lo que es más correcto para el Imperio: si luchar contra el miedo o vivir tranquila —le dijo. Esbozó una pequeña sonrisa—. Puedes descansar: date un baño y duerme un poco, te pueden llevar la comida a la habitación. Mañana habrá mucho que hacer: hay hijas que no saben coger bien una espada.
Helda abandonó la sala sin esperar las quejas. A Titiana tampoco se le ocurrieron, aunque sabía lo que diría Eos, sabía cómo la mataría Luna. Se arrellanó en el banco hasta que el crujido reverberó por toda la estancia y observó el mármol. Ya no sabía si le parecía absurdo o terrorífico lo que significaba. Ya no sabía por qué le había dejado de doler tanto el pecho, si solo había tenido unas cuantas carcajadas y aún notaba la caricia de Helda en la pierna.
El mundo se estaba deshaciendo.
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